Tantas veces. Los mismos, viejos modales de manos que bloquear, pies que acomodar, mosquetones que persuadir. Cien veces. No, mil veces. A mis espaldas el silencio complica las cosas: un susurro continuo, que podría ser el viento pero no es (pero puede ser.) En fin...
Ponerse de pie sobre aquella presa. La ruta es nueva, nadie la ha hecho, sigo siendo igual a mí mismo, ¿o no? No. Estoy apurado, estoy bajo una presión ajena a mis añosas costumbres, estoy encendido y disponible como siempre, pero atrevido e insensato como nunca. Otra presa en el límite de mi alcance, un undercling diminuto, cabe decir que no es imposible, no debería ser imposible. Tensión, los dedos a reventar, el esparadrapo mantiene los tendones unidos a los huesos, al menos lo intentan con algunos de ellos, que rotos y endurecidos ya han cumplido quince años de maltratos. Ya está, suelto la presa, mis yemas se incendian, mis nudillos no terminan de aullar su crujido inútil. No los escucho: hay demasiado silencio a mis espaldas como para eso.
‑¡Cuerda!
Otro mosquetón. Éste lo compré en Francia, recuerdo; está nuevo, por fin dependo de algo que sí puede salvarme la vida. ¿Voy a darle oportunidad? Veamos. Un desplome con tres presas altas, la primera frente a mi nariz. ¿Mano derecha? Lindo, hasta puedo empotrar un nudillo. Un filito para el pie: esto es fácil, mándate. Listo, digo, la izquierda a donde pueda, que se acabe este silencio sibilante de una vez. La izquierda, sí, pero esto es muy chiquito.
Yo no debería estar aquí sino muy lejos, yo debería estar en esos sitios peligrosos a donde me meto cada vez que tengo miedo. Pero no, ahora nada de miedo, sólo ese susurro que no es nada, ese silencio respetuoso y abundante, esa maldición a mis espaldas. Nada de miedo, miedo de nada. Apenas tengo que llegar hasta ese borde y ya, pero esto es muy chiquito, muy absurdo. Más de lo mismo, manos, pies, cuerdas entre los dientes, gemidos, el click profesional de los mosquetones. ¿Miedo? No, no logro que venga. Total es sólo una ruta, un techo cualquiera, has hecho a vista techos de este grado varias veces, a ver la mano en esa arista, bacán, qué tan alto puedo llegar, ves, altazo. La tiza marca la arista hasta una altura que desde aquí, bajo el techo angular y euclídeo, se ve impresionante. El silencio murmulla, opina, tal vez compara. A ver, regresa, baja a descansar un poco, demanda una voz antigua y astuta en el distante centro de ese silencio hostil. Pero el susurro, lleno de noos y de oohs tupe mis oídos (a esa voz la he mandado callar antes de partir, sabiendo que querría quejarse: pero ha sido inútil. Ahora habla y nadie le responde, o lo que es peor, nadie la escucha.)
Bueno, es sólo cosa de llegar al borde. Y el borde está aquí nomás. Salto y llego. Claro que si estuviera escalando nunca saltaría, no ni loco, de dónde, para qué. Sobre todo para qué. Pero no estoy escalando. Bueno, hay otras presas, trato de decirme, sal pujando sobre ellas... De pronto se me traba la lengua mental, soy Evil Knievel refutando a Chomsky: sí hay pensamiento sin lenguaje, o tal vez no es pensamiento, es una mano animal en busca de un borde demasiado lejano, pero es un palo, un triplay, no una piedra. De pronto soy un animal que sólo salta. Subo, impulsado no sé sobre qué, qué lindo, como la parte ascendente del puenting, pero agárrate que te caes. El silencio sigue allí, su enorme OOHH congelado en sus gargantas grandes y secretas.
Un arco de viento. Como la parte descendente del puenting, pero hay una pared enfrente, hay un mosquetón francés irrompible que me arrastra hacia ella, hay toneladas de concreto viniendo hacia mi cara en una curva violenta. Sigo erguido: el silencio no ha logrado bloquear mi tránsito de vuelta a los instintos, a la animalidad. Pongo los pies por delante.
Implosión. Palitos chinos en desorden sobre una mesa. Caja de fósforos pisada por un elefante. Corcho de champán imposiblemente vuelto a su botella. Tobillos demolidos por el silencio. Una ola enorme viene desde el suelo, rodando hacia mi cerebro. Quiero que sea el miedo: viejo amigo, tarde vienes a salvarme de esto. Pero no es el miedo. En un instante conozco la nueva cara, el rostro tremendo de quien viene desde mí a acabarme. Un hervor de neurotransmisores, un latigazo de tendones rotos, un susto de huesos rajados, un remolino de ligamentos aplastados: es el dolor, el dolor del castigo.
Entonces grito.
(1991)
lunes, 16 de julio de 2007
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