miércoles, 29 de abril de 2015

Nota encontrada en un lapicero rojo

Derechos morfogénicos de la tinta roja. O cómo Rupert Sheldrake puede tener, al final del hilo, algo de razón en su helvética ontología sin hilos. Lo incidental de la contingencia: que este papel encontrado y este lapicero Pilot G-1 encontrado coincidan en este momento aussí trouvée. No sé cómo empezó, sólo sé que de pronto estas tres cosas fueron exactamente mi destino y que aquí estoy, escribiendo con letra diminuta y tinta roja un reclamo acerca de las posibles identidades del cosmos. Como si tuviera otra cosa de qué hablar: como si pudiera quitarle a la tinta su derecho de hacer morfogénesis.

Definitivamente ya no sé quién soy. Si miro para atrás descubro que soy Hal Durbeyfield: una colcha de retazos, un centón hecho de páginas, de flujos desordenándose y reordenándose por la palabra y contra la entropía. Eso he sido, sospecho: una onda de estabilidad relacional, un homenaje al viejo doctor que me dijo eso y que otra vez muere.

En esta agonía, ¿tendrá el Fwenz miedo a la muerte? Quisiera creer que no. Que conoce (incluso en sus últimas brumas) el recorrido y el destino y la nada que desciende a los lados, una nada granulosa y cerril que se mete entre los engranajes y estropea toda la maquinaria, una nada punzante que sopla el viento en los ojos y que obliga a cerrarlos y que te indica que ya estás muerto.

Quisiera creer que Fuenzalida es ese tipo de hombre, como lo fue Onorio Ferrero, su propio maestro y el mío. El hombre que acepta y se va, pero a sabiendas. No puedo estar seguro, sin embargo, a causa (creo) de la lenta erosión de su prestigio en los últimos años. Y no es que yo crea que a la muerte le importe un pito el prestigio o el desprestigio: es porque el Fwenz reaccionó defendiéndose, pataleando, fastidiándose con el mundo: en una palabra, deseando. No sé si Onorio, en sus días finales, tuvo lucidez suficiente como para no desear. Porque el final de una vida -por desasida que ésta hubiera sido- puede ser doloroso, incómodo, incluso traicionero: y uno puede ser sorprendido por esa lenta muerte deseando una mano, un vaso de agua, un pañal limpio. No cuenta, en mi opinión, como ‘deseo’ de esa naturaleza, el legítimo apetito de que la vida se acabe de una buena vez. No cuenta porque no es un desear para quedarse, es un desear para irse, que (si bien es una querencia) lo es al menos en la dirección correcta, es quizá la única aspiración digna de respeto y una que tendría que haberse manifestado desde mucho antes, desde el inicio.

Pero Onorio, y sé que también Fuenzalida, era un hombre sabio. Onorio Ferrero, mi breve y juvenil maestro, no parecía incurrir en debilidades redentoras y ni tan siquiera solidarias. Su bondad provenía toda del cuerpo búdico, no de tentaciones de la piedad judeocristiana o de los ejercicios autoritarios de Saúl de Tarso. No puedo, sin embargo, decir lo mismo del Fwenz. La caridad era para él supremamente importante. Incluso tiznaba su ebullente Tantrayᾱna.

Ya no sé quién soy, anotaba arriba, antes de que sintiera la necesidad -no yo, la tinta roja: efervescente de libertades sólo en apariencia- de prosar una elegía a los maestros fallecidos. Ésa era una de las pruebas, como lo es el diminuto tamaño de la caligrafía con la que escribo esto o el recurso a un rincón de tiempo cómplice, robado como en las mejores etapas de mi vida, y en una esquina de espacio ajeno como también ha sido antes la norma para estas páginas llenas de letras. No sé quién soy, quizá porque me he gastado ante el espejo continuo de la muerte y lo que se refleja allí ya no es un rostro sino una costumbre, una serie de estrías y rasguños que quedan como toda huella en una estela funeraria y que ni siquiera son las dulces frases del escriba lapidario, sino las huellas del tiempo y del viento. Tal es la única virtud que resta en mi posible identidad: el haber sido algo y ser hoy quizá otra cosa, pero sólo quizá, sólo ese vaho de una diferencia que en verdad no puede saberse. Soy un palimpsesto o peor, la tenue sospecha de un palimpsesto. Recuerdo haber sido de ciertas maneras y de ese recuerdo incómodo como una mancha tenaz en la camisa está hecha mi identidad actual. Poco más hay. Recuerdo que me he construido, lentamente pero cada vez más, en una firme voluntad de no persuadir, y en el conjunto de difíciles habilidades que la acompañan y que la hacen posible a pesar de (supongo) redes sociales, blogs, parentelas y epidermis. Para mí no es un secreto que dicha voluntad resulte ser más un producto del cansancio que del desprecio, pero tampoco que es posible exprimir ese cansancio en la atrocidad idiota del día a día y ver cómo destila, no digamos reprobación, pero sí desesperanza por aquellas mentes ajenas que alguna vez pudieron haber sido el objetivo de la persuasión. Esto conduce a descubrir que construir argumentos correctos fue para mí, alguna vez, una forma de la esperanza. Hoy lo es de la fantasía, de la arqueología cognitiva, o de la ficticia fusión de ambas que quisieran ser esas pocas novelas, esas miles de páginas que escribo tan lentamente y tan para nadie. 

(2011)