sábado, 28 de julio de 2007

¿Plagio u homenaje?

En una esquina, sobre una robusta mesa de madera oscura que semejaba un trono, había un espectacular reloj de arena, el más grande y adornado que hubiera visto jamás. Desde la esquina, el armatoste se defendía de su arrinconamiento ofendiendo a toda la sala con su presencia formidable. El doble globo debía tener más de medio metro de alto.

Daniel se detuvo frente al objeto, la extravaganza más chalada que hubiera visto. Su doble globo de cristal, dividido por una angosta cintura, alzaba medio metro sobre la mesa, y cada globo tenía casi treinta centímetros de diámetro. El globo superior se coronaba con un anillo de oro del que sobresalían ocho parejitas compuestas, cada una, de una salamandra cabalgando sobre una rana boquiabierta. En lo más alto, aprisionando el cristal, engastado de perlas y coronado por una medialuna de plata, un casquete dorado –nada le costaba creer que de oro- se dibujaba un cielo repleto de estrellas. El perímetro estaba adornado por una banda que decía cataractae caeli apertae sunt. Se preguntó qué utilidad o sentido tendría todo eso cuando el reloj estuviera invertido: de hecho, cuatro patas rechonchas, curvadas para afuera, surgían de un segundo anillo dorado que sostenía el globo inferior de manera unívocamente vertical. Se preguntó cómo podía ser fijo un reloj de arena. En ese momento notó, depositado en la cima del cono detenido, una especie de barquito en miniatura, también de oro. Fino polvillo blanco todavía caía de su techito a dos aguas. La imagen de una barquita en la cumbre de una montaña le recordaba a... Daniel pasó los dedos por la inscripción.

-Es latín. No lo toques o Gwen nos mata- advirtió Nikalina. Daniel observó que frente al reloj ella mantenía una distancia prudente, con los pies juntos, las manos tras la espalda y el torso inclinado como si observara un arbusto aquejado de hongos; él retiró la mano y el cuerpo casi por acto reflejo.
-¿Gwen?
-Mi mamá. ¿Sabes algo de latín?
-No –replicó Daniel-. Pero es evidente que la frase tiene que ver algo con cataratas abiertas. Del cielo –añadió, considerando caeli, el casquete estrellado y la medialuna-. ¿Una lluvia?
-Una lluvia, sí. Una realmente grande. Allí dice “se abrieron las compuertas del cielo”. Este espanto representa el Diluvio Universal. Noé, el asunto del Arca, ¿recuerdas la historia? Está en la Biblia.
-Por supuesto. Pero, ¿tú sabes latín? –Daniel no quería dejar de mostrarse asombrado. Porque lo estaba. Esta chica era suficientemente rara como para ser... perfecta.
-Sólo un poco... Parece que la función de hoy acaba de terminar, hace unos minutos. Mira: el “arca” está levantada a la altura correcta por una varilla de oro. Cuando se completa el ciclo el barquito queda precisamente en la cima del cono de arena, que en ese momento es el Ararat.
-¿Y cómo se regresa la arena a la esfera de arriba?
-Gwen se da el trabajo de voltear el aparato por las noches. La mesa tiene como un soporte que se adapta al casquete superior y permite fijarlo de cabeza. Es un reloj de arena de sólo medio día.
-Bueno, el día tendrá doce horas o veinticuatro, según lo veas.
-Vulnerant omnes, ultima necat.
-¿Qué significa?
-“Todas hieren, la última mata”.
Daniel guardó silencio unos momentos.
-¿Las horas?
Ella se vovió a mirarlo, sonriente. -Las horas- aprobó. Un reloj dio las siete, una vehemencia del último sol exaltó los cristales, el aire trajo una apasionada y reconocible música húngara. Daniel preguntó:
-¿Qué es eso que suena?
-Creo que es Los Enemigos, de Jaromir Hládik –replicó ella. Mi papá lo viene escuchando desde hace días.

Me había dicho mi padre que no saliera, que la gente estaba muy agitada en Lima en estos días. Días atrás yo escuchaba hablar a los guardias de la embajada desde mi ventana. Pasaba algo con los periódicos: el gobierno los había expropiado o algo así, la policía estaba sin control... Gwen nos advirtió que avisáramos si se acercaba alguno a la casa. Le pregunté a Holek (él se no se llamaba así, pero no recuerdo por qué ése fue su nombre desde entonces) qué pasaba en la ciudad, y no supo decírmelo. De la política de su propio país no sabía más que yo, una extranjera; claro que tampoco las monjas o el resto de las chicas, pero él tenía una especie de conciencia divertida a propósito de eso, un no querer saber que entonces a mí, que quería ser marxista y era la prometedora hija mayor de un miembro del Partido, me resultaba extrañamente atractivo.

-Nikalina Kracsec, en
Sábado, novela por Enrique Prochazka, loc. cit.

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