Mi padre recuesta gallinas. Es un arte extraño, difícil y poco comprendido, cuyo desarrollo le ha tomado décadas de inspiración, perspicacia y capacidad de enmienda. Alguna vez ha intentado formar discípulos: ninguno ha tenido la paciencia o la amplitud de visión requeridas. Para muchos, para la mayoría, la posición sentada de las gallinas es la contraparte, natural y suficiente, de su pose erecta. El hecho sorprendente de que la naturaleza permita -pero de suyo no provea- otras poses, como las de una gallina echada bocarriba, los deja fríos, indiferentes.
No a mi padre. Mi padre decidió suplir esa falta, aprender a recostar de espaldas a las gallinas. Renunciar a preguntarse por los fines de esta pericia es hacerse sospechoso de nihilismo; emprender la inquisición, es postular la picota para cualquier tipo de arte, no sólo las más llevadas por el zen. Recostar gallinas, como forrar navíos o adornar cataratas o administrar la extremaunción, son actos equivalentes que ni siquiera requieren la justificación por la belleza: les resulta suficiente la espontaneidad del acto simple e innecesario.
Una gallina no se recuesta de espaldas probablemente porque, en primer lugar, no lo necesita. Pero de inmediato se suscita la cuestión de que la posición de cúbito dorsal es directa o indirectamente riesgosa para el ave más numerosa del planeta. Indirectamente, la priva de la ventaja de la altura y la facilidad de cambiar de lugar rápidamente, cuestiones fundamentales ambas para disputarle su alimento al suelo o a otras aves. De modo más directo, para casi todos los animales –salvo quizás las tamandúas- estar tirado panza arriba es una invitación para los predadores. De modo que a la gallina no sólo no se le ocurre recostarse, sino que cuando se ve recostada se turba, se azora, se conmueve y toda ella se descompone. Tras un instante de confundida alharaca está otra vez de pie y picoteando.
miércoles, 11 de julio de 2007
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