Aunque limitados, el sonido y el mundo tangible son auxiliares para la percepción del espacio que nos confiere la vista. Verdaderamente, nada hay más espacial que el mundo tangible mismo: es propiamente el espacio ocupado, no alguna de sus representaciones a distancia. La vista y el sonido son sólo fantasmas acercados y repetidos por las vibraciones de determinado medio. En un mismo atardecer del final de junio, con pocas horas de diferencia, dos cegueras me ilustran sobre esto y me educan acerca de un retazo de la realidad.
La primera ocurrió en Las Viñas, unas lomas rocosas al sur de Lima adonde con frecuencia subo a escalar. En pleno solsticio invernal, la humedad allá arriba nunca baja del 100%, y la neblina es permanente. Para andar por Las Viñas y regresar a salvo no basta conocer los senderos; también hay que tener en claro la forma general de la montaña y saber escuchar los bocinazos de los automóviles en la parte urbanizada trescientos metros más abajo y hacia el norte, a los perros y niños que ladran quebrada abajo, en la parte más pobre de Villa María del Triunfo, doscientos metros abajo y hacia el sur. En la niebla cerrada de Las Viñas el remedio para la ceguera (que viene por capas) es auditivo.
Las capas sucesivamente menos visibles las determina los movimientos de enfoque ocular. Alejándose de la indiscernibilidad general el ojo descubre mundos todavía borrosos a seis metros, burbujas sucesivamente más claras a cuatro, tres, y de pronto a la distancia de una mano todo es cristalino... Pero a la hora de resolver direcciones, incluso ángulos de picado, se usa el sonido. A través de la niebla uno escucha su camino.
La segunda ceguera la provee un juguete que traje a mis hijos de algún viaje al extranjero: un laberinto tubular negro, una carrera de obstáculos laminar pero cerrada sobre sí misma en la forma de un cilindro hueco. Las paredes internas tienen surcos y estos surcos dibujan un laberinto. Se trata de pasar un cursor de un lado al otro, guiándolo con las manos. Tanto el cursor como las formas del laberinto están por completo ocultas a los ojos. La única manera de resolver el enigma es sintiéndolo. Para este remedio táctil conviene cerrar los ojos, dejar que las manos hagan su trabajo de imaginación de mundos posibles. Sin embargo noto que empecé colocando el pin cursor hacia los ojos, como si fuera a verlo, como debería estar si pudiera utilizar la vista para cumplir el papel de este Teseo ciego. Por otro lado, cabe notar que si para resolver este laberinto tubular me cupo suspender la vista y concentrarme en lo táctil, no es difícil pensar que también ayudó el sonido: la evaluación de la intensidad de los impactos del cursor contra una esquina, el roce interrumpido que insinuó un pasillo que los dedos no habían sentido (aunque, si hemos de ser fieles a la física, una y otra son vibraciones transmitidas directamente por los cuerpos materiales que ocupan (son) el espacio entre el hecho discernido y esto que insistiré en llamar YO.)
Finalmente es interesante preguntarse por si la situación se daba también en la abrumada montaña de pocas horas antes. ¿Es acaso posible aprovechar la sinestesia táctil en una situación de niebla como la que enfrentamos en Las Viñas? ¿Me serví, por ejemplo, del ángulo general del declive que se abría a mi izquierda -percibido con los pies, con las manos en el musgo húmedo- para saber si ya era momento de virar hacia la cresta? Diría que no: que la calidad de la información auditiva era tal que, aunada a lo poco que permitía ver el manto de neblina, hacía innecesario acudir a esa otra fuente tan marginal, de tan poco alcance, tan dudosa. Pero, por otro lado, creo que hay algo cierto en el hecho de que estas cosas son holistas, que se prefiguran y replican, que se nutren y construyen unas a otras. Que, en esa extraña cápsula de estímulos, todo se coyundaba no sólo para DAR, sino para también UBICAR a un persistente yo: inequívocamente conectado con el mundo.
La segunda ceguera la provee un juguete que traje a mis hijos de algún viaje al extranjero: un laberinto tubular negro, una carrera de obstáculos laminar pero cerrada sobre sí misma en la forma de un cilindro hueco. Las paredes internas tienen surcos y estos surcos dibujan un laberinto. Se trata de pasar un cursor de un lado al otro, guiándolo con las manos. Tanto el cursor como las formas del laberinto están por completo ocultas a los ojos. La única manera de resolver el enigma es sintiéndolo. Para este remedio táctil conviene cerrar los ojos, dejar que las manos hagan su trabajo de imaginación de mundos posibles. Sin embargo noto que empecé colocando el pin cursor hacia los ojos, como si fuera a verlo, como debería estar si pudiera utilizar la vista para cumplir el papel de este Teseo ciego. Por otro lado, cabe notar que si para resolver este laberinto tubular me cupo suspender la vista y concentrarme en lo táctil, no es difícil pensar que también ayudó el sonido: la evaluación de la intensidad de los impactos del cursor contra una esquina, el roce interrumpido que insinuó un pasillo que los dedos no habían sentido (aunque, si hemos de ser fieles a la física, una y otra son vibraciones transmitidas directamente por los cuerpos materiales que ocupan (son) el espacio entre el hecho discernido y esto que insistiré en llamar YO.)
Finalmente es interesante preguntarse por si la situación se daba también en la abrumada montaña de pocas horas antes. ¿Es acaso posible aprovechar la sinestesia táctil en una situación de niebla como la que enfrentamos en Las Viñas? ¿Me serví, por ejemplo, del ángulo general del declive que se abría a mi izquierda -percibido con los pies, con las manos en el musgo húmedo- para saber si ya era momento de virar hacia la cresta? Diría que no: que la calidad de la información auditiva era tal que, aunada a lo poco que permitía ver el manto de neblina, hacía innecesario acudir a esa otra fuente tan marginal, de tan poco alcance, tan dudosa. Pero, por otro lado, creo que hay algo cierto en el hecho de que estas cosas son holistas, que se prefiguran y replican, que se nutren y construyen unas a otras. Que, en esa extraña cápsula de estímulos, todo se coyundaba no sólo para DAR, sino para también UBICAR a un persistente yo: inequívocamente conectado con el mundo.
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