Mochilas y costal caen otra vez pesadamente al suelo, y la luz del sol se sesga entre las efímeras nubes de polvo removido. Richi se sienta sobre su bulto azul, echa la cabeza para atrás -gesto que repetirá durante gran parte de la mañana- y respira ruidosamente por la nariz, arrugándola. Daniel se da un tiempo para, esta vez sí, extraer sus delicados anteojos del atadito que ha hecho con su pañoleta en un bolsillo de su mochila. Comprueba con decepción y asombro que aún no se le han roto, y los instala en su cara con desmaño. Mientras su musculatura ocular se hace cargo del nuevo ángulo de los haces de luz que -demasiado precisos ahora- hieren sus córneas, la enorme realidad de la pared contra la que han venido a medirse crece y se asienta frente a los dos muchachos. De pronto se sienten pequeños y vulnerables, y desprendiéndose de cuatro suprarrenales al torrente sanguíneo, sendas diminutas gotas de adrenalina empiezan su labor salvífica. Las palmas se crispan, la tiza que las secó hace cinco minutos se humedece, las nucas se arrugan y los labios se tornan prietos y callados.
Frente a ellos, sobre ellos ya, los peñascos separados se van congregando en un volumen cada vez más vertical, hasta que cesan y dejan ver la gran masa pétrea que les servía de apoyo y que ahora se eleva como queriendo librarse de esa carga parásita. Es una pared rocosa relativamente grande, de poco más de cien metros de altura pero que ha sido despreciada por algunos en vista de que en otros puntos del valle había potencial para vías incluso del doble de largas.
A Daniel le consta que mucho ha influido en ese desdén la presencia de una franja horizontal de roca deleznable, que en ciertos lugares tiene la consistencia de la tiza, incluso del azúcar húmedo. Rojiza, plena de vetas descompuestas de lutita que cercan ocasionales retazos de piedra más firme, corta la pared a un tercio de su altura e impide el paso a las largas y estupendas superficies de más arriba. Daniel recuerda con cariño ese día lluvioso de 1977 en el que -enaltecido por su novísima condición de groupie- vió al mítico Don Cowans, acompañado por Len, intentar atravesar ese pantano vertical. Ni Cowans ni su principal secuaz compartían el generalizado desprecio por la roca peligrosa y estaban más que dispuestos a correr riesgos. Don, encabezando la cordada, situó a Len en una abreviada repisa que marcaba el término de la roca decente, y en media hora de intensa calma atravesó la franja podrida mientras bajo un casco descolorido su compañero lo aseguraba en medio de una moderada lluvia de piedras.
Don era un gringo seco y curtido: parecía estar hecho de un solo tendón. Era una delicia verlo escalar. Había en su calma, en su economía de movimientos una como manchesteriana consagración al trabajo absurdo y sin esperanza, que sin embargo no lograba ocultar el hecho evidente de que se estaba divirtiendo a rabiar, pese a sus fail ’ere ’n you’re meat, man. Veinte años apresando roca entre los dedos lo habían convertido en un perito, en un eximio tasador de cristales, rebordes, posiciones y flexiones. Ascendía cumpliendo una rutina tan antigua como la humanidad: la de conquistar terreno nuevo. Avanzado medio metro, se dedicaba un minuto a acariciar, husmear y tasar cuanta rugosidad quedaba a su alcance, desechaba todo aquello que no soportaría su peso, establecía las dos o tres mejores posibilidades restantes y se dedicaba a investigar la mejor manera de encaramarse sobre ellas. Al rato, habiéndola descubierto, se movía ganando otro medio metro y recomenzando su amplio braille corporal. La franja de tiza en la que ahora se encontraba, sin embargo, componía un problema mayúsculo en el que ningún agarre era sólido y en el que Don debía confiar a cada instante que los impredecibles cristales que forzaba no resolvieran quebrarse bajo sus dedos. Pero en él aparecía como laxitud lo que en otro menos experto hubiera resultado en un temblor incontrolable; incluso lanzó algunos chistes para sazonar las no pocas piedras sueltas que separaba de la pared con una mano y arrojaba con cuidado lejos del grupo allá, muy abajo.
Tras quince metros de esa tortura mental se libró de las insidias de la lutita y pudo alcanzar el inicio de una lámina poco inclinada de excelente granito rosa, pero no halló cómo proteger su avance más allá de ese punto, o no quiso hallarlo en vistas de que el día llegaba a su fin. Eso, sumado a la incertidumbre del tiempo, lo primitivo del material de entonces (y quizá, dada su reputación, a la falta de necesidad de seguir demostrando lo bueno que era) lo hizo volver tras avanzar esos primeros metros. Plantó un temible clavo y colgándose de él descendió hasta Len. No importaba. Habían resuelto los primeros treinta y cinco metros y la mitad de la treintena siguiente. Media pared "imposible": no estaba mal para un día nublado. Y aunque también ellos debieron haber sentido el estorbo potencial de la muy antigua presencia de Bodach -que reputadamente había entrado al valle, y se decía que a esta misma ruta, a principios de los sesentas- resolvieron dejar el punto de lado. Aquel verano de 1977 quedó allí la ruta (que probablemente Bodach ni siquiera intentara doce o trece años antes) incompleta pero terminal, bautizada Epílogo por un Don premonitor. Resulta siniestro recordar que aquella sería su última vía, pues dejó de escalar para dedicarse a la más nueva locura de California. En el verano de 1980 el férreo gringo se mató en un accidente en ala delta.
sábado, 28 de julio de 2007
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