Un libro terminado es la voluntad de la raza hindú, que, salida apenas del neolítico, se dedica a urdir durante mil, dos mil años cuatro textos inmensos y a aprenderlos de memoria, frase por frase, párrafo por párrafo, título tras título, generación tras generación e imperio tras imperio y entregarlos a la imprenta occidental recién en 1780 sin nombre de autor y diciendo, casi como una excusa: los Vedas son sólo un producto suplementario del Tiempo.
Un libro terminado es Plinio el Viejo, que se hace afeitar mientras le leen y dicta una nota para los treinta y siete libros de su Historia Natural, y luego otra nota, y así treinta mil notas, que usa aquí y allá también en su Caballería, en los dos libros de su Vida de Pomponio Segundo, en los veinte de sus Guerras Germánicas, en los tres de El Adiestramiento del Orador, en los ocho de Usos Gramaticales Dudosos, en los treinta y uno de Una Continuación de la Historia de Aufidio Baso. Plinio el Viejo, que se tiende a la espera de la muerte sobre las arenas cenicientas de la bahía de Nápoles durante la erupción del Vesubio, y aunque nadie está allí para tomar apuntes, dicta, dicta, dicta.
Un libro terminado es Leibniz, que no puede escribir si no discute con Geulcinx, con Gassendi, con Spinoza, que empieza a ser considerado pero no logra convencer a Europa de sus razones porque allí está nada menos que Locke, el gran Locke, autor del eminente Ensayo sobre el entendimiento humano, y que se niega olímpicamente a contestar sus cartas. En su desesperación Leibniz escribe un libro-cachetada que refuta a Locke palabra por palabra, párrafo por párrafo, capítulo por capítulo, y que se titula Nuevo ensayo sobre el entendimiento humano. Y se sienta a esperar las noticias de la (ya inevitable) respuesta de su adversario. Éstas llegan de inmediato: Locke ha fallecido, y ni siquiera Leibniz puede nada contra la terquedad de la muerte.
Un libro terminado es Laurence Sterne, que simplemente escribe todo lo que se le ocurre hasta que llena un montón de páginas (y deja llena de tinta negra una página, y vacío un capítulo dieciséis) aduciendo que se ha basado en Locke y todo el mundo se ríe en su cara, pero cincuenta años después Coleridge empieza a decir que aquello no es un caos sino que se trata de una estructura que cuidadosamente remeda el caos, y todos le creen y The life and opinions of Tristram Shandy, gentleman se convierte en el predecesor de todos los libros-diarrea, y Laurence Sterne ríe al último y ríe mejor.
Un libro terminado es Arthur Schopenhauer, que llenaba cuadernos a los dieciocho años porque se le había ocurrido algo: algo brillante que redondea una década después una cosmogonía feroz y completa que publica con su herencia y a la que nadie hace caso durante cuarenta años. Y que, cuando al final de sus días accede a revisar esos juvenilia que se llaman El Mundo como Voluntad y Representación, tan sólo atina a ampliarlos, convencido de que aquello que se le había ocurrido a los dieciocho años era, pues, tan cierto y redondo como el universo.
Un libro terminado es Schelling, que, como Schopenhauer, tuvo una idea brillante cuando aún era imberbe, pero a él todo el mundo le creyó y lo aclamó y lo convirtió en el héroe intelectual de Europa. Y que vivió de ser aquel joven Schelling lo suficiente como para, medio siglo después, entender -dolorosa convicción- que había estado equivocado todo ese tiempo, y en un acto de patetismo sin límites publicar de viejo, al otro extremo del siglo su propia refutación acertada y tremenda, pero es tarde y nadie le hace caso a ese anciano olvidado, y siguen aclamando al joven Schelling.
Un libro terminado es Goethe, que ya era el gigantesco Goethe hacía mucho antes de sentarse a escribir el Fausto, libro excedente que sólo escribió porque tuvo tiempo.
Un libro terminado es Joyce, que decide emplear los últimos diecinueve años de su vida en recolectar notitas, como Plinio el Viejo, y barajar en su mente rigurosamente lúdica aquel enjambre guiado por la convicción -confesada a Nora, su mujer- de que ha aplastado a todos salvo a ese tal Shakespeare, y al terminar aquella diarrea entregar al mundo un millón de ingenios de palabras en un orden secreto y cuatripartito, y nadie le hace ya caso porque es 1939 y ronda Europa un enigma más urgente.
martes, 24 de julio de 2007
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