domingo, 7 de diciembre de 2008

Post final

No me gusta cómo se ha puesto el mundo.

No me gusta la anchura de las orientaciones del mundo, su tornasol entusiasta. Me gustaba más cuando se podía profundizar de manera duradera en un centenar de cosas útiles y buenas... que la actual ilimitada vocación de ventana de todo acto público y privado. El mensaje es ahora sólo medio: medio minuto, Windows, medio segundo, Twitter. Nada me enajena más, nada me excluye tanto, como el sampling -palabra que ni siquiera estoy seguro de entender. No entiendo el arte. Cómo podría, existiendo Hir$ch, American Idol, Yuyachkani, neoPeruvian cuisine; cómo, existiendo el éxito in vivo. No entiendo ni la cultura popular ni tampoco la ciudad letrada; no puedo seguir a los literati ni a los digerati; no tengo ‘paladar’; no entiendo nada, y me da la sensación de que no es sólo que yo esté embotado.

No suelo tolerar bien que haya alguien enojado conmigo, porque, por lo general, se trata de un error de código, y yo siempre corro a reparar esos errores. Pero últimamente quienes se enojan conmigo lo hacen (con toda razón) porque no cumplí con los términos de un acuerdo laboral. He ahí un error irreparable, porque crea inercias. (Varios errores, en realidad: lo cual agrava las cosas, las viste últimas, las pone terminales.)

No me gusta el estado de la economía. Antes yo sabía que me iba a ir económicamente mal en las márgenes de un mundo al que le iba siempre mejor. Hoy siento que soy parte de la corriente. No tener perspectivas, no comprar futuros, no tener crédito ni seguro: eso era mi existencia cotidiana. Ahora todo el mundo se asusta porque es lo que se viene. No me da ganas ni de reírme.

No puedo seguir mirando el estado de la política nacional –situación QWERTY si hay alguna. No sé cómo se hace para tolerar llamar ‘elecciones’ a estos procesos donde los peruanos hace rato que ya no tenemos ninguna elección.

Todavía me gusta ir a los cerros, pero el cuerpo duele. Uno no escala durante treinta y cinco años sin pagar facturas.

En estos últimos meses he construido tres mesas, dos repiseros, una cuna, varias lámparas, un tablero para entrenamiento y le he colocado mango nuevo a algunas honorables herramientas del siglo pasado. Por alguna razón, me sigue gustando hacer estas cosas. Pasar horas entre formones, soldimix, gutapercha, taladros, midiendo, trazando, cortando, afilando. Aceptaría una vida que sólo me encomendara tareas como éstas. Claro que si tuviera que vivir de mis aficiones y hobbies tendría que decirles a mis hijos que la vida de ellos concluye. Así que debo dejar de hacer aquello en lo que soy mejor para salir a evaluar la reforma educativa en Argentina o ganar el Herralde o cosas así, frente a las que soy muchísimo menos capaz que de disfrutar y aprovechar la olorosa veta de la madera de pino. Vivo con las manos. La mente me sirve no para vivir, sino para que de mí vivan otros.

Antes al menos tenía un cuaderno en el que dibujaba sin necesidad de pelearme con un software, en el que escribía en diagonal, en varios idiomas, en los intersticios, en tinta verde, roja, negra. Hoy tengo un blog bobo y lento y vacío y monocorde con el que me he hecho algo dañino. Me he trastornado la voz. Hoy hago con estas palabras lo que nunca quise hacer durante mis primeros treinta años: escribir hacia afuera de la caverna. Y no lo hago bien. Porque no me gusta cómo se ha puesto el mundo, porque no logro decir nada acerca de esa luz oscura, movediza, que jamás consigo enfocar.

Y esto justo cuando me he convertido en editoriable. No quiero. Si algo prueba esta página final es que escribo mejor a solas, sin que nadie me espere. Así que adiós. Ahora vuelvo al tosco fondo de la cueva, donde sólo estaban mis amigables sombras, las cadenas que aún me lían a un puñado de herramientas, y mi cuaderno.