No me gusta cómo se ha puesto el mundo.
No me gusta la anchura de las orientaciones del mundo, su tornasol entusiasta. Me gustaba más cuando se podía profundizar de manera duradera en un centenar de cosas útiles y buenas... que la actual ilimitada vocación de ventana de todo acto público y privado. El mensaje es ahora sólo medio: medio minuto, Windows, medio segundo, Twitter. Nada me enajena más, nada me excluye tanto, como el sampling -palabra que ni siquiera estoy seguro de entender. No entiendo el arte. Cómo podría, existiendo Hir$ch, American Idol, Yuyachkani, neoPeruvian cuisine; cómo, existiendo el éxito in vivo. No entiendo ni la cultura popular ni tampoco la ciudad letrada; no puedo seguir a los literati ni a los digerati; no tengo ‘paladar’; no entiendo nada, y me da la sensación de que no es sólo que yo esté embotado.
No suelo tolerar bien que haya alguien enojado conmigo, porque, por lo general, se trata de un error de código, y yo siempre corro a reparar esos errores. Pero últimamente quienes se enojan conmigo lo hacen (con toda razón) porque no cumplí con los términos de un acuerdo laboral. He ahí un error irreparable, porque crea inercias. (Varios errores, en realidad: lo cual agrava las cosas, las viste últimas, las pone terminales.)
No me gusta el estado de la economía. Antes yo sabía que me iba a ir económicamente mal en las márgenes de un mundo al que le iba siempre mejor. Hoy siento que soy parte de la corriente. No tener perspectivas, no comprar futuros, no tener crédito ni seguro: eso era mi existencia cotidiana. Ahora todo el mundo se asusta porque es lo que se viene. No me da ganas ni de reírme.
No puedo seguir mirando el estado de la política nacional –situación QWERTY si hay alguna. No sé cómo se hace para tolerar llamar ‘elecciones’ a estos procesos donde los peruanos hace rato que ya no tenemos ninguna elección.
Todavía me gusta ir a los cerros, pero el cuerpo duele. Uno no escala durante treinta y cinco años sin pagar facturas.
En estos últimos meses he construido tres mesas, dos repiseros, una cuna, varias lámparas, un tablero para entrenamiento y le he colocado mango nuevo a algunas honorables herramientas del siglo pasado. Por alguna razón, me sigue gustando hacer estas cosas. Pasar horas entre formones, soldimix, gutapercha, taladros, midiendo, trazando, cortando, afilando. Aceptaría una vida que sólo me encomendara tareas como éstas. Claro que si tuviera que vivir de mis aficiones y hobbies tendría que decirles a mis hijos que la vida de ellos concluye. Así que debo dejar de hacer aquello en lo que soy mejor para salir a evaluar la reforma educativa en Argentina o ganar el Herralde o cosas así, frente a las que soy muchísimo menos capaz que de disfrutar y aprovechar la olorosa veta de la madera de pino. Vivo con las manos. La mente me sirve no para vivir, sino para que de mí vivan otros.
Antes al menos tenía un cuaderno en el que dibujaba sin necesidad de pelearme con un software, en el que escribía en diagonal, en varios idiomas, en los intersticios, en tinta verde, roja, negra. Hoy tengo un blog bobo y lento y vacío y monocorde con el que me he hecho algo dañino. Me he trastornado la voz. Hoy hago con estas palabras lo que nunca quise hacer durante mis primeros treinta años: escribir hacia afuera de la caverna. Y no lo hago bien. Porque no me gusta cómo se ha puesto el mundo, porque no logro decir nada acerca de esa luz oscura, movediza, que jamás consigo enfocar.
Y esto justo cuando me he convertido en editoriable. No quiero. Si algo prueba esta página final es que escribo mejor a solas, sin que nadie me espere. Así que adiós. Ahora vuelvo al tosco fondo de la cueva, donde sólo estaban mis amigables sombras, las cadenas que aún me lían a un puñado de herramientas, y mi cuaderno.
domingo, 7 de diciembre de 2008
viernes, 14 de noviembre de 2008
Deja que el texto se ataque solo, a ver – III
3. Las uvas indeseables
¿De dónde salió entonces ese dogma trascontinental -no te metas, oe, deja que el texto se defienda solo- que aspira a callarme ex tripode? No tengo el aparato crítico suficiente como para saberlo fuera de toda duda (y agradeceré que me lo cuenten los que saben) pero entretanto aventuro su origen en este post, tercero sobre este tema (y que sugiero leer tras mirar los dos anteriores).
Por lo que sé, el rastro distante del mantra que nos ocupa está en la “falacia de la intención” denunciada por el New Criticism norteamericano de mediados del siglo XX. En su ensayo The Intentional Fallacy (1946) los señores Monroe Beardsley y William Wimsatt señalaron que “el propósito o la intención del autor no es accesible ni tampoco deseable como estándar para juzgar el éxito de una obra de arte literaria” (mías las cursivas, pero no su carácter atroz). Sostienen los caballeros que lo único que tenemos para juzgar es evidencia interna, externa y contextual. La crítica literaria puede operar legítimamente sólo sobre la interna: es decir, sobre el texto. Lo demás no es deseable. Es materia de la biografía, el periodismo, el ampay.
Y de allí, sospecho, el siguiente hito reconocible es la proclama de “muerte al autor” de Roland Barthes (no implico que a Barthes no se le haya ocurrido el mantra de manera independiente). En su ensayo The death of the author, (1967), dice que atribuir (darle, concederle) determinado texto a un autor es imponerle un límite a dicho texto. El autor es sólo un escribiente; sus explicaciones son innecesarias, inconducentes. No tengo a Barthes ni a sus explicaciones a mano; entiendo que lo que me dice es “puesto que no podemos saberlo, no debemos intentar averiguarlo, aun cuando tengamos al autor a la mano”.
Sostengo que la admonición, doctrina, dogma o golpiza Newcritic-barthesiana tiene dos problemas. El primero es formal, y el segundo es de contexto. Los expongo a continuación.
Veamos primero el problema formal. La forma platónica reza: el texto debe defenderse a sí mismo. ¿Por qué? A) porque no está su autor para defenderlo: puesto que la mayor parte de los autores está muerto, no se puede acudir a ellos. De allí se obtiene una extraña generalización: B) ese material es irrelevante, porque -es lo más probable- lo que digan los autores acerca de sus propios textos es insincero.
Guarda allí. En cuanto a la insinceridad, la ficción misma lo es. Es más, lo es toda poética; no otra cosa significa mímesis. De modo que la posible fécula de insinceridad que fermenta en las opiniones de un autor no hace irrelevantes sus comentarios acerca de sus ‘otros’ textos insinceros. En el peor de los casos, si no los complementa, los sazona. Y en el mejor, válgame, los explica, qué diablos.
Pero el comisariato newcritic-barthesiano va más allá. De la borrosa noción de inaccesibilidad o insinceridad presunta del autor, obtiene un dogma: que la intención del autor nos resulte inaccesible a veces hace que debamos considerarla indeseable por principio (¿?) y por tanto, irrelevante siempre. ¿Es necesario que señale que esto es un obvio, frontal y desnudo argumentum ad ignorantiam? El emperador está firmemente calato: lo único que lleva puesto es la forma “puesto que YO no puedo saberlo, debe ser falso”. No hay razón, por tanto, para que el texto bajo análisis deba defenderse por sí solo, cuando hay ayuda disponible.
El segundo problema del mantra consiste en que las nuevas formas de comunicación electrónica y de participación dispersa en el ciberespacio (los blogs, los grupos y listas, el correo-e, el chat y hasta los mensajes de texto) hacen que el autor contemporáneo se halle sumamente cercano y presente cuando se trata de hacer comentarios acerca de su propia obra. Aunque sólo nos separen sesenta años, las cosas ya no son como eran en la época de los señores Beardsley y Wimsatt (a quienes imagino parecidísimos a los encantadores Statler & Waldorf, los quejicas del palco en The Muppet Show). Y pese a las condenas a muerte impuestas por Barthes, hoy el autor vivo y sus opiniones son altamente accesibles, con frecuencia al momento. Y cualquier teoría o hipótesis comunicacional que se respete –me viene a la mente la añeja distinción mcluhaniana entre medios “fríos” y “calientes”, por ejemplo- tiene que atender a los avances y cambios que se producen en el contexto tecnológico y que la afectan. A menos que se trate, como sostengo que es el caso aquí, de un dogma.
De modo que aunque hubiera sido cierto que un autor no deba entrometerse con sus textos una vez que los publicó, no resta ya razón para no revisar esa doctrina como se debe hacer con toda afirmación que se pretenda científica -aunque se trate de una ciencia hermenéutica à la Dilthey. El autor está disponible, como nunca. Y aunque la norma siga siendo acatada por la crítica y para la crítica, yo puedo seguir hablando, y así también la crítica; pero yo estaré sosteniendo, con pruebas, que la crítica se equivoca... mientras que ella se verá obligada a no tener en cuenta mis palabras. ¡Suena divertido!
El novelista boliviano Edmundo Paz Soldán, a quien no conozco, ha escrito unas líneas sumamente laudatorias acerca de algunos cuentos míos, que agradezco, junto a otras en las que entiende que me las doy de misterioso, pero que arruino el efecto al dar demasiadas justificaciones y estar muy pendiente de la forma como va a ser recibida mi obra.
Respondo: sucede, Edmundo, que yo no me las doy de misterioso. Esa es una imagen construida –contrastada- por otros. Ya he mostrado que durante muchos años mi oficina estaba abierta al público y que cualquiera se metía; que siempre he tenido una dirección electrónica disponible en línea; que antes y después de cada nombramiento público –y he tenido una decena- mi dirección y mi patrimonio aparecieron detallados en el diario oficial peruano; que hacía primeras planas mucho antes de ser 'escritor'; que conduje un programa de televisión; que acudí, participé en y presidí innumerables actos públicos repletos de periodistas, camarógrafos, fotógrafos. ¿Dónde quedó mi afán de misterio, qué forma tuvo? Supongo que algunos leyeron (y la mayoría sólo en parte) algunas líneas escritas por mí -con bastante ligereza- en 2005: que tengo escaso contacto con la gente y que en mi ciudad nadie me reconoce por la calle. Estas cosas eran bastante ciertas entonces y lo serán sin duda en adelante. Pero nunca he tenido ni tengo un átomo de pynchoniano. Ni siquiera es cierto que rechace entrevistas. Lo que pasa es que no las solicito.
No me oculto. Tampoco me exhibo. Pero, y esto es una convicción: sí, me meto profusamente en lo que escribo. Me meto y entrometo todo lo que me da la gana porque como autor no creo que los textos deban atacarse, ni por tanto tampoco defenderse, solos: porque creo que son producto de la conciencia y voluntad individuales, mías en este caso: y que estas siempre tienen algo más que decir.
Por ejemplo, en un próximo post (¿cuarto de tres, o primero de otra serie?) me apetece contarles lo que sé acerca de la repetida cercanía de CASA a la película 2001, Una Odisea del Espacio: y revelaré cómo todos –reseñistas, críticos, el mismo Vila-Matas- le han estado disparando a un HAL que no es el más pertinente. Tal vez por no saber mirar en la dirección adecuada.
O quizá, simplemente, por no preguntarme.
¿De dónde salió entonces ese dogma trascontinental -no te metas, oe, deja que el texto se defienda solo- que aspira a callarme ex tripode? No tengo el aparato crítico suficiente como para saberlo fuera de toda duda (y agradeceré que me lo cuenten los que saben) pero entretanto aventuro su origen en este post, tercero sobre este tema (y que sugiero leer tras mirar los dos anteriores).
Por lo que sé, el rastro distante del mantra que nos ocupa está en la “falacia de la intención” denunciada por el New Criticism norteamericano de mediados del siglo XX. En su ensayo The Intentional Fallacy (1946) los señores Monroe Beardsley y William Wimsatt señalaron que “el propósito o la intención del autor no es accesible ni tampoco deseable como estándar para juzgar el éxito de una obra de arte literaria” (mías las cursivas, pero no su carácter atroz). Sostienen los caballeros que lo único que tenemos para juzgar es evidencia interna, externa y contextual. La crítica literaria puede operar legítimamente sólo sobre la interna: es decir, sobre el texto. Lo demás no es deseable. Es materia de la biografía, el periodismo, el ampay.
Y de allí, sospecho, el siguiente hito reconocible es la proclama de “muerte al autor” de Roland Barthes (no implico que a Barthes no se le haya ocurrido el mantra de manera independiente). En su ensayo The death of the author, (1967), dice que atribuir (darle, concederle) determinado texto a un autor es imponerle un límite a dicho texto. El autor es sólo un escribiente; sus explicaciones son innecesarias, inconducentes. No tengo a Barthes ni a sus explicaciones a mano; entiendo que lo que me dice es “puesto que no podemos saberlo, no debemos intentar averiguarlo, aun cuando tengamos al autor a la mano”.
Sostengo que la admonición, doctrina, dogma o golpiza Newcritic-barthesiana tiene dos problemas. El primero es formal, y el segundo es de contexto. Los expongo a continuación.
Veamos primero el problema formal. La forma platónica reza: el texto debe defenderse a sí mismo. ¿Por qué? A) porque no está su autor para defenderlo: puesto que la mayor parte de los autores está muerto, no se puede acudir a ellos. De allí se obtiene una extraña generalización: B) ese material es irrelevante, porque -es lo más probable- lo que digan los autores acerca de sus propios textos es insincero.
Guarda allí. En cuanto a la insinceridad, la ficción misma lo es. Es más, lo es toda poética; no otra cosa significa mímesis. De modo que la posible fécula de insinceridad que fermenta en las opiniones de un autor no hace irrelevantes sus comentarios acerca de sus ‘otros’ textos insinceros. En el peor de los casos, si no los complementa, los sazona. Y en el mejor, válgame, los explica, qué diablos.
Pero el comisariato newcritic-barthesiano va más allá. De la borrosa noción de inaccesibilidad o insinceridad presunta del autor, obtiene un dogma: que la intención del autor nos resulte inaccesible a veces hace que debamos considerarla indeseable por principio (¿?) y por tanto, irrelevante siempre. ¿Es necesario que señale que esto es un obvio, frontal y desnudo argumentum ad ignorantiam? El emperador está firmemente calato: lo único que lleva puesto es la forma “puesto que YO no puedo saberlo, debe ser falso”. No hay razón, por tanto, para que el texto bajo análisis deba defenderse por sí solo, cuando hay ayuda disponible.
El segundo problema del mantra consiste en que las nuevas formas de comunicación electrónica y de participación dispersa en el ciberespacio (los blogs, los grupos y listas, el correo-e, el chat y hasta los mensajes de texto) hacen que el autor contemporáneo se halle sumamente cercano y presente cuando se trata de hacer comentarios acerca de su propia obra. Aunque sólo nos separen sesenta años, las cosas ya no son como eran en la época de los señores Beardsley y Wimsatt (a quienes imagino parecidísimos a los encantadores Statler & Waldorf, los quejicas del palco en The Muppet Show). Y pese a las condenas a muerte impuestas por Barthes, hoy el autor vivo y sus opiniones son altamente accesibles, con frecuencia al momento. Y cualquier teoría o hipótesis comunicacional que se respete –me viene a la mente la añeja distinción mcluhaniana entre medios “fríos” y “calientes”, por ejemplo- tiene que atender a los avances y cambios que se producen en el contexto tecnológico y que la afectan. A menos que se trate, como sostengo que es el caso aquí, de un dogma.
De modo que aunque hubiera sido cierto que un autor no deba entrometerse con sus textos una vez que los publicó, no resta ya razón para no revisar esa doctrina como se debe hacer con toda afirmación que se pretenda científica -aunque se trate de una ciencia hermenéutica à la Dilthey. El autor está disponible, como nunca. Y aunque la norma siga siendo acatada por la crítica y para la crítica, yo puedo seguir hablando, y así también la crítica; pero yo estaré sosteniendo, con pruebas, que la crítica se equivoca... mientras que ella se verá obligada a no tener en cuenta mis palabras. ¡Suena divertido!
El novelista boliviano Edmundo Paz Soldán, a quien no conozco, ha escrito unas líneas sumamente laudatorias acerca de algunos cuentos míos, que agradezco, junto a otras en las que entiende que me las doy de misterioso, pero que arruino el efecto al dar demasiadas justificaciones y estar muy pendiente de la forma como va a ser recibida mi obra.
Respondo: sucede, Edmundo, que yo no me las doy de misterioso. Esa es una imagen construida –contrastada- por otros. Ya he mostrado que durante muchos años mi oficina estaba abierta al público y que cualquiera se metía; que siempre he tenido una dirección electrónica disponible en línea; que antes y después de cada nombramiento público –y he tenido una decena- mi dirección y mi patrimonio aparecieron detallados en el diario oficial peruano; que hacía primeras planas mucho antes de ser 'escritor'; que conduje un programa de televisión; que acudí, participé en y presidí innumerables actos públicos repletos de periodistas, camarógrafos, fotógrafos. ¿Dónde quedó mi afán de misterio, qué forma tuvo? Supongo que algunos leyeron (y la mayoría sólo en parte) algunas líneas escritas por mí -con bastante ligereza- en 2005: que tengo escaso contacto con la gente y que en mi ciudad nadie me reconoce por la calle. Estas cosas eran bastante ciertas entonces y lo serán sin duda en adelante. Pero nunca he tenido ni tengo un átomo de pynchoniano. Ni siquiera es cierto que rechace entrevistas. Lo que pasa es que no las solicito.
No me oculto. Tampoco me exhibo. Pero, y esto es una convicción: sí, me meto profusamente en lo que escribo. Me meto y entrometo todo lo que me da la gana porque como autor no creo que los textos deban atacarse, ni por tanto tampoco defenderse, solos: porque creo que son producto de la conciencia y voluntad individuales, mías en este caso: y que estas siempre tienen algo más que decir.
Por ejemplo, en un próximo post (¿cuarto de tres, o primero de otra serie?) me apetece contarles lo que sé acerca de la repetida cercanía de CASA a la película 2001, Una Odisea del Espacio: y revelaré cómo todos –reseñistas, críticos, el mismo Vila-Matas- le han estado disparando a un HAL que no es el más pertinente. Tal vez por no saber mirar en la dirección adecuada.
O quizá, simplemente, por no preguntarme.
jueves, 13 de noviembre de 2008
Deja que el texto se ataque solo, a ver - II
Este es el segundo de una serie de tres posts que empecé ayer y que de repente terminan siendo cuatro.
2. Entonces la Casa lo atacó
Pasaron los años. Un crítico publicó en línea un ensayo que hallaba que mi novela CASA era una de las secuelas literarias que dejó el ‘chino’ en el Perú: clara consecuencia de los años de fujimorismo… y así la agrupaba con La hora azul, de Cueto, y Abril rojo, de Roncagliolo. A pesar de la plausible creatividad del acto de aborregar una novela sobre el albismo con esos otros libros de colores, tamaño propter hoc me llamaba a risa. Y me reí de buena gana ante la pantalla.
También -durante un momento- me provocó ofrecerle al señor una minuciosa explicación de por qué las cosas no eran como él sostenía. Pero de inmediato cambié de idea: razoné que si un crítico literario es también un comunicador que hace indagaciones profesionales y que va a emitir una opinión tras haber investigado, debería poderse aplicar a su trabajo las normas fundamentales del periodismo de investigación. En este caso, la muy sensata norma de pedir la opinión de las partes involucradas. Y comoquiera que él no me había llamado o escrito para preguntar si acaso el fujimorismo había incubado (de alguna manera; de cualquier manera; incluyendo con algarabía, vamos, a las más esotéricas y alabeadas de las maneras) mi historia sobre el arquitecto de la costa este que repite el viaje iniciático de R. Buckminster Fuller entre unos indios de Labrador, completamente desarmado, colgué en su bitácora un brevísimo comment con mi risa original: invitado o pateado yo mismo lejos de la lógica por su ilogicidad.
No le gustó mi comentario; me respondió vía correo electrónico. En el compacto mail en que exponía sus argumentos, en el duro mail en que con todo derecho defendía su texto, me recordaba el serísimo dogma que yo estaba rompiendo: “no debe usted saltar a defender su texto, señor; su texto debe defenderse solo”. Plancha quemada, compadre, pensé: ¿y qué haces defendiendo tú al tuyo?
Seamos serios. Le expliqué, a vuelta de e-mail, que mi novela nació de una idea que tuve para un cuento corto en 1988; que su argumento tomó forma cabal hacia 1989, que progresó un año más y que anduvo guardada durante los años del fujimorismo –no negaré que recombinándose- hasta que la retomé en la segunda mitad de 2000. Y que si CASA se debía a un contexto político, ese sería el del primer gobierno de García, con un rabito en el de Toledo.
Lo más interesante de este accidentado intercambio es que desde entonces este crítico ha retirado la mención a CASA de su argumento: en su nueva versión ya no estoy renegando del fujimorismo junto a Cueto y Roncagliolo. Me pregunto por qué. ¿Quizá porque, ahora, el crítico había sido informado de cierto dato relevante por el autor? I rest my case.
En su ensayo crítico Desaparecer por duplicado, los mitos traslaticios de Prochazka, Gustavo Faverón ha dado a entender que en los temas como (gloso:) la división inacabable, el feedback entre represión y subversión, el mal como consecuencia del supremo poder, la guerra caníbal, la violencia inaguantable de las conquistas, etc. se revela que los cuentos de Un Único Desierto no evaden al Perú, como ha querido verlo otra crítica. No intento argüír que no haya una posible relación entre CASA y el momento político y contexto social en el cual fue escrita. Pero hay una enorme distancia entre no evadir y provenir: persiste allí la gorda falacia ante hoc, (o cum hoc) ergo propter hoc al suponerse que anterioridad o simultaneidad implican causación. Y no estaría de más, en la investigación, atender a una cronología que yo ya había hecho pública más de una vez.
Y mañana sigo.
2. Entonces la Casa lo atacó
Pasaron los años. Un crítico publicó en línea un ensayo que hallaba que mi novela CASA era una de las secuelas literarias que dejó el ‘chino’ en el Perú: clara consecuencia de los años de fujimorismo… y así la agrupaba con La hora azul, de Cueto, y Abril rojo, de Roncagliolo. A pesar de la plausible creatividad del acto de aborregar una novela sobre el albismo con esos otros libros de colores, tamaño propter hoc me llamaba a risa. Y me reí de buena gana ante la pantalla.
También -durante un momento- me provocó ofrecerle al señor una minuciosa explicación de por qué las cosas no eran como él sostenía. Pero de inmediato cambié de idea: razoné que si un crítico literario es también un comunicador que hace indagaciones profesionales y que va a emitir una opinión tras haber investigado, debería poderse aplicar a su trabajo las normas fundamentales del periodismo de investigación. En este caso, la muy sensata norma de pedir la opinión de las partes involucradas. Y comoquiera que él no me había llamado o escrito para preguntar si acaso el fujimorismo había incubado (de alguna manera; de cualquier manera; incluyendo con algarabía, vamos, a las más esotéricas y alabeadas de las maneras) mi historia sobre el arquitecto de la costa este que repite el viaje iniciático de R. Buckminster Fuller entre unos indios de Labrador, completamente desarmado, colgué en su bitácora un brevísimo comment con mi risa original: invitado o pateado yo mismo lejos de la lógica por su ilogicidad.
No le gustó mi comentario; me respondió vía correo electrónico. En el compacto mail en que exponía sus argumentos, en el duro mail en que con todo derecho defendía su texto, me recordaba el serísimo dogma que yo estaba rompiendo: “no debe usted saltar a defender su texto, señor; su texto debe defenderse solo”. Plancha quemada, compadre, pensé: ¿y qué haces defendiendo tú al tuyo?
Seamos serios. Le expliqué, a vuelta de e-mail, que mi novela nació de una idea que tuve para un cuento corto en 1988; que su argumento tomó forma cabal hacia 1989, que progresó un año más y que anduvo guardada durante los años del fujimorismo –no negaré que recombinándose- hasta que la retomé en la segunda mitad de 2000. Y que si CASA se debía a un contexto político, ese sería el del primer gobierno de García, con un rabito en el de Toledo.
Lo más interesante de este accidentado intercambio es que desde entonces este crítico ha retirado la mención a CASA de su argumento: en su nueva versión ya no estoy renegando del fujimorismo junto a Cueto y Roncagliolo. Me pregunto por qué. ¿Quizá porque, ahora, el crítico había sido informado de cierto dato relevante por el autor? I rest my case.
En su ensayo crítico Desaparecer por duplicado, los mitos traslaticios de Prochazka, Gustavo Faverón ha dado a entender que en los temas como (gloso:) la división inacabable, el feedback entre represión y subversión, el mal como consecuencia del supremo poder, la guerra caníbal, la violencia inaguantable de las conquistas, etc. se revela que los cuentos de Un Único Desierto no evaden al Perú, como ha querido verlo otra crítica. No intento argüír que no haya una posible relación entre CASA y el momento político y contexto social en el cual fue escrita. Pero hay una enorme distancia entre no evadir y provenir: persiste allí la gorda falacia ante hoc, (o cum hoc) ergo propter hoc al suponerse que anterioridad o simultaneidad implican causación. Y no estaría de más, en la investigación, atender a una cronología que yo ya había hecho pública más de una vez.
Y mañana sigo.
miércoles, 12 de noviembre de 2008
Deja que el texto se ataque solo, a ver - I
Esto me ha quedado demasiado largo, así que lo separaré en tres posts que mejor serán leidos de la manito, uno tras otro. Allá va el primero; colgaré los otros dos en días sucesivos.
1. El mundo zen del planeta Mongo
Uno nace como autor y de inmediato se da cuenta de que la cancha está inclinada: de que ha llegado a un planeta desparejo en el que los críticos y comentaristas ya han dispuesto las reglas a su favor. Concretamente, que tienen listo un ‘argumento’ para callarnos y hacer su trabajo en paz. Es posible que alguna vez se haya tratado de un argumento formal, genuino; pero ahora es bastante menos, y es mucho más. Ahora es un dogma -con toda la avasalladora brutalidad de los dogmas- y es un mantra -con mucha de la eficiente irracionalidad de los mantras. Esta potente arma para silenciar autores está contenida en la frase: el texto debe defenderse solo.
Hace mucho tiempo que los estudiosos impusieron tamaña insensatez lógica en las facultades de lingüística y literatura y ahora no pocos autores contemporáneos están secuestrados por ese admonitorio shut yourself up que, según sostengo, es sólo una de las reglas del juego que la crítica ha inventado para sí: como tal, es la norma para su sandbox, una propedéutica –y una sumamente discutible, como espero mostrar- con vocación de anteojeras, que traza en la página las líneas dobles entre las cuales los nuevos aspirantes a críticos pueden hacer legítimamente su plana. Será todo eso: pero nada de ello resulta aplicable al autor. Pretenderlo es tan incompetente como recordarle a un hombre que carga costales por un tablón mientras mastica un sánguche que eso no le está permitido, porque el peón avanza de frente pero come de costado.
Lamentable, entonces, es comprobar que algunos autores se dejan conducir por ese mantra. Posiblemente esto empezó con unos cuantos cooptados: poetas y narradores que estudiaron literatura en esas facultades y que siendo alumnos escucharon y anotaron untuosamente el dogma que ahí se les ofrecía, quizá deshojado ya de su aparato crítico, de antítesis, de una simple prueba ácida de reducción al absurdo que lo hubiera, pues, devuelto al planeta Mongo de donde nunca debió alejarse (o lo hubiera enviado a su otra dirección: Religiones Comparadas 201). Y entonces estos autores–literatos crecieron teniéndole respeto, tal vez pánico, al dogma aquél. Crecieron teniéndolo por cierto, acatándolo incluso desde la perspectiva de que ha creado un texto propio mediante la intervención de su voluntad, es de esperar que principalmente.
Pienso que fue así como esta ortodoxia boba, este miedo a la herejía se contagió a muchos otros. Ahora basta que un autor exprese una opinión acerca de lo que ha dicho determinada corriente crítica acerca de su obra para que de todas las rendijas salga a relucir afiladísimo el ominoso mantra, rápido como un spray de gas pimienta o una picana eléctrica en manos de una señorita que teme ser violada. “¡Deja que tu texto se defienda solo, oe!” es una llamada a las armas, al apanado, al callejón oscuro: es una grita de guerra que cuenta con que el otro se rendirá porque sabe -debería saber- que ha roto terriblemente las reglas. “¡Plancha quemada! ¡Aquí hay un autor defendiendo a su texto! ¡A él!” Y el pobre autor huye, escarba y se esconde bajo tierra, avergonzadísimo de ser tamaño aguafiestas, de haberse atrevido a hablar él acerca de su propia obra mientras toda su lectoría -crítica y no- se permite opinar del texto con la mayor libertad y menor información.
El texto debe defenderse solo, hossanna aleluya hare hare. La oí por primera vez en los ochenta. Por esos años se recitaban en la PUCP cosas aún más ofensivas para la razón, cosas como todo acto o voz genial viene del pueblo e incluso –esta todavía se escucha- hay que ir a triunfar al Mundial, de modo que no le hice demasiado caso. Más tarde, ya en los noventa, la oí repetida por literatos cada vez más jóvenes y bien vestidos. Lo curioso es que la declamaban siempre igual, quizá con alguna interjección añadida. En bocas diferentes y en universidades diversas la frase era sospechosamente idéntica a sí misma, lo que confirmaba su origen común, su carácter de propaganda, su tenor decididamente dogmático. Luego noté que, mirada ya con más calma, la proposición tenía ribetes de puntillazo zen, de un kóan como el alucinado “los dientes de la tabla tienen pelos”. Había en “deja que el texto se defienda, ón” un candado de hermetismo taoísta, el hint de una llave Shaolin inspirada en un ideograma críptico. Yo pensaba (racional, tozudamente occidental, falogocéntrico): ¿por qué ha de defenderse a sí mismo un texto al que no se le permitió que se ataque a sí mismo? Si no te parece que mi texto requiere de mi ayuda para defenderse, a mí no me parece que requiera de la tuya para atacarse. Qué vainas.
Mañana sigo.
1. El mundo zen del planeta Mongo
Uno nace como autor y de inmediato se da cuenta de que la cancha está inclinada: de que ha llegado a un planeta desparejo en el que los críticos y comentaristas ya han dispuesto las reglas a su favor. Concretamente, que tienen listo un ‘argumento’ para callarnos y hacer su trabajo en paz. Es posible que alguna vez se haya tratado de un argumento formal, genuino; pero ahora es bastante menos, y es mucho más. Ahora es un dogma -con toda la avasalladora brutalidad de los dogmas- y es un mantra -con mucha de la eficiente irracionalidad de los mantras. Esta potente arma para silenciar autores está contenida en la frase: el texto debe defenderse solo.
Hace mucho tiempo que los estudiosos impusieron tamaña insensatez lógica en las facultades de lingüística y literatura y ahora no pocos autores contemporáneos están secuestrados por ese admonitorio shut yourself up que, según sostengo, es sólo una de las reglas del juego que la crítica ha inventado para sí: como tal, es la norma para su sandbox, una propedéutica –y una sumamente discutible, como espero mostrar- con vocación de anteojeras, que traza en la página las líneas dobles entre las cuales los nuevos aspirantes a críticos pueden hacer legítimamente su plana. Será todo eso: pero nada de ello resulta aplicable al autor. Pretenderlo es tan incompetente como recordarle a un hombre que carga costales por un tablón mientras mastica un sánguche que eso no le está permitido, porque el peón avanza de frente pero come de costado.
Lamentable, entonces, es comprobar que algunos autores se dejan conducir por ese mantra. Posiblemente esto empezó con unos cuantos cooptados: poetas y narradores que estudiaron literatura en esas facultades y que siendo alumnos escucharon y anotaron untuosamente el dogma que ahí se les ofrecía, quizá deshojado ya de su aparato crítico, de antítesis, de una simple prueba ácida de reducción al absurdo que lo hubiera, pues, devuelto al planeta Mongo de donde nunca debió alejarse (o lo hubiera enviado a su otra dirección: Religiones Comparadas 201). Y entonces estos autores–literatos crecieron teniéndole respeto, tal vez pánico, al dogma aquél. Crecieron teniéndolo por cierto, acatándolo incluso desde la perspectiva de que ha creado un texto propio mediante la intervención de su voluntad, es de esperar que principalmente.
Pienso que fue así como esta ortodoxia boba, este miedo a la herejía se contagió a muchos otros. Ahora basta que un autor exprese una opinión acerca de lo que ha dicho determinada corriente crítica acerca de su obra para que de todas las rendijas salga a relucir afiladísimo el ominoso mantra, rápido como un spray de gas pimienta o una picana eléctrica en manos de una señorita que teme ser violada. “¡Deja que tu texto se defienda solo, oe!” es una llamada a las armas, al apanado, al callejón oscuro: es una grita de guerra que cuenta con que el otro se rendirá porque sabe -debería saber- que ha roto terriblemente las reglas. “¡Plancha quemada! ¡Aquí hay un autor defendiendo a su texto! ¡A él!” Y el pobre autor huye, escarba y se esconde bajo tierra, avergonzadísimo de ser tamaño aguafiestas, de haberse atrevido a hablar él acerca de su propia obra mientras toda su lectoría -crítica y no- se permite opinar del texto con la mayor libertad y menor información.
El texto debe defenderse solo, hossanna aleluya hare hare. La oí por primera vez en los ochenta. Por esos años se recitaban en la PUCP cosas aún más ofensivas para la razón, cosas como todo acto o voz genial viene del pueblo e incluso –esta todavía se escucha- hay que ir a triunfar al Mundial, de modo que no le hice demasiado caso. Más tarde, ya en los noventa, la oí repetida por literatos cada vez más jóvenes y bien vestidos. Lo curioso es que la declamaban siempre igual, quizá con alguna interjección añadida. En bocas diferentes y en universidades diversas la frase era sospechosamente idéntica a sí misma, lo que confirmaba su origen común, su carácter de propaganda, su tenor decididamente dogmático. Luego noté que, mirada ya con más calma, la proposición tenía ribetes de puntillazo zen, de un kóan como el alucinado “los dientes de la tabla tienen pelos”. Había en “deja que el texto se defienda, ón” un candado de hermetismo taoísta, el hint de una llave Shaolin inspirada en un ideograma críptico. Yo pensaba (racional, tozudamente occidental, falogocéntrico): ¿por qué ha de defenderse a sí mismo un texto al que no se le permitió que se ataque a sí mismo? Si no te parece que mi texto requiere de mi ayuda para defenderse, a mí no me parece que requiera de la tuya para atacarse. Qué vainas.
Mañana sigo.
sábado, 8 de noviembre de 2008
René Descartes y Hugo Garavito
He estado largas semanas sin colocar ningún post, en parte porque estaba metido en mi novela, en parte porque acaba de nacer mi cuarto hijo, Samuel, aquí en Estocolmo (y aunque la experiencia de los tres nacimientos y paternidades anteriores pesa, el encomendarse a una de estas cosas en un idioma desconocido y con una fuerte gripe arriba del paralelo 60 N en noviembre no es poquita cosa). Empezaban a acumularse temas sobre los que había planeado postear, y ya se ve (por el último de mis posts) que hay algunos a los que yo no debería meterme. En fin, creo que vale la pena que me despercuda un poco de esta agenda pesada soltando en líneas más ligeras lo que me apetece decir. Todavía.
Cierta vez, al final de mi vida escolar me parece, yo estaba tirado en mi cama leyendo las Meditaciones Metafísicas (o quizás el Discurso del Método, se me ha borrado) y llegué a esa parte extraordinaria donde Descartes se encomienda a la Virgen María para que lo ayude en su búsqueda de una fundamentación sólida de la ciencia, que como sabemos pasa primero por el ego cogito y de inmediato por una doble demostración de la existencia de Dios. Tamaña paradoja no dejaba de fastidiarme la lectura. En ese momento se coló Hugo Garavito a mi cuarto.
-¡Hola!
-Hola.
-¿Qué lees?
-Descartes. Hay una vaina que no entiendo.
-¡Ah! ¡Yo te explico Descartes!
Huguito era mi primo hermano. Venía de graduarse en sus estudios de periodismo en la Universidad de Navarra y pasaba por casa a visitar a nuestra abuela común, que tenía bien poco de común y vivía con su hija, que era y sigue siendo mi madre, Reneé Garavito. En media hora mi primo repasó mi Descartes, aprovechó para burlarse de todo el racionalismo y el proyecto moderno, y contó media docena de chismes selectos sobre Condillac, Spinoza, Leibniz y el episodio en el cual Descartes se había visto obligado a desenvainar su espada durante un intento de atraco en un embarcadero. Finalmente, ñato de risa, Hugo me contó que en mala hora Descartes había aceptado una invitación del rey de Suecia a venirse a vivir a Estocolmo a enseñarle, cómo no, filosofía (¿cuándo aprenderemos los filósofos lo insensato de pretender enseñarle algo al soberano? ¿No bastaba la larga lección de Platón?). Pero al monarca sueco le gustaba levantarse muy temprano y fijó la hora de las clases a las cinco de la mañana; el profe Descartes pescó una pulmonía y se murió precisamente aquí, en Estocolmo.
De esa lección chismosa y divertida que me propinó Hugo han pasado más de treinta años. En esas tres décadas nos alejamos por motivos familiares y años después nos volvimos a encontrar, y esta vez a hacer amigos, por razones de estado. (Curioso que hubiera sido el mal estado de la razón el que nos reuniera por primera vez en torno a un tema filosófico). Entre el final del fujimorismo y los inicios del segundo gobierno de García Hugo y yo fuimos ambos funcionarios del estado peruano. Alguna vez se me exigió contratarlo, bajo presiones de Eliane Karp, en el Ministerio de Educación, me parece que a su salida de la dirección de El Peruano. Me negué, no sólo porque era una contratación que no necesitaba en mi equipo -aunque hubiera sido divertidísimo- sino porque, desde luego, era mi primo. Y aunque la figura no está directamente sancionada en la ley contra el nepotismo -que, dicho sea de paso, echa por tierra la presunción de inocencia- ni él ni yo necesitábamos que se nos acuse, por más que no hubiera delito. Así que se fue a la Biblioteca Nacional.
Almorzábamos juntos con frecuencia. Cierta vez me invitó al Parque de la Muralla. Fui a buscarlo a su oficina en la municipalidad de Lima, y sugirió que camináramos a través de Plaza de Armas, junto a Palacio y al Cordano, hasta el nuevo parque que él cuidaba y del cual se enorgullecía como si fuera realmente suyo. Fueron cuatro cuadras durante las cuales deben haberlo saludado cuarenta o cincuenta personas: los taxistas, las señoras, los ambulantes, los locos de la calle se paraban a gritarle "Garabato", saludándolo con esa especie de cariño y familiaridad que siente el público con una figura que es imitada en los Chistosos, en el programa de Carlos Álvarez. Hugo estaba entretenidísimo con su celebridad, por la que no daba un centavo.
-Oye Hugo, ¡pero aquí tienes un capital político tremendo!
-Pero claro, ¿por qué crees que en el partido me detestan? ¡Jajaja!
Cuando pasábamos junto al bar Cordano, comentó que una vez estaba sentado allí dentro cuando pasó por la puerta un niño de la mano de su apurada madre. El niño lo vio, lo "reconoció", y avisó a su mami:
-¡Mamá, mamá! ¡Mira, allí está... Carlos Álvarez!
A Hugo lo regocijaban estas anécdotas, todo el ambiente de fiesta que se hacía en torno a su figura, a causa de su figura -o falta de ella. Acudía puntualmente a las presentaciones de mis libros; atraía tanto la atención que no tardaba en irse, riendo, con el libro autografiado por su primo Quique bajo el brazo. No daba medio por mí, tampoco, aunque sé que le gustó CASA. Un día me dijo que tenía una novela y quería hablar con mi editor. Encontrar a Esteban Quiroz siempre ha sido una hazaña, pero en un plazo sorprendentemente breve Hugo tenía publicada su novela sobre Piérola, que me honró presentar en el CC de la PUC, y que es mucho mejor que un libro de historia (que los cien o doscientos que se habrá leido Hugo sobre el periodo) para entender ese tramo de la historia peruana.
Antes de mi viaje a Suecia estuve demasiado atareado para despedirme de él. Hablamos por teléfono; con seguridad cruzamos algunos chismes y chistes políticos. Luego, ya en Estocolmo, supe de su internamiento, lo que a la luz de su largo espanto por la ciencia médica y sus practicantes sonaba como una muy mala noticia (es absolutamente cierto que una vez, hace años, se escapó del Hospital Rebagliati en sus pijamas). Pulmonía. Días de espera, más enterado por los diarios y blogs -universalmente respetuosos, ahora- que por la familia. Y entonces, la noticia de su muerte, de pulmonía, mientras yo estoy aquí congelándome.
Sé que a mi querido primo le hubieran gustado la ironía, la coincidencia, el chismorreo, y desde luego el éxito de la lección.
Cierta vez, al final de mi vida escolar me parece, yo estaba tirado en mi cama leyendo las Meditaciones Metafísicas (o quizás el Discurso del Método, se me ha borrado) y llegué a esa parte extraordinaria donde Descartes se encomienda a la Virgen María para que lo ayude en su búsqueda de una fundamentación sólida de la ciencia, que como sabemos pasa primero por el ego cogito y de inmediato por una doble demostración de la existencia de Dios. Tamaña paradoja no dejaba de fastidiarme la lectura. En ese momento se coló Hugo Garavito a mi cuarto.
-¡Hola!
-Hola.
-¿Qué lees?
-Descartes. Hay una vaina que no entiendo.
-¡Ah! ¡Yo te explico Descartes!
Huguito era mi primo hermano. Venía de graduarse en sus estudios de periodismo en la Universidad de Navarra y pasaba por casa a visitar a nuestra abuela común, que tenía bien poco de común y vivía con su hija, que era y sigue siendo mi madre, Reneé Garavito. En media hora mi primo repasó mi Descartes, aprovechó para burlarse de todo el racionalismo y el proyecto moderno, y contó media docena de chismes selectos sobre Condillac, Spinoza, Leibniz y el episodio en el cual Descartes se había visto obligado a desenvainar su espada durante un intento de atraco en un embarcadero. Finalmente, ñato de risa, Hugo me contó que en mala hora Descartes había aceptado una invitación del rey de Suecia a venirse a vivir a Estocolmo a enseñarle, cómo no, filosofía (¿cuándo aprenderemos los filósofos lo insensato de pretender enseñarle algo al soberano? ¿No bastaba la larga lección de Platón?). Pero al monarca sueco le gustaba levantarse muy temprano y fijó la hora de las clases a las cinco de la mañana; el profe Descartes pescó una pulmonía y se murió precisamente aquí, en Estocolmo.
De esa lección chismosa y divertida que me propinó Hugo han pasado más de treinta años. En esas tres décadas nos alejamos por motivos familiares y años después nos volvimos a encontrar, y esta vez a hacer amigos, por razones de estado. (Curioso que hubiera sido el mal estado de la razón el que nos reuniera por primera vez en torno a un tema filosófico). Entre el final del fujimorismo y los inicios del segundo gobierno de García Hugo y yo fuimos ambos funcionarios del estado peruano. Alguna vez se me exigió contratarlo, bajo presiones de Eliane Karp, en el Ministerio de Educación, me parece que a su salida de la dirección de El Peruano. Me negué, no sólo porque era una contratación que no necesitaba en mi equipo -aunque hubiera sido divertidísimo- sino porque, desde luego, era mi primo. Y aunque la figura no está directamente sancionada en la ley contra el nepotismo -que, dicho sea de paso, echa por tierra la presunción de inocencia- ni él ni yo necesitábamos que se nos acuse, por más que no hubiera delito. Así que se fue a la Biblioteca Nacional.
Almorzábamos juntos con frecuencia. Cierta vez me invitó al Parque de la Muralla. Fui a buscarlo a su oficina en la municipalidad de Lima, y sugirió que camináramos a través de Plaza de Armas, junto a Palacio y al Cordano, hasta el nuevo parque que él cuidaba y del cual se enorgullecía como si fuera realmente suyo. Fueron cuatro cuadras durante las cuales deben haberlo saludado cuarenta o cincuenta personas: los taxistas, las señoras, los ambulantes, los locos de la calle se paraban a gritarle "Garabato", saludándolo con esa especie de cariño y familiaridad que siente el público con una figura que es imitada en los Chistosos, en el programa de Carlos Álvarez. Hugo estaba entretenidísimo con su celebridad, por la que no daba un centavo.
-Oye Hugo, ¡pero aquí tienes un capital político tremendo!
-Pero claro, ¿por qué crees que en el partido me detestan? ¡Jajaja!
Cuando pasábamos junto al bar Cordano, comentó que una vez estaba sentado allí dentro cuando pasó por la puerta un niño de la mano de su apurada madre. El niño lo vio, lo "reconoció", y avisó a su mami:
-¡Mamá, mamá! ¡Mira, allí está... Carlos Álvarez!
A Hugo lo regocijaban estas anécdotas, todo el ambiente de fiesta que se hacía en torno a su figura, a causa de su figura -o falta de ella. Acudía puntualmente a las presentaciones de mis libros; atraía tanto la atención que no tardaba en irse, riendo, con el libro autografiado por su primo Quique bajo el brazo. No daba medio por mí, tampoco, aunque sé que le gustó CASA. Un día me dijo que tenía una novela y quería hablar con mi editor. Encontrar a Esteban Quiroz siempre ha sido una hazaña, pero en un plazo sorprendentemente breve Hugo tenía publicada su novela sobre Piérola, que me honró presentar en el CC de la PUC, y que es mucho mejor que un libro de historia (que los cien o doscientos que se habrá leido Hugo sobre el periodo) para entender ese tramo de la historia peruana.
Antes de mi viaje a Suecia estuve demasiado atareado para despedirme de él. Hablamos por teléfono; con seguridad cruzamos algunos chismes y chistes políticos. Luego, ya en Estocolmo, supe de su internamiento, lo que a la luz de su largo espanto por la ciencia médica y sus practicantes sonaba como una muy mala noticia (es absolutamente cierto que una vez, hace años, se escapó del Hospital Rebagliati en sus pijamas). Pulmonía. Días de espera, más enterado por los diarios y blogs -universalmente respetuosos, ahora- que por la familia. Y entonces, la noticia de su muerte, de pulmonía, mientras yo estoy aquí congelándome.
Sé que a mi querido primo le hubieran gustado la ironía, la coincidencia, el chismorreo, y desde luego el éxito de la lección.
viernes, 10 de octubre de 2008
PUBRICITU IL CUCUDRILU
Molesto con el texto, y mientras intentaba hacer un post sobre René Descartes y Hugo Garavito, que descanse en paz, hice un esfuerzo por leer el interlineado de lo que está sucediendo en Perú (vamos,en el Cercado de Lima) en estos días. Pero el interlineado es muy chiquito y yo soy miope. Igual, me voy a meter un poco en esto, ahora que a unas cuadras de aquí han otorgado el premio Nóbel a otro pata que no conozco pero que es igualito al Charlton Heston de from my dead, cold hands.
Primero, diré que a la busqueda de Rómulo León Alegría ni siquiera hay que esforzarse para darle la forma del célebre rastrillaje de Montesinos por Fuji en Chaclacayo, pues de suyo ya la tiene. O, como dice un comment que he leido por ahí, se parece más todavía a la de Polay & Co. del Castro Castro, por aquel túnel, digamos, anchadito, facilitado.
Demasiado ostensiblemente, se nos ha demostrado que García está enojado con Rómulo, que “no puede verlo”. Es verdad, dicen todos, así eran las cosas ya antes de esto. Pero yo no creo que sea sólo porque era corrupto. Creo que AGP no lo quiere cerca porque ya sabìa que Rómulo era un corrupto torpe, llamativo, un jettatore que atrae mucha luz para las Grandes Operaciones. ¿Quién sabe? Yo creo que Hernán, por ejemplo, sabe.
En El Comercio de hoy, Juan Paredes Castro admite que chuponear no está bien, pero que ayuda a ventilar verdades. O sea que no pero sí. Verdades que deberían ventilarse de otras maneras, tan ventiladas que al final no tendrían que suceder. Su texto es una advertencia y una hoja de ruta para AGP y cualquiera que venga despues, sin olvidar un lapo al Congreso este cuya sinvergüencería (que no se desvía ni un ápice del estándar, digo yo) tiene aparentemente hartos a todos los rasgavestiduras de siempre. Es decir, releyendo a Paredes Castro (esos no son apellidos, son toda una fortificación): “Tenemos un as en la manga, un as jodido que es un sistema informal de control del poder, un arma de destrucción masiva que excede a las armas convencionales de las que suele disponer el periodismo usual. No queremos usarla, pero no nos tiembla la mano”. O más bien, "ya dejó de temblar la de Alejandro y ahora está (más o menos) firme en la de Paco”.
Más o menos firme. Difícil responsabilidad, jodidos compromisos... Deben haber pasado varias noches dificiles allá en el Jirón Miró Quesada. Pregunta: ¿calcularon o no calcularon la coincidencia con la crisis mundial de la bolsa, con la sensación de que "a nosotros no nos afectará tanto" que nos ofrecía AGP? Creo que lo venían postergando meses y cuando ya habían decidido soltarlo aquello otro estalló y no pudieron más.
Y mientras que desde la otra puerta Alvarez Rodrich le baja el dedo con roche, en EC el tratamiento de la noticia de la frustradas presentación y persecución se endurece contra el todavía Premier Del Castillo y el still Ministro del Interior, Alva Castro –a quien Del Castillo obviamente no controla, cosa que le están recordando ahora más frontalmente que antes.
Así, jugando en pared con Paredes, el tibión editorial de EC hoy puede leerse como lo que quiere parecer, una serie de recomendaciones de buen sentido… o como lo que es, una educada lista de órdenes, o al menos la parte maximalista de los términos duros de una negociación, que incluye una oferta de alianza a Palacio. Supongo que AGP estará tentado de aceptarla. Or, else.
No pretendo conocer mejor la realidad politica que la direccion de EC (yo, imagínense) pero creo que –al margen de cualquier cosa que conserven bajo esa manga, y seguro que la tienen- sobrevaloran su capacidad de enforcement. Ninguna presion ética o económica, ni siquiera la amenaza de la fuerza (que no digo que esté siendo convocada: no lo está) puede obligar a un discapacitado a ejercer la capacidad que no tiene. Y el Congreso simplemente no puede portarse como se le pide. Desde luego que no lo hará. Los otorongos no perderán la oportunidad de disfrazarse de catones, de exhibir como ratas a los ministros -sólo porque los ministros suelen tener la oportunidad cotidiana de embolsicarse cifras con dos o tres ceros más que ellos. Piconería, principalmente. Lo cual nos deja con la pregunta de qué hará EC al respecto, con el calor que siente bajo la manga.
Ayer Lourdes reclamaba que “el Consejo de Ministros debería estar presidido por una persona que inspire confianza por su conducta ética y brinde solvencia en materia económica.” Richard Webb, sugirió: en ese largo esfuerzo para salir de la piscina que la entretiene desde hace semanas. Pero hoy La República ve premieres hasta en la sopa y no menciona a Richard. Evidentemente, postula a Yehude y cuela a Meche. Por presión de... Meche, vamos, qué duda cabe. ¿Meche al premierato? No, no conjuga. ¿Para qué?
Mención curiosa en este chongo: la de OEI. Tengo a Ignacio López Soria por persona honesta, si bien no ajena a los roces y rodillazos bajo el cinturón de la política de los organismos internacionales, que le he visto dar y recibir. En cuanto al procedimiento para preparar y presentar un borrador de convenio, el sugerido por ILS es el estándar: hay decenas de esos convenios dando vueltas por los ministerios y es cosa de copiar uno general y añadirle lo especifico; yo mismo lo he hecho más de una vez. Pero ¿da eso para controlar el destino del la licitación? Creo que no; hace falta mucho más. Por tanto, ¿quién es el “Jordi” al que había que nombrar? La OEI suele salvar a ministros lentejas de procesos de compra que se caen –por un precio, claro- pero no es tan fácil saltarse a CONSUCODE.
O bien yo, felizmente, nunca aprendí a hacerlo y por eso salí bien parado de la función pública, con mi Escarabajo VW.
Mi polo que decía YO♥SNIP sigue por ahí, veré si lo encuentro. Y ojalá no tenga que volver a hablar sobre esto. Ni sobre el Charlton Heston cold hands nóbel.
Ojalá no tenga que volver a hablar sobre nada.
Primero, diré que a la busqueda de Rómulo León Alegría ni siquiera hay que esforzarse para darle la forma del célebre rastrillaje de Montesinos por Fuji en Chaclacayo, pues de suyo ya la tiene. O, como dice un comment que he leido por ahí, se parece más todavía a la de Polay & Co. del Castro Castro, por aquel túnel, digamos, anchadito, facilitado.
Demasiado ostensiblemente, se nos ha demostrado que García está enojado con Rómulo, que “no puede verlo”. Es verdad, dicen todos, así eran las cosas ya antes de esto. Pero yo no creo que sea sólo porque era corrupto. Creo que AGP no lo quiere cerca porque ya sabìa que Rómulo era un corrupto torpe, llamativo, un jettatore que atrae mucha luz para las Grandes Operaciones. ¿Quién sabe? Yo creo que Hernán, por ejemplo, sabe.
En El Comercio de hoy, Juan Paredes Castro admite que chuponear no está bien, pero que ayuda a ventilar verdades. O sea que no pero sí. Verdades que deberían ventilarse de otras maneras, tan ventiladas que al final no tendrían que suceder. Su texto es una advertencia y una hoja de ruta para AGP y cualquiera que venga despues, sin olvidar un lapo al Congreso este cuya sinvergüencería (que no se desvía ni un ápice del estándar, digo yo) tiene aparentemente hartos a todos los rasgavestiduras de siempre. Es decir, releyendo a Paredes Castro (esos no son apellidos, son toda una fortificación): “Tenemos un as en la manga, un as jodido que es un sistema informal de control del poder, un arma de destrucción masiva que excede a las armas convencionales de las que suele disponer el periodismo usual. No queremos usarla, pero no nos tiembla la mano”. O más bien, "ya dejó de temblar la de Alejandro y ahora está (más o menos) firme en la de Paco”.
Más o menos firme. Difícil responsabilidad, jodidos compromisos... Deben haber pasado varias noches dificiles allá en el Jirón Miró Quesada. Pregunta: ¿calcularon o no calcularon la coincidencia con la crisis mundial de la bolsa, con la sensación de que "a nosotros no nos afectará tanto" que nos ofrecía AGP? Creo que lo venían postergando meses y cuando ya habían decidido soltarlo aquello otro estalló y no pudieron más.
Y mientras que desde la otra puerta Alvarez Rodrich le baja el dedo con roche, en EC el tratamiento de la noticia de la frustradas presentación y persecución se endurece contra el todavía Premier Del Castillo y el still Ministro del Interior, Alva Castro –a quien Del Castillo obviamente no controla, cosa que le están recordando ahora más frontalmente que antes.
Así, jugando en pared con Paredes, el tibión editorial de EC hoy puede leerse como lo que quiere parecer, una serie de recomendaciones de buen sentido… o como lo que es, una educada lista de órdenes, o al menos la parte maximalista de los términos duros de una negociación, que incluye una oferta de alianza a Palacio. Supongo que AGP estará tentado de aceptarla. Or, else.
No pretendo conocer mejor la realidad politica que la direccion de EC (yo, imagínense) pero creo que –al margen de cualquier cosa que conserven bajo esa manga, y seguro que la tienen- sobrevaloran su capacidad de enforcement. Ninguna presion ética o económica, ni siquiera la amenaza de la fuerza (que no digo que esté siendo convocada: no lo está) puede obligar a un discapacitado a ejercer la capacidad que no tiene. Y el Congreso simplemente no puede portarse como se le pide. Desde luego que no lo hará. Los otorongos no perderán la oportunidad de disfrazarse de catones, de exhibir como ratas a los ministros -sólo porque los ministros suelen tener la oportunidad cotidiana de embolsicarse cifras con dos o tres ceros más que ellos. Piconería, principalmente. Lo cual nos deja con la pregunta de qué hará EC al respecto, con el calor que siente bajo la manga.
Ayer Lourdes reclamaba que “el Consejo de Ministros debería estar presidido por una persona que inspire confianza por su conducta ética y brinde solvencia en materia económica.” Richard Webb, sugirió: en ese largo esfuerzo para salir de la piscina que la entretiene desde hace semanas. Pero hoy La República ve premieres hasta en la sopa y no menciona a Richard. Evidentemente, postula a Yehude y cuela a Meche. Por presión de... Meche, vamos, qué duda cabe. ¿Meche al premierato? No, no conjuga. ¿Para qué?
Mención curiosa en este chongo: la de OEI. Tengo a Ignacio López Soria por persona honesta, si bien no ajena a los roces y rodillazos bajo el cinturón de la política de los organismos internacionales, que le he visto dar y recibir. En cuanto al procedimiento para preparar y presentar un borrador de convenio, el sugerido por ILS es el estándar: hay decenas de esos convenios dando vueltas por los ministerios y es cosa de copiar uno general y añadirle lo especifico; yo mismo lo he hecho más de una vez. Pero ¿da eso para controlar el destino del la licitación? Creo que no; hace falta mucho más. Por tanto, ¿quién es el “Jordi” al que había que nombrar? La OEI suele salvar a ministros lentejas de procesos de compra que se caen –por un precio, claro- pero no es tan fácil saltarse a CONSUCODE.
O bien yo, felizmente, nunca aprendí a hacerlo y por eso salí bien parado de la función pública, con mi Escarabajo VW.
Mi polo que decía YO♥SNIP sigue por ahí, veré si lo encuentro. Y ojalá no tenga que volver a hablar sobre esto. Ni sobre el Charlton Heston cold hands nóbel.
Ojalá no tenga que volver a hablar sobre nada.
miércoles, 17 de septiembre de 2008
Descubrimiento
Acabo de entender lo que pasa con mi vida. Cada mañana despierto en otro año y en otro sitio. Todos los días: desde siempre.
A veces me despierto y tengo que ir al colegio y no encuentro mis cuadernos ni mi libro de biología ni mi maletín de lino porque anoche yo era un importante funcionario en el Ministerio y tenía que revisar unos presupuestos y me acosté tarde y estaba muy cansado y no sé dónde dejé todo.
Despierto acostado con B cuando anoche estaba enamoradísimo de A. Al día siguiente B no existe aún, pero A ya me detesta. Es confuso: sé que algunas veces he intentado comprobar estos sentimientos por teléfono y he obtenido por respuesta a veces reencuentros, más frecuentemente grandes imprecaciones… y a veces más grandes reencuentros que no ayudan a entender lo que verdaderamente está pasando, y que ahora, finalmente, he descubierto.
A veces despierto siendo un viejo y no me acuerdo de nada y es porque el día anterior era un niño que lo sabía todo. A veces despierto singularmente sobrio después de una borrachera con la que me aturdí veinte años atrás. A veces me acuesto adolescente y rabioso y amanezco consultor que debe ir a la oficina, y entonces el documento del proyecto que tengo que redactar esa mañana se va al cuerno y escribo un poema cosmogónico apto para 1976. A veces despierto colgado de una pared a doscientos metros del suelo cuando anoche era un señor cargado de hijos que hace muchos años que no entrena, y no tienen idea de lo que hay que hacer entonces para salir con vida de eso.
Esto ha sido muy confuso, hasta que en algún momento -como estrategia de supervivencia, supongo- aprendí a actuar como que todo es muy normal y a poner cara de que las cosas en verdad no son de esa manera, sino que mis días van en el orden que sugieren los almanaques. Recién ahora me he dado cuenta de la verdad: que vivo a saltos a ciegas en un calendario agujereado.
A veces me despierto y tengo que ir al colegio y no encuentro mis cuadernos ni mi libro de biología ni mi maletín de lino porque anoche yo era un importante funcionario en el Ministerio y tenía que revisar unos presupuestos y me acosté tarde y estaba muy cansado y no sé dónde dejé todo.
Despierto acostado con B cuando anoche estaba enamoradísimo de A. Al día siguiente B no existe aún, pero A ya me detesta. Es confuso: sé que algunas veces he intentado comprobar estos sentimientos por teléfono y he obtenido por respuesta a veces reencuentros, más frecuentemente grandes imprecaciones… y a veces más grandes reencuentros que no ayudan a entender lo que verdaderamente está pasando, y que ahora, finalmente, he descubierto.
A veces despierto siendo un viejo y no me acuerdo de nada y es porque el día anterior era un niño que lo sabía todo. A veces despierto singularmente sobrio después de una borrachera con la que me aturdí veinte años atrás. A veces me acuesto adolescente y rabioso y amanezco consultor que debe ir a la oficina, y entonces el documento del proyecto que tengo que redactar esa mañana se va al cuerno y escribo un poema cosmogónico apto para 1976. A veces despierto colgado de una pared a doscientos metros del suelo cuando anoche era un señor cargado de hijos que hace muchos años que no entrena, y no tienen idea de lo que hay que hacer entonces para salir con vida de eso.
Esto ha sido muy confuso, hasta que en algún momento -como estrategia de supervivencia, supongo- aprendí a actuar como que todo es muy normal y a poner cara de que las cosas en verdad no son de esa manera, sino que mis días van en el orden que sugieren los almanaques. Recién ahora me he dado cuenta de la verdad: que vivo a saltos a ciegas en un calendario agujereado.
lunes, 8 de septiembre de 2008
El fin de la historia y el último cholo
DEL INSULTO COMO CHOLEO Y VICEVERSA
¿Han sido o son discriminados Tanaka o Twanama? Probablemente sí. ¿Nugent, Bruce? Quizá. En cuanto a mí, yo nunca me he sentido “ninguneado”, probablemente (supongo, pero espero refutación) porque nadie se atreve a hacerlo, pero es mucho más probable que muchos lo hagan y yo simplemente no lo entienda. En todos los casos ha de haberse tratado de un ninguneo sin consecuencias prácticas.
Semanas atrás, de un puñetazo, le abollé a una señora la puerta de su flamante Nissan AD. Supongo que llamó a la policía y quizá a un canal de TV –había un crew filmándome frente a mi garaje, cuando abordaba mi auto la siguiente mañana. Al margen de la anécdota y de sus consecuencias inciviles o penales, lo que me pregunto es qué estaba expresando yo con ese golpe (aparte de la furia de haber sido atropellado). He llegado a que se trataba, en efecto, de una búsqueda de reconocimiento, un “no te puedes jugar así no más conmigo”. Tampoco puedes, desde luego, atropellarme impunemente con tu Nissan AD cuando voy en mi bicicleta y tengo derecho de paso. Pero no sé si cabe llamar a esto una reacción al ninguneo. Quizá lo sea al insulto que ella propuso, imprecación que, por cierto, no contenía ni un ápice de racismo.
Siento que me excluye de las teorías vigentes acerca del racismo el hecho de que cuando se discute el tema se lo ejemplifique con insultos. Para que una persona insulte a otra ni siquiera necesita ser racista. Sólo necesita estar enojada, haber perdido el control, y probablemente ser en general poco inteligente. Yo difícilmente insulto, por lo que, bajo esos modelos de análisis, me resulta difícil saber si soy o no racista. Tiendo a pensar que no lo soy. JAMÁS he gritado ni dicho ni insinuado ni pensado siquiera “cholo de mierda”. Hasta me ha costado un montón escribirlo, ahorita... No lo necesito, no me alivia, no me sirve, y además no me suena. Prefiero otras formas de expresión, y eventualmente facetas más ingeniosas del desdén. Ya he mostrado una, pero responder una agresión con otra no es siempre lo más estético. Ofrezco un mejor ejemplo.
Cierta vez, conduciendo mi automóvil en uno de los barrios más privados de Lima, me topé frente a frente con otro vehículo en una calle de doble sentido que tenía cerrado uno de sus carriles por la morosidad de algún sedapal. El carril que estaba abierto era el mío. Deceleré apenas, confiando en que “el otro” respetaría la norma que concede el derecho de paso al que está en el carril abierto, en este caso, a mí. Pero “el otro” aprovechó este gesto de prudencia para meterse criollamente al largo y estrecho callejón al cual, para decir verdades, yo también había ingresado ya. Así que tras sendos frenazos nos encontramos frente a frente: uno de los dos tendría que retroceder. Yo miré a la cara del conductor del otro vehículo, y me reí de él de buena gana. Sólo había una manera de tratar a alguien así. Apagué el motor, abrí la puerta de mi automóvil y bajé con el arma más contundente que había a mano: un delgado ejemplar de La Gaya Ciencia que había en la guantera. Con el librito en la mano, me encaramé sobre mi propio vehículo, puse la espalda contra el parabrisas, crucé las piernas y me puse a leer ostensiblemente a Nietzsche. Yo no tenía prisa, pero tampoco ganas de insultar a nadie en función a su color de piel, a pesar de su evidente incapacidad para la convivencia civilizada. En verdad ni siquiera deseaba hablar con esa persona: quería que se fuera. Añádase a esto el hecho de que mi auto era (sigue siendo) un Escarabajo VW muy maltrecho, de tres honorables décadas de edad y sin un lavado reciente, y que el otro era una Mitsubishi Montero 4x4 nuevecita, plateada, cuya luz direccional trasera izquierda probablemente costaba más que el total de mi vehículo. El pata soportó un rato la opresión del absurdo, luego pronunció algunas sílabas con su boca, presumiblemente, y se marchó en retroceso. También pudo haberme disparado o pasado por encima.
Yo no choleo. Tampoco creo que un imbécil con 4x4 que cree que todo Camacho es suyo deba motivarme a denostar a toda la raza dizque “caucásica”. Prefiero burlarme de él, enrostrarle sus contradicciones. No las de “ellos”: las de él, suyas e indivisibles.
¿Han sido o son discriminados Tanaka o Twanama? Probablemente sí. ¿Nugent, Bruce? Quizá. En cuanto a mí, yo nunca me he sentido “ninguneado”, probablemente (supongo, pero espero refutación) porque nadie se atreve a hacerlo, pero es mucho más probable que muchos lo hagan y yo simplemente no lo entienda. En todos los casos ha de haberse tratado de un ninguneo sin consecuencias prácticas.
Semanas atrás, de un puñetazo, le abollé a una señora la puerta de su flamante Nissan AD. Supongo que llamó a la policía y quizá a un canal de TV –había un crew filmándome frente a mi garaje, cuando abordaba mi auto la siguiente mañana. Al margen de la anécdota y de sus consecuencias inciviles o penales, lo que me pregunto es qué estaba expresando yo con ese golpe (aparte de la furia de haber sido atropellado). He llegado a que se trataba, en efecto, de una búsqueda de reconocimiento, un “no te puedes jugar así no más conmigo”. Tampoco puedes, desde luego, atropellarme impunemente con tu Nissan AD cuando voy en mi bicicleta y tengo derecho de paso. Pero no sé si cabe llamar a esto una reacción al ninguneo. Quizá lo sea al insulto que ella propuso, imprecación que, por cierto, no contenía ni un ápice de racismo.
Siento que me excluye de las teorías vigentes acerca del racismo el hecho de que cuando se discute el tema se lo ejemplifique con insultos. Para que una persona insulte a otra ni siquiera necesita ser racista. Sólo necesita estar enojada, haber perdido el control, y probablemente ser en general poco inteligente. Yo difícilmente insulto, por lo que, bajo esos modelos de análisis, me resulta difícil saber si soy o no racista. Tiendo a pensar que no lo soy. JAMÁS he gritado ni dicho ni insinuado ni pensado siquiera “cholo de mierda”. Hasta me ha costado un montón escribirlo, ahorita... No lo necesito, no me alivia, no me sirve, y además no me suena. Prefiero otras formas de expresión, y eventualmente facetas más ingeniosas del desdén. Ya he mostrado una, pero responder una agresión con otra no es siempre lo más estético. Ofrezco un mejor ejemplo.
Cierta vez, conduciendo mi automóvil en uno de los barrios más privados de Lima, me topé frente a frente con otro vehículo en una calle de doble sentido que tenía cerrado uno de sus carriles por la morosidad de algún sedapal. El carril que estaba abierto era el mío. Deceleré apenas, confiando en que “el otro” respetaría la norma que concede el derecho de paso al que está en el carril abierto, en este caso, a mí. Pero “el otro” aprovechó este gesto de prudencia para meterse criollamente al largo y estrecho callejón al cual, para decir verdades, yo también había ingresado ya. Así que tras sendos frenazos nos encontramos frente a frente: uno de los dos tendría que retroceder. Yo miré a la cara del conductor del otro vehículo, y me reí de él de buena gana. Sólo había una manera de tratar a alguien así. Apagué el motor, abrí la puerta de mi automóvil y bajé con el arma más contundente que había a mano: un delgado ejemplar de La Gaya Ciencia que había en la guantera. Con el librito en la mano, me encaramé sobre mi propio vehículo, puse la espalda contra el parabrisas, crucé las piernas y me puse a leer ostensiblemente a Nietzsche. Yo no tenía prisa, pero tampoco ganas de insultar a nadie en función a su color de piel, a pesar de su evidente incapacidad para la convivencia civilizada. En verdad ni siquiera deseaba hablar con esa persona: quería que se fuera. Añádase a esto el hecho de que mi auto era (sigue siendo) un Escarabajo VW muy maltrecho, de tres honorables décadas de edad y sin un lavado reciente, y que el otro era una Mitsubishi Montero 4x4 nuevecita, plateada, cuya luz direccional trasera izquierda probablemente costaba más que el total de mi vehículo. El pata soportó un rato la opresión del absurdo, luego pronunció algunas sílabas con su boca, presumiblemente, y se marchó en retroceso. También pudo haberme disparado o pasado por encima.
Yo no choleo. Tampoco creo que un imbécil con 4x4 que cree que todo Camacho es suyo deba motivarme a denostar a toda la raza dizque “caucásica”. Prefiero burlarme de él, enrostrarle sus contradicciones. No las de “ellos”: las de él, suyas e indivisibles.
lunes, 1 de septiembre de 2008
Presentación de EL CÍRCULO BLUM
El año pasado, en una banca de la tranquila y blanca placita de Cayma, en Arequipa -junto a un perro flaco que me sonreía y que terminé por creer que era parte del libro- leí EL CÍRCULO BLUM, de Lucho Zúñiga. Semanas más tarde tuve la oportunidad de hablar en su presentación, invitado por el autor y por Borrador Editores. Lamentablemente el documento se me extravió al rato y recién hoy lo he encontrado rebuscando en un disco duro ajeno. He aquí el texto que leí esa noche.
Volteando a mirar en círculos
En dos diferentes momentos de mi vida he dirigido revistas de deportes de aventura. Tratando de corregir las penurias de esa tarea ingrata, leía editoriales de revistas más logradas publicadas en el extranjero. En una de ellas di con esta descorazonada frase: “el periodismo escrito de deporte de aventura es gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer”.
Más tarde me ha parecido que este es también el emblema de algunos escritores peruanos, entre los que me incluyo. Gente que no sabe escribir, permítanme precisar, profesionalmente: porque la literatura no es el oficio para el cual nos adiestró la universidad. El absurdo juego de esta cohorte de no-escritores es escribir para un no-público, para un público que no lee, para jóvenes adultos que votan sin informarse, para maestros de matemáticas que ignoran el procedimiento que hay que seguir para hacer regla de tres. Y sin embargo algunos autores escribimos para formar parte de ese juego secreto y, pues, a veces inútil, y metemos mensajes en botellas y la arrojamos a nuestro pequeño mar de lectores y esperamos, confiando en que algo sucederá.
Ahora bien, parece que algo está sucediendo. Mi primera ojeada a El Círculo Blum me produjo la incómoda sensación de que hace ya algún tiempo yo escribía este tipo de cosas, pero que me daba pudor revelarlo. Pasaron 20 años hasta que me atreví a publicarlas. Entre nosotros, por entonces –inicios de los ochenta- el relato fantástico, autoreferente, libresco no estaba maduro; el público lo estaba menos aún para dirigir la mirada a algo que no fuera el malditismo urbano que empezaba a desesperarse de cien años de indigenismos. Ahora las cosas vienen cambiando y quiero creer que en algo contribuí a su actual posibilidad; que tal es el papel que se me ha pedido que desempeñe en esta presentación.
Mi interés inicial con El Círculo Blum tuvo que ver, en primer lugar, con la proposición de que la historia que allí se narra interactúa con (lo que es más que decir que “contiene”) una logia o sociedad secreta: afanosa, como todas, por hacerse conocer. Esto me recordó a las cofradías que inventaba o fundaba el mago y ocultista inglés Aleister Crowley a fines del XIX, cofradías que pronto se veían refutadas –pantáculos y azufre de por medio- con otras contrarias que también inventaba el mismo Crowley bajo otro nombre.
Mi segundo interés fue despertado por el hecho de que la mecánica celeste intervenía en la anécdota, mediante la proporción de un famoso eclipse solar, el más largo en los últimos siglos. La celeste es la más predecible de las mecánicas, una con la que uno no puede darse el lujo de trastear y equivocarse. Me pregunté: ¿forzaría Lucho Zúñiga, el autor, el universo esperable? Di en mirar las especificaciones del eclipse del 8 de junio de 1937 –incluidas en el libro- con una lupa, en busca de su duración, de la hora en la que se lo observó en la costa sur del Perú, de la altura del sol sobre el horizonte, etc. Y luego estudié la foto de la p. 119, tomada con el coronógrafo solar del Observatorio Naval de los EEUU, en busca de la más mínima discrepancia con lo anterior. Debo decir que no las encontré. En un sistema de vigilancias uno nunca sabe qué vigilar; la actitud que suscita en el lector avisado recuerda a la que se tiene frente a El Hombre que fue Jueves, de Chesterton, y quizá más a la que despierta El Péndulo de Foucault, de Umberto Eco. En una palabra, demasiada sospecha: convocada por la convicción de que el autor está divirtiéndose a nuestras costas.
Y a medida avancé la lectura descubrí que se daban otras coincidencias. El poema de 42 versos que inspira el libro y el poemario de 42 poemas oculto a su sombra me recordaron a un extraño encargo que había recibido semanas atrás. Una editorial española me pidió escribir una versión más de Romeo y Julieta. En la tragedia original, 42 horas es lo que dura el envenenamiento de Julieta. Yo había escogido "42" como la cifra clave de la que hice depender a mis propios trágicos personajes, y andaba rastreando alusiones a esa cifra en la litaratura. Por supuesto, 42 era la desternillante Respuesta a La Pregunta Universal en la novela más conocida de Douglas Adams. Y de pronto, abría este pequeño libro y allí estaba, sin más, el número que yo estaba cazando.
Pero encontré en el libro aún más temas que me son o han sido cercanos, como colocar como epígrafe la frase de uno de los personajes de la misma historia que se narra: Henriette Blum en este caso, o de razonar las copiosas historias entrecruzadas de migrantes y colonos europeos en las selvas del Perú, o discurrir de metafísica con motivo de un naufragio, o argüir personajes empotrados, enquistados en versiones menores de sí mismos como desbordadas muñecas rusas, lo que se presta para trabajar emociones y tragedias a escala, como hace Zúñiga en el magnífico cuento “Los insectos” incluido en el libro como un relato de “Karol Blum”, y que contiene a mi entender la mejor prosa del libro, para no mencionar la exactitud de las descripciones, anatómicamente correctas, del aparato circulatorio de la cucaracha.
Todo esto me lleva a indagar por la personalidad de Lucho Zúñiga. Creo que él también es parte de esta cofradía de no-escritores que escribimos para un no-público, a la espera de un cambio. Hay –revisada en la trama- un disloque entre no-aceptación y éxito editorial. El juego se plantea siempre. La mecánica celeste es una anécdota inicial, apenas si seminal: pero bien podría haberse tratado de otra cosa. Porque, anécdotas y trama aparte, no puedo dejar de contemplar con cercanía y solidaridad a un joven escritor que (como yo mismo, incitado a la lectura por hermanos mayores) en lugar de publicar sus palotes y páginas iniciales las guarda, las acrecienta, las tacha, las reescribe y las rumia durante muchos años. Este trabajo se deja ver. He tenido oportunidad de leer (de mirar y de leer de subida y de bajada) el Poema en forma de escalera, de los célebres 42 versos, y lo encuentro muy valioso en sí mismo, un caligrama que no desentonaría en un libro de Eielson o de Oquendo de Amat, aunque el tono y el contenido sean muy diferentes a los de estos dos poetas.
Dice Lucho que discrepa de lo metaliterario como etiqueta. Apruebo ese recaudo, puesto que el adjetivo se aplica ahora a tantas cosas y tan diversas que probablemente no significa nada. Lo que puedo decir es, si cabe, contrario a esa noticia: Lucho Zúñiga, contador de profesión, está probablemente más permeado de realidad que muchos de sus contemporáneos que leen poco más que literatura. Se trata de cultivar ese indeleble vínculo con la realidad que he visto y comentado en otros autores de su generación, como por ejemplo en Augusto Effio y sus Lecciones de Origami.
Esta presencia de un escritor que algo trama me ha distanciado de la experiencia del lector, y me ha condenado a tratar de mirar las costuras de su historia. Me pregunté, a mitad del libro: ¿por qué sigo leyendo? ¿Acaso me ha capturado la trama? Deduje que no; resolví que me interesaba la mecánica, la arquitectura en movimiento que nos ofrecía –tramposamente- Lucho, y el móvil destino al que parecía conducir a sus personajes. Yo quería saber qué era lo siguiente que iba a hacer no el personaje, sino Zúñiga. Y lo siguiente que hacía, a cada rato, era arruinar mis conjeturas. Lo felicito por eso.
Zúñiga narra con seguridad. Hace cosas que disfruto ver en un narrador: sabe a donde va. Vigila los elementos que pone en juego. Atiende sus resonancias posteriores. Y tiene varias frases verdaderamente inteligentes: algunos escritores consagrados nunca rozan en sus párrafos la lucidez que expresa Zúñiga aquí y allá, en tres o cuatro líneas. Le toca a él identificarlas, evitar la dureza a la que a veces obliga al texto su raíz esquemática, su origen en un plano, un blueprint… Lucho muestra pericia en el manejo de las herramientas narrativas y audacia en la invención, pero pienso que todavía puede esconder mejor esas costuras. A menos que me las esté mostrando para llevarme a error… Pero entonces ya estoy sospechando otra vez en demasía.
Debo decir que la sección denominada "Cronología" me ha parecido árida, en comparación con los puntos más altos del libro: cuesta seguir la pista de su justificación, aunque uno pude confiar en que seguramente lo harán futuras relecturas o las secuelas que sin duda la verificarán y falsearán. No en vano la voz que nos guía a lo largo del relato afirma que esta cronología es la parte más importante de la producción de la logia secreta. Lo mismo puedo decir de las pocas hilachas que se nos ofrecen acerca de los llamados Mundo de Ruth y Mundo de Horacio. ¿Para qué están allí? Me cuesta menos suponer que están para algo, que la posibilidad de que sean meramente unas líneas que Zúñiga olvidó tachar.
Leer este libro es a la vez muy fácil –es corto, aunque excede las 40 páginas que un sobrino le propuso al autor como límite de su interés- y es también un reto, una pequeña aventura intelectual, un juego de espejos en el cual marearse es siempre una posibilidad.
Y cero que es imprescindible decir unas palabras acerca de la participación, o complicidad, de Borrador Editores. Con el fin de conocernos mejor me invitaron a una reunión en un café, encuentro en el que todos fueron muy amables... prueba quizá porque se trataba de actores cumpliendo rigurosamente un papel. (Lo que tenemos es obviamente resultado de un trabajo conjunto: el texto, la carátula, la foto de la tapa –con la que curiosamente no contamos, y el enigma final no resuelto.) Caí en la cuenta de que los autores (pues incluyo en este colectivo no sólo a Zúñiga, sino a los intrigantes miembros de esta pequeña y joven editorial) pretendían imponer este círculo a la realidad. Sin duda ya empezaron a hacerlo.
La referencia inevitable es, desde luego, el cuento borgiano Orbis Tertius, Tlön, Uqbar. Frases enteras de aquel relato convienen puntualmente a la descripción de los propósitos y veleidades de El Círculo Blum. Ofrezco algunas: Borges habla de Johannes Valentinus Andreä, “un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz – que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él”. También vuelve Borges personaje a Alfonso Reyes, quien supuestamente “harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: de las uñas el león. Calcula, entre bromas y veras, que una generación de tlönistas podría bastar.”
De esta misma manera, Borrador Editores es un personaje de la novela de Zúñiga. El libro mismo, el libro físico que ustedes pueden comprar en la mesa de la entrada, es un personaje de la novela; es un hrön al estilo de los objetos que Borges impone en ese relato suyo. No en vano dentro de la novela hay un cuento que es su propio, asombroso personaje. Conjeturo que en un círculo aún más ancho, el Círculo Blum somos los peruanos, somos los jugadores de ese formidable juego de rol que es nuestro país. Y hace siglos escribimos este gran libro sólo para jugar el juego.
Muchas gracias.
Volteando a mirar en círculos
En dos diferentes momentos de mi vida he dirigido revistas de deportes de aventura. Tratando de corregir las penurias de esa tarea ingrata, leía editoriales de revistas más logradas publicadas en el extranjero. En una de ellas di con esta descorazonada frase: “el periodismo escrito de deporte de aventura es gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer”.
Más tarde me ha parecido que este es también el emblema de algunos escritores peruanos, entre los que me incluyo. Gente que no sabe escribir, permítanme precisar, profesionalmente: porque la literatura no es el oficio para el cual nos adiestró la universidad. El absurdo juego de esta cohorte de no-escritores es escribir para un no-público, para un público que no lee, para jóvenes adultos que votan sin informarse, para maestros de matemáticas que ignoran el procedimiento que hay que seguir para hacer regla de tres. Y sin embargo algunos autores escribimos para formar parte de ese juego secreto y, pues, a veces inútil, y metemos mensajes en botellas y la arrojamos a nuestro pequeño mar de lectores y esperamos, confiando en que algo sucederá.
Ahora bien, parece que algo está sucediendo. Mi primera ojeada a El Círculo Blum me produjo la incómoda sensación de que hace ya algún tiempo yo escribía este tipo de cosas, pero que me daba pudor revelarlo. Pasaron 20 años hasta que me atreví a publicarlas. Entre nosotros, por entonces –inicios de los ochenta- el relato fantástico, autoreferente, libresco no estaba maduro; el público lo estaba menos aún para dirigir la mirada a algo que no fuera el malditismo urbano que empezaba a desesperarse de cien años de indigenismos. Ahora las cosas vienen cambiando y quiero creer que en algo contribuí a su actual posibilidad; que tal es el papel que se me ha pedido que desempeñe en esta presentación.
Mi interés inicial con El Círculo Blum tuvo que ver, en primer lugar, con la proposición de que la historia que allí se narra interactúa con (lo que es más que decir que “contiene”) una logia o sociedad secreta: afanosa, como todas, por hacerse conocer. Esto me recordó a las cofradías que inventaba o fundaba el mago y ocultista inglés Aleister Crowley a fines del XIX, cofradías que pronto se veían refutadas –pantáculos y azufre de por medio- con otras contrarias que también inventaba el mismo Crowley bajo otro nombre.
Mi segundo interés fue despertado por el hecho de que la mecánica celeste intervenía en la anécdota, mediante la proporción de un famoso eclipse solar, el más largo en los últimos siglos. La celeste es la más predecible de las mecánicas, una con la que uno no puede darse el lujo de trastear y equivocarse. Me pregunté: ¿forzaría Lucho Zúñiga, el autor, el universo esperable? Di en mirar las especificaciones del eclipse del 8 de junio de 1937 –incluidas en el libro- con una lupa, en busca de su duración, de la hora en la que se lo observó en la costa sur del Perú, de la altura del sol sobre el horizonte, etc. Y luego estudié la foto de la p. 119, tomada con el coronógrafo solar del Observatorio Naval de los EEUU, en busca de la más mínima discrepancia con lo anterior. Debo decir que no las encontré. En un sistema de vigilancias uno nunca sabe qué vigilar; la actitud que suscita en el lector avisado recuerda a la que se tiene frente a El Hombre que fue Jueves, de Chesterton, y quizá más a la que despierta El Péndulo de Foucault, de Umberto Eco. En una palabra, demasiada sospecha: convocada por la convicción de que el autor está divirtiéndose a nuestras costas.
Y a medida avancé la lectura descubrí que se daban otras coincidencias. El poema de 42 versos que inspira el libro y el poemario de 42 poemas oculto a su sombra me recordaron a un extraño encargo que había recibido semanas atrás. Una editorial española me pidió escribir una versión más de Romeo y Julieta. En la tragedia original, 42 horas es lo que dura el envenenamiento de Julieta. Yo había escogido "42" como la cifra clave de la que hice depender a mis propios trágicos personajes, y andaba rastreando alusiones a esa cifra en la litaratura. Por supuesto, 42 era la desternillante Respuesta a La Pregunta Universal en la novela más conocida de Douglas Adams. Y de pronto, abría este pequeño libro y allí estaba, sin más, el número que yo estaba cazando.
Pero encontré en el libro aún más temas que me son o han sido cercanos, como colocar como epígrafe la frase de uno de los personajes de la misma historia que se narra: Henriette Blum en este caso, o de razonar las copiosas historias entrecruzadas de migrantes y colonos europeos en las selvas del Perú, o discurrir de metafísica con motivo de un naufragio, o argüir personajes empotrados, enquistados en versiones menores de sí mismos como desbordadas muñecas rusas, lo que se presta para trabajar emociones y tragedias a escala, como hace Zúñiga en el magnífico cuento “Los insectos” incluido en el libro como un relato de “Karol Blum”, y que contiene a mi entender la mejor prosa del libro, para no mencionar la exactitud de las descripciones, anatómicamente correctas, del aparato circulatorio de la cucaracha.
Todo esto me lleva a indagar por la personalidad de Lucho Zúñiga. Creo que él también es parte de esta cofradía de no-escritores que escribimos para un no-público, a la espera de un cambio. Hay –revisada en la trama- un disloque entre no-aceptación y éxito editorial. El juego se plantea siempre. La mecánica celeste es una anécdota inicial, apenas si seminal: pero bien podría haberse tratado de otra cosa. Porque, anécdotas y trama aparte, no puedo dejar de contemplar con cercanía y solidaridad a un joven escritor que (como yo mismo, incitado a la lectura por hermanos mayores) en lugar de publicar sus palotes y páginas iniciales las guarda, las acrecienta, las tacha, las reescribe y las rumia durante muchos años. Este trabajo se deja ver. He tenido oportunidad de leer (de mirar y de leer de subida y de bajada) el Poema en forma de escalera, de los célebres 42 versos, y lo encuentro muy valioso en sí mismo, un caligrama que no desentonaría en un libro de Eielson o de Oquendo de Amat, aunque el tono y el contenido sean muy diferentes a los de estos dos poetas.
Dice Lucho que discrepa de lo metaliterario como etiqueta. Apruebo ese recaudo, puesto que el adjetivo se aplica ahora a tantas cosas y tan diversas que probablemente no significa nada. Lo que puedo decir es, si cabe, contrario a esa noticia: Lucho Zúñiga, contador de profesión, está probablemente más permeado de realidad que muchos de sus contemporáneos que leen poco más que literatura. Se trata de cultivar ese indeleble vínculo con la realidad que he visto y comentado en otros autores de su generación, como por ejemplo en Augusto Effio y sus Lecciones de Origami.
Esta presencia de un escritor que algo trama me ha distanciado de la experiencia del lector, y me ha condenado a tratar de mirar las costuras de su historia. Me pregunté, a mitad del libro: ¿por qué sigo leyendo? ¿Acaso me ha capturado la trama? Deduje que no; resolví que me interesaba la mecánica, la arquitectura en movimiento que nos ofrecía –tramposamente- Lucho, y el móvil destino al que parecía conducir a sus personajes. Yo quería saber qué era lo siguiente que iba a hacer no el personaje, sino Zúñiga. Y lo siguiente que hacía, a cada rato, era arruinar mis conjeturas. Lo felicito por eso.
Zúñiga narra con seguridad. Hace cosas que disfruto ver en un narrador: sabe a donde va. Vigila los elementos que pone en juego. Atiende sus resonancias posteriores. Y tiene varias frases verdaderamente inteligentes: algunos escritores consagrados nunca rozan en sus párrafos la lucidez que expresa Zúñiga aquí y allá, en tres o cuatro líneas. Le toca a él identificarlas, evitar la dureza a la que a veces obliga al texto su raíz esquemática, su origen en un plano, un blueprint… Lucho muestra pericia en el manejo de las herramientas narrativas y audacia en la invención, pero pienso que todavía puede esconder mejor esas costuras. A menos que me las esté mostrando para llevarme a error… Pero entonces ya estoy sospechando otra vez en demasía.
Debo decir que la sección denominada "Cronología" me ha parecido árida, en comparación con los puntos más altos del libro: cuesta seguir la pista de su justificación, aunque uno pude confiar en que seguramente lo harán futuras relecturas o las secuelas que sin duda la verificarán y falsearán. No en vano la voz que nos guía a lo largo del relato afirma que esta cronología es la parte más importante de la producción de la logia secreta. Lo mismo puedo decir de las pocas hilachas que se nos ofrecen acerca de los llamados Mundo de Ruth y Mundo de Horacio. ¿Para qué están allí? Me cuesta menos suponer que están para algo, que la posibilidad de que sean meramente unas líneas que Zúñiga olvidó tachar.
Leer este libro es a la vez muy fácil –es corto, aunque excede las 40 páginas que un sobrino le propuso al autor como límite de su interés- y es también un reto, una pequeña aventura intelectual, un juego de espejos en el cual marearse es siempre una posibilidad.
Y cero que es imprescindible decir unas palabras acerca de la participación, o complicidad, de Borrador Editores. Con el fin de conocernos mejor me invitaron a una reunión en un café, encuentro en el que todos fueron muy amables... prueba quizá porque se trataba de actores cumpliendo rigurosamente un papel. (Lo que tenemos es obviamente resultado de un trabajo conjunto: el texto, la carátula, la foto de la tapa –con la que curiosamente no contamos, y el enigma final no resuelto.) Caí en la cuenta de que los autores (pues incluyo en este colectivo no sólo a Zúñiga, sino a los intrigantes miembros de esta pequeña y joven editorial) pretendían imponer este círculo a la realidad. Sin duda ya empezaron a hacerlo.
La referencia inevitable es, desde luego, el cuento borgiano Orbis Tertius, Tlön, Uqbar. Frases enteras de aquel relato convienen puntualmente a la descripción de los propósitos y veleidades de El Círculo Blum. Ofrezco algunas: Borges habla de Johannes Valentinus Andreä, “un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz – que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él”. También vuelve Borges personaje a Alfonso Reyes, quien supuestamente “harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: de las uñas el león. Calcula, entre bromas y veras, que una generación de tlönistas podría bastar.”
De esta misma manera, Borrador Editores es un personaje de la novela de Zúñiga. El libro mismo, el libro físico que ustedes pueden comprar en la mesa de la entrada, es un personaje de la novela; es un hrön al estilo de los objetos que Borges impone en ese relato suyo. No en vano dentro de la novela hay un cuento que es su propio, asombroso personaje. Conjeturo que en un círculo aún más ancho, el Círculo Blum somos los peruanos, somos los jugadores de ese formidable juego de rol que es nuestro país. Y hace siglos escribimos este gran libro sólo para jugar el juego.
Muchas gracias.
viernes, 29 de agosto de 2008
(i) Que se agitan como locos
Pese a todo lo que se habla acerca de los placeres de la lectura, yo no puedo leer novelas por placer. Así, no he leido novela alguna de Fuget, Kureishi, Pérez Reverte, Bolaño, Pamuk, Brown, Loriga, Bayly, Gutiérrez, Pauls, Marías, Cueto, Pollarollo, Cervantes, Reynoso, Allende, Hemingway, Roncagliolo, Piglia, Ampuero, Fuentes, Alarcón, Lessing, Neyra... Quizá porque se ocupan de cosas que no me seducen, como la vida y lo cotidiano. Para orientar mis no-lecturas mis mejores guías son la publicidad y las recomendaciones. Si algo -un aviso, una reseña-, o alguien me recomienda algo, pierdo las ganas por completo. Porque es leyendo reseñas y escuchando sugerencias que descubro que en estas novelas la gente hace cosas que yo nunca hago, mientras que yo practico algunas conductas en las que los personajes de novelas rara vez incurren. Cuando ocasionalmente leo una novela lo hago porque me obligo a hacerlo, siempre a partir de una sorpresa que atañe a la inusual valentía o talento del personaje, virtudes que me dicen que, si insisto en la lectura, quizá aprenda algo.
Como se comprenderá, no es que juzgue que las novelas de estos autores sean malas (aunque, según la certera Ley de Sturgeon, el 95% de todo es basura). Porque ¿cómo saber que una novela es mala, si ella constituye su propio antídoto? Se extingue en la mesa de noche. Simplemente, sucede que son novelas.
Se dirá que yo mismo las escribo, pero al hacerlo me rehúso a degradar la estupefacción en anécdota, la grisura del día a día en un argumento que te envuelva, en unos personajes que aspiren a parecer reales. Naturalmente: si no puedo leer sobre ellos mucho menos puedo escribirlos. Lo cotidiano, tu día a día, me importan un pito.
Queda claro que las mejores cosas que se han dicho contra los escritores las han dicho ellos mismos. De cierta novela, Dorothy Parker señaló que "no era como para dejarla de lado así no más: había que arrojarla lejos, con mucha fuerza". Montesquieu definió al autor como "un pelmazo que, insatisfecho con aburrir a quienes viven con él, se empeña en aburrir también a las futuras generaciones". Insuperable es Groucho, quien con una esquela condenó al anonimato a un autor en el más imbatible y citado de sus garrotazos. "Estimado sr. Tal: desde el momento en que tomé su libro entre mis manos no he podido dejar de reírme. Espero leerlo algún día".
Diera la impresión de que escribir novelas es lo más fácil del mundo, con tanto incontinente que lo hace; allí está la conocida queja de Cioran: "Escribir una novela sin argumento está muy bien, pero ¿para qué escribir diez o veinte?" Pero no abruma sólo la inflación de novelas, sino además la pobreza de los recursos con las que se las redacta. Es penoso que casi siempre se escriba desde las simas de la ignorancia. Demasiadas novelas parecen nacer de esta pulsión extraña que aquejó a Gibbon (denso contador de historias, si bien no novelista) quien confesó que una mañana "desprovisto de una educación original, deshabituado a los hábitos del pensamiento e incapaz en las artes de la composición, resolví escribir un libro". Y esto viene de un erudito. Por su lado, el centenario George Burns proclamaba haber escrito seis libros... habiendo leido tan sólo dos.
Tamañas sinceridades en hombres bien entrados en años ciertamente tardan en llegar a muchos mocosos y mocosas de nuestras literaturas. Por eso yo renuncio a escribir de lo que no sé, y así investigar es para mí la causa formal -más que la eficiente- de todo lo que escribo. Wittgenstein estimó que la metafísica era una disconformidad notacional: se filosofa porque no se admite cierta gramática. Y uno escribe porque está disconforme con lo que esta leyendo.
Al oficio de novelista se dedican, las más de las veces, personas que buscan la figuración por razones endocrinas. A los novelistas no tenemos por qué verlos ni escucharlos, pero por esas ganas de ser vistos insisten en atosigarnos con su presencia, pasando -la frase tampoco es mía- "de la página cultural a la de sociales con el mismo vaso de whisky en la mano". Y a esto se suma que también se agitan como locos bajo la presión de las editoriales, que por las necesidades del márketing hacen del novelista un personaje mediático si no ha logrado hacerlo ya él o ella primero para parchar sus deficiencias, si no enzimáticas, sin duda afectivas. Porque no es que no nos guste. Incluso los muy tímidos podemos aprender a sonreír y firmar autógrafos: los flashes simulan mal el cariño, pero a veces esta prostitución es lo único que se tiene. Se la maneja mejor soportada, si acaso, por el desprecio. No en vano Jules Renard anotó que escribir es la ocupación en la que uno continuamente trata de demostrar talento ante quienes no tienen ninguno.
Así, la vida del novelista exitoso se convierte en la vida de una vedette y el éxito de una vedette la convierte en novelista. Algunos apuran pasos y antes de ser escritores buenos, o siquiera famosos, ya son escritores exitosamente malditos: diríase que por superstición, como quien toca madera o se persigna. Como sus propias novelas, este continuo careo de escritores los deja deliciosamente revolcados y embarrados en lo insignificante, y allí están entonces para ser mirados y mostrados por sus editoriales, que saben que tiene un público para eso: cuentan con toda una fanaticada ansiosa del score keeping. Nada figura mejor estas ganas de mirar las vidas de los escritores que el blog de Iván Thays, cuyas novelas ¡acabáramos! sí he disfrutado.
A veces, muy raras veces, los novelistas tienen poder. Ese poder los descoloca, los desequilibra y los tumba de la ruta delgada e improbable que va de la facultad de literatura al Konserthuset de Estocolmo. Pero entonces es probable que ya no la necesiten.
Lo más probable es que los lectores de esta nota no hayan leído mis libros. That's what I do. El novelista Octavio Vinces opina que yo sólo escribo para mí mismo; pero es mejor escribir para uno mismo y no tener público, que viceversa.
Y sin embargo sí leo novelas. Son siempre las mismas ocho o diez. Hace un par de décadas eran quince o veinte. Con un lápiz, en las márgenes de las que quedan, voy subrayando quién soy. Quizá, hacia el final, lo averigüe.
Como se comprenderá, no es que juzgue que las novelas de estos autores sean malas (aunque, según la certera Ley de Sturgeon, el 95% de todo es basura). Porque ¿cómo saber que una novela es mala, si ella constituye su propio antídoto? Se extingue en la mesa de noche. Simplemente, sucede que son novelas.
Se dirá que yo mismo las escribo, pero al hacerlo me rehúso a degradar la estupefacción en anécdota, la grisura del día a día en un argumento que te envuelva, en unos personajes que aspiren a parecer reales. Naturalmente: si no puedo leer sobre ellos mucho menos puedo escribirlos. Lo cotidiano, tu día a día, me importan un pito.
Queda claro que las mejores cosas que se han dicho contra los escritores las han dicho ellos mismos. De cierta novela, Dorothy Parker señaló que "no era como para dejarla de lado así no más: había que arrojarla lejos, con mucha fuerza". Montesquieu definió al autor como "un pelmazo que, insatisfecho con aburrir a quienes viven con él, se empeña en aburrir también a las futuras generaciones". Insuperable es Groucho, quien con una esquela condenó al anonimato a un autor en el más imbatible y citado de sus garrotazos. "Estimado sr. Tal: desde el momento en que tomé su libro entre mis manos no he podido dejar de reírme. Espero leerlo algún día".
Diera la impresión de que escribir novelas es lo más fácil del mundo, con tanto incontinente que lo hace; allí está la conocida queja de Cioran: "Escribir una novela sin argumento está muy bien, pero ¿para qué escribir diez o veinte?" Pero no abruma sólo la inflación de novelas, sino además la pobreza de los recursos con las que se las redacta. Es penoso que casi siempre se escriba desde las simas de la ignorancia. Demasiadas novelas parecen nacer de esta pulsión extraña que aquejó a Gibbon (denso contador de historias, si bien no novelista) quien confesó que una mañana "desprovisto de una educación original, deshabituado a los hábitos del pensamiento e incapaz en las artes de la composición, resolví escribir un libro". Y esto viene de un erudito. Por su lado, el centenario George Burns proclamaba haber escrito seis libros... habiendo leido tan sólo dos.
Tamañas sinceridades en hombres bien entrados en años ciertamente tardan en llegar a muchos mocosos y mocosas de nuestras literaturas. Por eso yo renuncio a escribir de lo que no sé, y así investigar es para mí la causa formal -más que la eficiente- de todo lo que escribo. Wittgenstein estimó que la metafísica era una disconformidad notacional: se filosofa porque no se admite cierta gramática. Y uno escribe porque está disconforme con lo que esta leyendo.
Al oficio de novelista se dedican, las más de las veces, personas que buscan la figuración por razones endocrinas. A los novelistas no tenemos por qué verlos ni escucharlos, pero por esas ganas de ser vistos insisten en atosigarnos con su presencia, pasando -la frase tampoco es mía- "de la página cultural a la de sociales con el mismo vaso de whisky en la mano". Y a esto se suma que también se agitan como locos bajo la presión de las editoriales, que por las necesidades del márketing hacen del novelista un personaje mediático si no ha logrado hacerlo ya él o ella primero para parchar sus deficiencias, si no enzimáticas, sin duda afectivas. Porque no es que no nos guste. Incluso los muy tímidos podemos aprender a sonreír y firmar autógrafos: los flashes simulan mal el cariño, pero a veces esta prostitución es lo único que se tiene. Se la maneja mejor soportada, si acaso, por el desprecio. No en vano Jules Renard anotó que escribir es la ocupación en la que uno continuamente trata de demostrar talento ante quienes no tienen ninguno.
Así, la vida del novelista exitoso se convierte en la vida de una vedette y el éxito de una vedette la convierte en novelista. Algunos apuran pasos y antes de ser escritores buenos, o siquiera famosos, ya son escritores exitosamente malditos: diríase que por superstición, como quien toca madera o se persigna. Como sus propias novelas, este continuo careo de escritores los deja deliciosamente revolcados y embarrados en lo insignificante, y allí están entonces para ser mirados y mostrados por sus editoriales, que saben que tiene un público para eso: cuentan con toda una fanaticada ansiosa del score keeping. Nada figura mejor estas ganas de mirar las vidas de los escritores que el blog de Iván Thays, cuyas novelas ¡acabáramos! sí he disfrutado.
A veces, muy raras veces, los novelistas tienen poder. Ese poder los descoloca, los desequilibra y los tumba de la ruta delgada e improbable que va de la facultad de literatura al Konserthuset de Estocolmo. Pero entonces es probable que ya no la necesiten.
Lo más probable es que los lectores de esta nota no hayan leído mis libros. That's what I do. El novelista Octavio Vinces opina que yo sólo escribo para mí mismo; pero es mejor escribir para uno mismo y no tener público, que viceversa.
Y sin embargo sí leo novelas. Son siempre las mismas ocho o diez. Hace un par de décadas eran quince o veinte. Con un lápiz, en las márgenes de las que quedan, voy subrayando quién soy. Quizá, hacia el final, lo averigüe.
domingo, 24 de agosto de 2008
Carvallo
Tanto como una voz ineludible en el concierto de opinadores acerca de la educación peruana, Constantino Carvallo fue para mí un puñado de cosas: compañero de colegio –si bien no de promo- director de Los Reyes Rojos, donde enseñaba mi amigo el poeta Óscar Limache, maestro y mentor de algunos de los mejores amigos que he hecho en años recientes, primo no tan lejano de mi ex-parentela política, y compañero de uno de mis más extraños trabajos: el de conductor del programa de Tv “Educación en Democracia”. Producido por el Ministerio de Educación, el programa tenía un segmento a cargo del Consejo Nacional de Educación, en cuya conduccion se turnaban figuras como Manuel Iguíñiz, Constantino y, si mal no recuerdo, Lucho Guerrero.
Durante quince minutos algunos de esos viernes yo dejaba el micrófono y contemplaba a Constantino hacienda entrevistas o presentando proyectos educativos o experiencias destacadas. Ni él ni yo eramos profesionales de la comunicación -en verdad ni siquiera éramos aficionados competentes- pero nos reunía una misma fascinación por los misterios del aprendizaje y de la formación de humanidad.
Como agente y decisor en las marañas de la política educative peruana, hay muchas cosas en las que he estado en descuerdo con él. No es este el momento para recordarlas. Más pertinente me parece recordarlo a él como el maestro que fue. Y en razón de esa especial elocuencia que da el cariño he pedido permiso a mi amiga Ana Luisa Burga, que fue su alumna en el colegio Los Reyes Rojos, para postear en mi blog estas cristalinas líneas que ha escrito a su maestro, líneas a las que no puedo yo añadir nada para expresar la importancia de un hombre como Constantino. Aquí el texto:
Muchos ya dijeron – cada cual a su modo – cuánto hemos perdido con tu partida, Constantino. En efecto, siento también que no hay palabras para nombrar a la vez tanto asombro, tristeza, cólera, ausencia, desaliento.
Pero en medio de esa maraña de sensaciones sombrías, quiero rescatar, como una joya rara y brillante, el alcance de tu vida, tu trascendencia. Te has ido dejando huella en miles de personas, muchas de las cuales nos hemos sentido directamente tocadas con tu muerte; como tu familia, dándonos el pésame entre todos, llorando y consolándonos al mismo tiempo, todos.
Me hubiese gustado que vieses cuánto se te amaba: quizás te sorprendía que fuésemos tantos, tantos, en tantos países, y de tantas edades, tamaños y colores. También me hubiese gustado verte complacido con la reacción de la comunidad reyrojina ante tu partida: se ratificó que – siendo todos individuos únicos y diferentes – nos sabemos contenidos por el colegio que formaste, incluidos, pertenecientes… y de muchas maneras esto representa un ejemplo exacto de lo que tú proponías para la nación entera.
Parte de la desazón y el llanto es, justamente, que en ese sentido nos has dejado con un camino todavía demasiado largo, cuyo buen término requiere de personas con la mirada, inteligencia, coraje y asertividad que tú demostraste siempre. Pero lamentablemente hay pocos como tú, querido maestro, demasiado pocos (Fernando Silva Santisteban, con otro estilo y algo mayor, pero tan preclaro y lúcido como tú, nos dejó también hace más de un año).
Es por eso que deseo que tu legado realmente nos impregne; que sigas viviendo en cada uno de nosotros y que, desde donde sea que estemos y sea cual fuere el papel que nos toca jugar en la vida, sepamos conservar en alto tu memoria y enseñanzas.
Gracias, Constantino, por la suerte que tuve de conocerte y quererte.
Ana Luisa Burga
Durante quince minutos algunos de esos viernes yo dejaba el micrófono y contemplaba a Constantino hacienda entrevistas o presentando proyectos educativos o experiencias destacadas. Ni él ni yo eramos profesionales de la comunicación -en verdad ni siquiera éramos aficionados competentes- pero nos reunía una misma fascinación por los misterios del aprendizaje y de la formación de humanidad.
Como agente y decisor en las marañas de la política educative peruana, hay muchas cosas en las que he estado en descuerdo con él. No es este el momento para recordarlas. Más pertinente me parece recordarlo a él como el maestro que fue. Y en razón de esa especial elocuencia que da el cariño he pedido permiso a mi amiga Ana Luisa Burga, que fue su alumna en el colegio Los Reyes Rojos, para postear en mi blog estas cristalinas líneas que ha escrito a su maestro, líneas a las que no puedo yo añadir nada para expresar la importancia de un hombre como Constantino. Aquí el texto:
Muchos ya dijeron – cada cual a su modo – cuánto hemos perdido con tu partida, Constantino. En efecto, siento también que no hay palabras para nombrar a la vez tanto asombro, tristeza, cólera, ausencia, desaliento.
Pero en medio de esa maraña de sensaciones sombrías, quiero rescatar, como una joya rara y brillante, el alcance de tu vida, tu trascendencia. Te has ido dejando huella en miles de personas, muchas de las cuales nos hemos sentido directamente tocadas con tu muerte; como tu familia, dándonos el pésame entre todos, llorando y consolándonos al mismo tiempo, todos.
Me hubiese gustado que vieses cuánto se te amaba: quizás te sorprendía que fuésemos tantos, tantos, en tantos países, y de tantas edades, tamaños y colores. También me hubiese gustado verte complacido con la reacción de la comunidad reyrojina ante tu partida: se ratificó que – siendo todos individuos únicos y diferentes – nos sabemos contenidos por el colegio que formaste, incluidos, pertenecientes… y de muchas maneras esto representa un ejemplo exacto de lo que tú proponías para la nación entera.
Parte de la desazón y el llanto es, justamente, que en ese sentido nos has dejado con un camino todavía demasiado largo, cuyo buen término requiere de personas con la mirada, inteligencia, coraje y asertividad que tú demostraste siempre. Pero lamentablemente hay pocos como tú, querido maestro, demasiado pocos (Fernando Silva Santisteban, con otro estilo y algo mayor, pero tan preclaro y lúcido como tú, nos dejó también hace más de un año).
Es por eso que deseo que tu legado realmente nos impregne; que sigas viviendo en cada uno de nosotros y que, desde donde sea que estemos y sea cual fuere el papel que nos toca jugar en la vida, sepamos conservar en alto tu memoria y enseñanzas.
Gracias, Constantino, por la suerte que tuve de conocerte y quererte.
Ana Luisa Burga
martes, 5 de agosto de 2008
Anotación descubierta en un cuaderno de 2002
Recordar las costumbres del cuaderno. Las ventajas de las tapas duras, que permiten casi escribir en el aire. Las ventajas del tiempo ajeno, desierto, saturado de tareas que me rehúso a cumplir: que permiten casi escribir en el aire.
Y un lapicero rojo. Encontrar así, paulatinamente y de nuevo, siempre empezando de nuevo, la capacidad de la tinta roja de alistar ideas, de guardarlas en sus meandros, de preservarlas eficazmente en la nada de un cuaderno, y de perderlas para siempre en mi memoria –que se aviene a las comodidades de la entropía.
Escribir un libro, y perderlo en la arena. Como Orans.
Escribir arena, y perderla en un libro. Como yo.
Siempre esta cosa extraña, escribir. Mírame: soy un simio, soy una forma de vida (soy también una forma de muerte), soy setenta kilos de protoplasma decididos a hacer una reforma de la educación. ¿La... qué? La práctica cotidiana entre los primates y otros mamíferos superiores de adiestrar a sus crías para procurarse el sustento y así darle a la fertilidad, a la frecuencia y a la fidelidad del tracto genético una oportunidad de entrometerse un poco más en el futuro, y volver después a hacer lo mismo: la educación es el complemento de la herencia, pero también su contrario: es una forma de mutación, es intentar que suceda algo distinto, algo mejor. La educación es parte del afán de conquista del espíritu humano, esa bomba que hace que el pecho nos explote los sábados en todas direcciones. Así, las ganas de que suceda algo distinto (de comer el pasto más verde, de coger la fruta más jugosa, de pisar Titán antes que nadie) requirieron de nosotros la invención del discípulo, del maestro (¿en ese orden, probablemente?) y del aula: de la tecnología millón de veces probada que hace crisis cuando toca el tejido social peruano, cuya fertilidad, frecuencia y fidelidad de reproducción viciosa es tal, que no deja lugar a complemento alguno: que asegura que nada cambie, nunca.
Allá en el fondo Toth: culpable de todo, como yo.
Y un lapicero rojo. Encontrar así, paulatinamente y de nuevo, siempre empezando de nuevo, la capacidad de la tinta roja de alistar ideas, de guardarlas en sus meandros, de preservarlas eficazmente en la nada de un cuaderno, y de perderlas para siempre en mi memoria –que se aviene a las comodidades de la entropía.
Escribir un libro, y perderlo en la arena. Como Orans.
Escribir arena, y perderla en un libro. Como yo.
Siempre esta cosa extraña, escribir. Mírame: soy un simio, soy una forma de vida (soy también una forma de muerte), soy setenta kilos de protoplasma decididos a hacer una reforma de la educación. ¿La... qué? La práctica cotidiana entre los primates y otros mamíferos superiores de adiestrar a sus crías para procurarse el sustento y así darle a la fertilidad, a la frecuencia y a la fidelidad del tracto genético una oportunidad de entrometerse un poco más en el futuro, y volver después a hacer lo mismo: la educación es el complemento de la herencia, pero también su contrario: es una forma de mutación, es intentar que suceda algo distinto, algo mejor. La educación es parte del afán de conquista del espíritu humano, esa bomba que hace que el pecho nos explote los sábados en todas direcciones. Así, las ganas de que suceda algo distinto (de comer el pasto más verde, de coger la fruta más jugosa, de pisar Titán antes que nadie) requirieron de nosotros la invención del discípulo, del maestro (¿en ese orden, probablemente?) y del aula: de la tecnología millón de veces probada que hace crisis cuando toca el tejido social peruano, cuya fertilidad, frecuencia y fidelidad de reproducción viciosa es tal, que no deja lugar a complemento alguno: que asegura que nada cambie, nunca.
Allá en el fondo Toth: culpable de todo, como yo.
miércoles, 16 de julio de 2008
Sábado, 9:42 pm.
-Yo sí tengo un sueño Sublime.
Por alguna razón -con una pausa sibilante- el Huayito dejaba en claro que el adjetivo llevaba mayúsculas, como si se tratase del célebre chocolate.
-A ver, dejen que el Huayocccjjarino cuente su sueño sssublime de mierda.
-Escucha y después opina, Guarisco... mi sueño Sublime empieza por ir a Mónaco, a Montecarlo mismo... De paso, a ver, Loco, tú que enseñas geografía ¿cuál es la capital, Mónaco o Montecarlo?
-El Principado es de Mónaco y el Casino, de Montecarlo. Por lo tonto, Montecarlo es la capital. Elecucudé.
-Sí, en verdad, ya lo sabía, no por que sepa una pepa de geografía sino porque me acordaba de lo del casino. En fin, vas al Casino de Montecarlo, a todos los restaurantes, hoteles, cafés y boites de Montecarlo -a lo largo de varios días si hace falta- y en todos pides permiso y vas al baño a cagar.
-El servil este ¿cree que hay que pedir permiso para cagar, en Montecarlo?
-No es servilismo, Monda, sino buenas maneras. Claro que no hace falta que tú sepas qué es eso para seguir con mi exposición. Bien, vas y haces caca en cada wáter de Montecarlo (claro que se requiere harto presupuesto para estar en condiciones de producir mierda en un lugar tan caro, pero olvidemos los supuestos y los presupuestos). Cagas y cagas, en fin, en cada wáter, con la esperanza, más aún, con la convicción apasionada de que en algún momento, en algún desagüe oscuro y propicio, tu caca se juntará, se mezclará y se pegará... con la de Carolina de Mónaco.
Hubo vítores y salvas de aplausos. El Loco se tiró un gran pedo de aprobación.
-Me gusta aquello de la "conviccion apasionada" -dijo Daniel.
-¿Es un buen sueño Sublime, Guarisco?
-Concuerdo, Caballero Antártico. Pero tienes que admitir que yo tenía razón: porque también es un sueño de mierda.
-Viendo a mi padre –reflexionó entonces Smisek- confirmo que fue él quien me dio estos huesos largos y esta mirada de tristeza insolente.
Por alguna razón -con una pausa sibilante- el Huayito dejaba en claro que el adjetivo llevaba mayúsculas, como si se tratase del célebre chocolate.
-A ver, dejen que el Huayocccjjarino cuente su sueño sssublime de mierda.
-Escucha y después opina, Guarisco... mi sueño Sublime empieza por ir a Mónaco, a Montecarlo mismo... De paso, a ver, Loco, tú que enseñas geografía ¿cuál es la capital, Mónaco o Montecarlo?
-El Principado es de Mónaco y el Casino, de Montecarlo. Por lo tonto, Montecarlo es la capital. Elecucudé.
-Sí, en verdad, ya lo sabía, no por que sepa una pepa de geografía sino porque me acordaba de lo del casino. En fin, vas al Casino de Montecarlo, a todos los restaurantes, hoteles, cafés y boites de Montecarlo -a lo largo de varios días si hace falta- y en todos pides permiso y vas al baño a cagar.
-El servil este ¿cree que hay que pedir permiso para cagar, en Montecarlo?
-No es servilismo, Monda, sino buenas maneras. Claro que no hace falta que tú sepas qué es eso para seguir con mi exposición. Bien, vas y haces caca en cada wáter de Montecarlo (claro que se requiere harto presupuesto para estar en condiciones de producir mierda en un lugar tan caro, pero olvidemos los supuestos y los presupuestos). Cagas y cagas, en fin, en cada wáter, con la esperanza, más aún, con la convicción apasionada de que en algún momento, en algún desagüe oscuro y propicio, tu caca se juntará, se mezclará y se pegará... con la de Carolina de Mónaco.
Hubo vítores y salvas de aplausos. El Loco se tiró un gran pedo de aprobación.
-Me gusta aquello de la "conviccion apasionada" -dijo Daniel.
-¿Es un buen sueño Sublime, Guarisco?
-Concuerdo, Caballero Antártico. Pero tienes que admitir que yo tenía razón: porque también es un sueño de mierda.
-Viendo a mi padre –reflexionó entonces Smisek- confirmo que fue él quien me dio estos huesos largos y esta mirada de tristeza insolente.
Sábado, junio 1982
Esta historia siempre me da escalofríos.
Entrégate voluntariamente a la Parca,
y déjala urdir tu destino a gusto suyo.
-Marco Aurelio, Los doce libros
Daniel había recogido la indómita y muy escocesa tradición de los hard men, los hombres duros a los que ni el frío, ni las privaciones, ni las catástrofes podrían jamás disuadir de embeberse en whisky o cerveza y aún escalar al día siguiente vías sobrehumanas.
Pero ¿era Daniel un auténtico hombre duro? El anguloso, siempre protuberante hard man estaba hecho de roca y carecía de puntos débiles aparte del del alcohol, que más bien parecía potenciarlo. De los hard men se contaban hazañas increíbles o espeluznantes, o ambas cosas a la vez. Los requisitos para entrar al club, al menos al capítulo sesentoso y californiano del mismo, eran absurdos: se esperaba nada menos que la capacidad de hacer quinientas barras en un solo día, o bien sólo cincuenta (pero seguidas) o al menos una (pero con un solo dedo). No pocos se preciaban de haber corrido al menos cien millas a pie en veinticuatro horas. O bien tomaban un viejo Chevy y se iban de Nueva York a Yosemite o a Touloumne Meadows en maratones de treinta horas al timón. Apenas llegados, cuatro o cinco de ellos solían colgarse de cabeza por los pies y en esa posición competir en secar un cajón de Jack Daniels. El último en golpear el suelo con la cabeza era declarado el vencedor del día, y luego marchaban todos -en una fila alegrona y ondulante- a escalar cosas atroces.
Tobin primus inter pares Sorenson, el héroe concreto de Smisek en su circunstancia, solía dejar de lado el arnés: construía un nudo de horca con su vieja cuerda y se lo ponía al cuello para escalar. Aún una caída menor, que de no haber llevado cuerda resultaría en poco más que un brazo roto, se convertía entonces en un error terminal. Escalaba así dispuesto para la muerte. La cuerda, que debería ser una herramienta para salvar su vida en caso de errores de juicio, se convertía en instrumento de castigo designado para matarlo el día soleado que le tocara por suerte. Cuando Tobin murió (en un accidente automovilístico) los demás bajaron el ritmo durante algunas semanas, pero poco después reaparecía, en Touloumne Meadows o en Illydwild, la horca de primero de cuerda.
En Illydwild quedó The Edge, su obra más acabada. Una enorme y lisa lonja de roca blanca, de casi cien metros de altura, terminaba por la derecha en una arista roma y uniforme, un larguísimo edge de ángulo constante y desprovisto de otras características que su absoluta exposición. Sorenson reclutó a un hardmen ad hoc para que lo acompañara a su aventura exorbitante. La proyectada vía empezaba ya a considerable altura. Atado a la cuerda -esta vez por la cintura, pero en The Edge eso no hacía ninguna diferencia- ascendieron un primer largo de cuarenta metros de mediana dificultad hasta una reunión colgante establecida con un único perno de cinco milímetros. Tobin dejó allí colgado a su hiperventilado segundo y subió por la arista durante una hora, temblando constantemente, otros cuarenta metros de 5.10 sin poner ninguna protección, nada en absoluto, hasta que se le acabó la cuerda. De pie en una concavidad (que la geografía registra famosamente con el nombre de Tobin's Cave, y que tiene la forma, el tamaño y la capacidad de una cuchara de sopa sostenida verticalmente) Sorenson empezó a perforar, a mano, un agujero para un perno. Para dar cada golpe de martillo perdía cuidadosamente el equilibrio calculando que el impacto se lo restableciera. Media hora más le tomó avanzar los necesarios tres centímetros en el durísimo granito, cuando se le rompió la broca dentro del agujero, volviendo inútil su herramienta y el largo trabajo que había consumido prácticamente todas sus energías y capacidades mentales. Aplastado, sintiéndose incapaz de seguir adelante, anunció que iba a saltar. Diecisiete pisos más abajo, al escuchar la decisión, su compañero vomitó y estuvo a punto de ahogarse en sus humores, lo que en nada ayudó a Tobin a calmarse para reconsiderar la situación. Escuchó que desde abajo le rogaban que no saltara, puesto que era evidente que su vuelo -de unos noventa o cien metros- arrancaría el solitario perno que sostenía a su compañero en la roca y que morirían ambos. Tobin no quería matar a nadie así que empezó a desencordarse, para entregar la cuerda a su compañero y salvarle la vida condenándose él mismo. Entre llantos y recriminaciones, el de abajo logró convencerlo de que no hiciera eso tampoco. Febril, resignado a su extraño modo de humanidad, Tobin -aún de pie en aquel resquicio y en el límite de la tensión nerviosa a la que puede llegar un ser humano- empezó a perforar un segundo agujero con el trozo de broca rota. Pasaron otros cuarenta minutos hasta que pudo instalar el seguro y depositar en él el peso de su humanidad y el de su tragedia. Porque, en lugar de atar allí el extremo de la cuerda para huír de ese infierno, llamó a su segundo de cuerda a que suba donde él... para seguir adelante.
Por supuesto, éste se negó. Después de todo era sólo un hombre. Advirtió que prefería abandonar allí a Tobin a una muerte merecida -y muchas veces postergada- que seguir el juego. Emplearon un rato considerable en esta felliniana negociación, y finalmente Tobin -nunca se supo qué podría haber ofrecido- consiguió establecer a su segundo de cuerda a su lado y largarse al relativamente sencillo tramo final, también absolutamente desprotegido.
Con dos pernos en cien metros, huelga decir que The Edge no ha sido repetida hasta hoy.
domingo, 13 de julio de 2008
KALI
Ayer envié el cuento que he estado escribiendo las pasadas semanas (ya saben: bacterias, lagos subantárticos, moléculas indóciles) a los amigos de Velero 25, la página peruana de ciencia-ficción. Han tenido la buena onda de colgarlo de inmediato: el enlace es http://www.velero25.net/pdfs/2008/kali.pdf
Espero que les guste. Ahora debo terminar el mueble que he estado postergando demasiado, primero por falta de la madera de espesor adecuado, y luego por este cuento.
Espero que les guste. Ahora debo terminar el mueble que he estado postergando demasiado, primero por falta de la madera de espesor adecuado, y luego por este cuento.
viernes, 11 de julio de 2008
Fragmento de una carta
(Acerca de la supuesta no-problematicidad filosófica de los científicos contemporáneos)
(...) I do not care for PoMo thought. What pisses me off the most is precisely what you hold as dismissable –the lack of scientific formation of the trend-leaders, their irresponsible shrugging off of the best (albeit still hypothetical) knowledge the human race has collected about reality.
We have discussed this already, but let me recall: you reckon you did not have a scientific (I’d say, hiperrational or mechanicistic) formation, not to say worldview. Since I am not sure whether you understand the extent of what thas means, the difference that keeps us apart, I’ll go into some re-explanation.
I grew up as a mechanical kid. My dad did that to me, and also my mother, my grandmother. Things have parts and wholes are functioning sums of able-designed parts. Every part is betterable and ought to be bettered. Better wholes can be thought of in advance, thus design is a noble art and well-designed things are a man’s contribution to a more effective universe, and the highest motive for human merit and human praise.
Now if you begin to come down to smaller and smaller parts, and to bigger and more complex wholes, technique ceases to have the upper hand, and you enter the magnificent palace of Science. I was an 11-year old kid when I did. And –mind this- I knew what was happening to me. I was about to define: I would become an engineer. If I did, I would go philosophically unproblematical. I had the foundations: matter was my playground. But then, there where Problems and I had to take some time to think about them. I think, this very process must have happened to the Yees and Shalizis: but also, mind you, to Thales and Aristotle and Spinoza and Leibniz, handymen.
I learned to be critical and became disgusted when inexact affirmations appeared in otherwise respectable work. I despised journalists: my father loved to study with me articles written by supposedly able professionals, stating mostly wrong figures about reality. Towers weren’t that tall, ships weren’t that heavy, meteors couldn’t be so quick.
I will not tolerate stupidity or ignorance to contaminate an honest search for knowledge. Problematizaton of reality can and will still be worked upon by social scientist and “philosophes” –a galicism that may now treason the very respectable sense Voltaire put into the original word- but not with my annouence. I purpose to stand in front and fight it. As for me, I shall deal with it not with the laboratories and machines which I should have learned to: but with words. But, as the avatar they are of the replaced labs, this words of mine will still be chosen not for their hazyness, not for their ignorance of what should be valuable, but for their exactitude, and the will to convey of the guy who commands this other, still aristotelian and honest, search for knowledge.
(...) I do not care for PoMo thought. What pisses me off the most is precisely what you hold as dismissable –the lack of scientific formation of the trend-leaders, their irresponsible shrugging off of the best (albeit still hypothetical) knowledge the human race has collected about reality.
We have discussed this already, but let me recall: you reckon you did not have a scientific (I’d say, hiperrational or mechanicistic) formation, not to say worldview. Since I am not sure whether you understand the extent of what thas means, the difference that keeps us apart, I’ll go into some re-explanation.
I grew up as a mechanical kid. My dad did that to me, and also my mother, my grandmother. Things have parts and wholes are functioning sums of able-designed parts. Every part is betterable and ought to be bettered. Better wholes can be thought of in advance, thus design is a noble art and well-designed things are a man’s contribution to a more effective universe, and the highest motive for human merit and human praise.
Now if you begin to come down to smaller and smaller parts, and to bigger and more complex wholes, technique ceases to have the upper hand, and you enter the magnificent palace of Science. I was an 11-year old kid when I did. And –mind this- I knew what was happening to me. I was about to define: I would become an engineer. If I did, I would go philosophically unproblematical. I had the foundations: matter was my playground. But then, there where Problems and I had to take some time to think about them. I think, this very process must have happened to the Yees and Shalizis: but also, mind you, to Thales and Aristotle and Spinoza and Leibniz, handymen.
I learned to be critical and became disgusted when inexact affirmations appeared in otherwise respectable work. I despised journalists: my father loved to study with me articles written by supposedly able professionals, stating mostly wrong figures about reality. Towers weren’t that tall, ships weren’t that heavy, meteors couldn’t be so quick.
I will not tolerate stupidity or ignorance to contaminate an honest search for knowledge. Problematizaton of reality can and will still be worked upon by social scientist and “philosophes” –a galicism that may now treason the very respectable sense Voltaire put into the original word- but not with my annouence. I purpose to stand in front and fight it. As for me, I shall deal with it not with the laboratories and machines which I should have learned to: but with words. But, as the avatar they are of the replaced labs, this words of mine will still be chosen not for their hazyness, not for their ignorance of what should be valuable, but for their exactitude, and the will to convey of the guy who commands this other, still aristotelian and honest, search for knowledge.
domingo, 15 de junio de 2008
¿(por) Qué estoy leyendo? (3)
Desde que empezaron a aplicarse en 1996, los resultados de las pruebas nacionales de rendimiento estudiantil revelaron severos déficit en la capacidad de lectura de los alumnos peruanos, tanto en primaria como en secundaria. No era que no lo supiéramos, pero las pruebas empezaron a informarnos, minuciosamente, en qué consistían estas carencias y cuál era su magnitud y -esto no parece recordarlo nadie- su orientación. Sacar a la luz esta información fue, ya se comprende, un doloroso parto político.
Sin embargo, lo que quiero comentar aquí es otra cosa. Una de los aspectos más interesantes del análisis (y el único divertido) que descubrimos quienes participábamos del proceso de divulgación de los resultados fue que los mismísimos cuadros con los que pretendíamos informar de estos malos resultados a cada ministro primero, a sus expertos de entrecasa después, y a las eminencias grises del Consejo Nacional de Educación y la opinión pública al final, no eran comprendidos sin recurrir a un vergonzoso número de explicaciones, ejemplos didácticos y vulgarizaciones pueriles. "Sus expertos, señor ministro, no entienden lo que leen" -dije alguna vez en el despacho. Esto se debía quizá a la formación exclusivamente humanistica de muchos de ellos, pero quizá también al confort de tener un doctorado en educación, esa extraña especie de título nobiliario que en general no requiere la capacidad de procesar información compleja, mucho menos de hacerse responsable por producirla uno mismo.
En consecuencia, debido a las demandas simplificadoras, "los peruanos no entienden lo que leen" pasó a ser el membrete singular por el cual este complejo asunto alcanzó las primeras planas. Detrás quedaban escondidas caracterizaciones más precisas, esa orientación a la que me he referido más arriba: cosas como "los peruanos no entienden información no literaria (ni gráficos ni cuadros)", "los peruanos no pueden extraer informacion contenida en una tabla", "los peruanos no pueden encontrar su camino en el recibo de la luz". (No extraña que voten de la manera en que lo hacen).
Pero, para entender las causas de lo dicho, tengo esta pista: sucede que en la educación pública peruana, y con frecuencia también en la privada, los peruanos no estudian Comunicación Integral: estudian Literatura. En las facultades de Educación, Escuelas Normales e institutos Pedagógicos, quienes hoy son maestros fueron enseñados así, con variada suerte. Siempre, en los cursos de Lenguaje primero y de Comunicación hoy, los maestros de estos maestros fueron maestros de Literatura.
Sus alumnos, por lo tanto -los actuales profesores de Comunicación Integral- son también maestros de Literatura. Donde deberían enseñar el uso del lenguaje y de la variedad de formas comunicativas que lo emplean, apenas se desembarazan de la gramática enseñan poesías, retazos de Cervantes, Balzac, Platero y yo. Cosas que, por cierto, hay que aprender... pero que los chicos apenas aprenden. Algunos de quienes logran aprender algo en esta materia reciben buena nota, sobresalen, van a la universidad y estudian... literatura. Luego es natural que "el gusto por la lectura" se haya convertido en sinónimo de "el gusto por la ficción literaria". Porque los maestros peruanos no enseñan a leer el recibo de la luz.
Y porque nuestros expertos en educación probablemente tampoco pueden leer el suyo.
Pero basta de lidiar con mis demonios en público. Cuelgo aquí otras cosas que estoy leyendo, aparte de mi recibo de la luz. Como ya he mostrado antes, son -en su enorme mayoría- no ficción. Y sé que a alguno le resultará difícil de creer, pero estas lecturas son para mí una fuente permanente de entretendimiento y aprendizaje.
Glaciares y bacterias...
Lonely Planet. Países Escandinavos. Estoy leyendo cada línea de esta popular guía; voy a vivir en Estocolmo varios meses y esto es parte de mi tarea. Ya terminé el capítulo sobre las islas Faeroe, Suecia y Svalbard -quiero ver osos polares en su medio natural. Me he conseguido también un enorme mapa de Suecia, guías de calles, dos diccionarios sueco-español, una gramática, y tengo links a media docena de Webkamms repartidas por colinas y edificios en suelo escandinavo. Si los peruanos nos quejamos de que los gringos creen que el Perú es sólo MachuPicchu, lo menos que puede hacer uno al viajar en la otra dirección es tratar de vestir un poco la imagen previa que se tiene del lugar de destino. Sé que a muchos el dato no les conmoverá, pero sucede que Escandinavia no es sólo desinhibidas rubias tetonas de ojos azules, como parecen creer mis entusiasmados y canosos compañeros de promo.
Jon Landeta. El método Delphi, una técnica de previsión del futuro. Esto lo reviso por cuestiones de trabajo, pero mi trabajo cada vez se parece menos a un trabajo.
José Matos Mar, Desborde Popular y Crisis del Estado, veinte años después. No leí esto cuando salió, aunque estuve al tanto. Quiero ver qué tanto se parece a lo que en verdad estuvo y está sucediendo. Encuentro que en esta edición los mapas son malísimos, las escalas equivocadas, la impresión de colores fuera de centro, un espanto.
Javier Sampedro, Deconstruyendo a Darwin. Lo que yo sabía sobre evolucionismo, darvinismo, genética y los últimos cuarenta años de polémicas entre los académicos de estos temas se ha triplicado en la pasada semana. Sampedro (biólogo, periodista científico, músico, pintor) es, sobre todo, divertido: combina su abundante conocimiento del tema con citas cinematográficas, alusiones al jazz y a la cultura pop y maldiciones muy castizas.
Emmanuel LeRoy Ladurie, Historia del Clima desde el año mil. LeRoy Ladurie es un clásico, si es que puede decirse también esto dentro de los estudios paleoclimáticos. Estoy releyendo algunos capítulos. Trae abundante información de fuentes antiguas, comentarios franciscanos del siglo XIV, leyes suizas medievales que atañen a la prevención de avalanchas, observaciones alemanas del XVII... muy educativo. Recuerdo que fue la lectura de este libro, hace más de una década, lo que me empezó a llevar al tema del calentamiento periódico del clima terrestre.
Thierry Jamin, Pusharo, la memoria recobrada de los incas. Los petroglifos de Pusharo, en Madre de Dios, son el típico enigma de Indiana Jones. Encontré poco en la web cuando empecé a investigar sobre esto, hace un par de años. Una pared de roca de veinte metros de alto y cincuenta de ancho, descubierta por un misionero dominico a inicios del siglo XX, cubierta de jeroglifos que nadie entiende. Jamin hace un buen trabajo descriptivo, pero luego adelanta explicaciones, interpretaciones, lecturas que parecen reacciones a un test de Rorscharch. No dice que son obra de extraterrestres, pero sí que son indicaciones para el camino a Paititi, lo cual, la verdad, me sirve muchísimo.
Susan Blackmore, The Meme Machine. Yo siempre estoy releyendo a Blackmore.
Sin embargo, lo que quiero comentar aquí es otra cosa. Una de los aspectos más interesantes del análisis (y el único divertido) que descubrimos quienes participábamos del proceso de divulgación de los resultados fue que los mismísimos cuadros con los que pretendíamos informar de estos malos resultados a cada ministro primero, a sus expertos de entrecasa después, y a las eminencias grises del Consejo Nacional de Educación y la opinión pública al final, no eran comprendidos sin recurrir a un vergonzoso número de explicaciones, ejemplos didácticos y vulgarizaciones pueriles. "Sus expertos, señor ministro, no entienden lo que leen" -dije alguna vez en el despacho. Esto se debía quizá a la formación exclusivamente humanistica de muchos de ellos, pero quizá también al confort de tener un doctorado en educación, esa extraña especie de título nobiliario que en general no requiere la capacidad de procesar información compleja, mucho menos de hacerse responsable por producirla uno mismo.
En consecuencia, debido a las demandas simplificadoras, "los peruanos no entienden lo que leen" pasó a ser el membrete singular por el cual este complejo asunto alcanzó las primeras planas. Detrás quedaban escondidas caracterizaciones más precisas, esa orientación a la que me he referido más arriba: cosas como "los peruanos no entienden información no literaria (ni gráficos ni cuadros)", "los peruanos no pueden extraer informacion contenida en una tabla", "los peruanos no pueden encontrar su camino en el recibo de la luz". (No extraña que voten de la manera en que lo hacen).
Pero, para entender las causas de lo dicho, tengo esta pista: sucede que en la educación pública peruana, y con frecuencia también en la privada, los peruanos no estudian Comunicación Integral: estudian Literatura. En las facultades de Educación, Escuelas Normales e institutos Pedagógicos, quienes hoy son maestros fueron enseñados así, con variada suerte. Siempre, en los cursos de Lenguaje primero y de Comunicación hoy, los maestros de estos maestros fueron maestros de Literatura.
Sus alumnos, por lo tanto -los actuales profesores de Comunicación Integral- son también maestros de Literatura. Donde deberían enseñar el uso del lenguaje y de la variedad de formas comunicativas que lo emplean, apenas se desembarazan de la gramática enseñan poesías, retazos de Cervantes, Balzac, Platero y yo. Cosas que, por cierto, hay que aprender... pero que los chicos apenas aprenden. Algunos de quienes logran aprender algo en esta materia reciben buena nota, sobresalen, van a la universidad y estudian... literatura. Luego es natural que "el gusto por la lectura" se haya convertido en sinónimo de "el gusto por la ficción literaria". Porque los maestros peruanos no enseñan a leer el recibo de la luz.
Y porque nuestros expertos en educación probablemente tampoco pueden leer el suyo.
Pero basta de lidiar con mis demonios en público. Cuelgo aquí otras cosas que estoy leyendo, aparte de mi recibo de la luz. Como ya he mostrado antes, son -en su enorme mayoría- no ficción. Y sé que a alguno le resultará difícil de creer, pero estas lecturas son para mí una fuente permanente de entretendimiento y aprendizaje.
Glaciares y bacterias...
Lonely Planet. Países Escandinavos. Estoy leyendo cada línea de esta popular guía; voy a vivir en Estocolmo varios meses y esto es parte de mi tarea. Ya terminé el capítulo sobre las islas Faeroe, Suecia y Svalbard -quiero ver osos polares en su medio natural. Me he conseguido también un enorme mapa de Suecia, guías de calles, dos diccionarios sueco-español, una gramática, y tengo links a media docena de Webkamms repartidas por colinas y edificios en suelo escandinavo. Si los peruanos nos quejamos de que los gringos creen que el Perú es sólo MachuPicchu, lo menos que puede hacer uno al viajar en la otra dirección es tratar de vestir un poco la imagen previa que se tiene del lugar de destino. Sé que a muchos el dato no les conmoverá, pero sucede que Escandinavia no es sólo desinhibidas rubias tetonas de ojos azules, como parecen creer mis entusiasmados y canosos compañeros de promo.
Jon Landeta. El método Delphi, una técnica de previsión del futuro. Esto lo reviso por cuestiones de trabajo, pero mi trabajo cada vez se parece menos a un trabajo.
José Matos Mar, Desborde Popular y Crisis del Estado, veinte años después. No leí esto cuando salió, aunque estuve al tanto. Quiero ver qué tanto se parece a lo que en verdad estuvo y está sucediendo. Encuentro que en esta edición los mapas son malísimos, las escalas equivocadas, la impresión de colores fuera de centro, un espanto.
Javier Sampedro, Deconstruyendo a Darwin. Lo que yo sabía sobre evolucionismo, darvinismo, genética y los últimos cuarenta años de polémicas entre los académicos de estos temas se ha triplicado en la pasada semana. Sampedro (biólogo, periodista científico, músico, pintor) es, sobre todo, divertido: combina su abundante conocimiento del tema con citas cinematográficas, alusiones al jazz y a la cultura pop y maldiciones muy castizas.
Emmanuel LeRoy Ladurie, Historia del Clima desde el año mil. LeRoy Ladurie es un clásico, si es que puede decirse también esto dentro de los estudios paleoclimáticos. Estoy releyendo algunos capítulos. Trae abundante información de fuentes antiguas, comentarios franciscanos del siglo XIV, leyes suizas medievales que atañen a la prevención de avalanchas, observaciones alemanas del XVII... muy educativo. Recuerdo que fue la lectura de este libro, hace más de una década, lo que me empezó a llevar al tema del calentamiento periódico del clima terrestre.
Thierry Jamin, Pusharo, la memoria recobrada de los incas. Los petroglifos de Pusharo, en Madre de Dios, son el típico enigma de Indiana Jones. Encontré poco en la web cuando empecé a investigar sobre esto, hace un par de años. Una pared de roca de veinte metros de alto y cincuenta de ancho, descubierta por un misionero dominico a inicios del siglo XX, cubierta de jeroglifos que nadie entiende. Jamin hace un buen trabajo descriptivo, pero luego adelanta explicaciones, interpretaciones, lecturas que parecen reacciones a un test de Rorscharch. No dice que son obra de extraterrestres, pero sí que son indicaciones para el camino a Paititi, lo cual, la verdad, me sirve muchísimo.
Susan Blackmore, The Meme Machine. Yo siempre estoy releyendo a Blackmore.
miércoles, 28 de mayo de 2008
¿(por) Qué estoy leyendo? (2)
Un amable anónimo dice que con la lista de lecturas del post anterior seguro seré contado entre los andinos. Ojalá; hasta ahora el único que me ha contado entre los criollos ha sido Gustavo Faverón, aunque es verdad que varios otros han mencionado que, por aspecto, podría ser considerado de la argolla. Para acentuar incertidumbres (es la inercia, acabo de salir de un taller de prospectiva con método Delphi) va mi segunda lista, esta vez ´sobre un solo tema. Glaciares, bacterias y carpintería, más adelante.
Élan minoico / griego
Emily Vermuele, Grecia en la Edad del Bronce. Información fundamental sobre la Grecia del calcolítico (8000 - 2500 AC) e inicios de la edad del Bronce. No creo que lo lea completo; Micenas ya es demasiado tarde a efectos de mi novela.
Jean Pierre Vernant, El individuo, la muerte y el amor en la Grecia antigua. Este libro me descubrió a Vernant, de quien antes no había oído hablar. Leí la Introducción y capítulos sobre cadáveres ultrajados, sobre las antiguas ideologías de la muerte comparadas, y en particular uno estupendo sobre el individuo y la ciudad descubriéndose el uno al otro. Lo he llenado de anotaciones.
Jean Pierre Vernant, La muerte en los ojos. Figuras del Otro en la antigua Grecia. Este es un librito de cien páginas que sí he leido de tapa a tapa, aunque no en el orden previsto. La Gorgona siempre me resultó fascinante. Quizá porque siempre quise convertirme en piedra, quizá porque ya lo he hecho: revisándolo, me detengo en esta nota a lápiz.
"Pero nunca me interesó pensar en ellos, Nikalina; nunca me di tiempo o creí apropiado cederles el tiempo que había nacido apartado para ti, es decir, progresivamente, todo el tiempo. Y todo el tiempo, entonces, esta vida única que tengo, dirigida a ese foco singular que es mi muerte: el momento en que todo termine, por fin, y yo pueda decirte, henchido de lealtad y de orgullo por esa larguísima lealtad, monstruosa, fatal: estuve pensando en ti."
Jean-Pierre Vernant, Entre mito y política. Una autobiografía político-académica de Vernant, estéril para mi gusto, aunque recorro algunos pasajes de los capítulos centrales en busca de su rollo sobre espejos, ídolos, y la visión de lo trágico.
Carlo Diano. Forma y evento. Principios para una interpretación del mundo griego. Tras un prefacio prescindible de 40 páginas, el brillante ensayo de Diano tiene apenas 60 que he leido una y otra vez, salteado, entre Satipo, Barranca, las pampas de Junín, Conchucos... Me gusta Diano porque me hace escribir. Mis notas en las (anchas) márgenes resultan suculentas, como me sucede con Ortega, con Steiner y con la Blackmore: "Daniel Smisek sube un cerro. No lo sube como un peruano que asciende a la cima del Apu, ni como un rey griego en el Monte Olimpo. Daniel sube como un pastor eslavo en los Urales, como un guerrero escita en el Cáucaso: Daniel no venera, no teme. Sube."
Impulsado por esto también estoy hojeando unos regalos que he recibido: Sophokles. Women of Trachis. A version by Ezra Pound, y Anábasis de Jenofonte.
Ismaíl Kadaré. Esquilo. Kadaré sigue a Vernant en asociar al espectro la función de la lápida funeraria, y de allí se da cuatro saltos mortales y establece una nueva teoría para el origen de la tragedia. Loco, pero atendible. Me gusta esta frase: "Hojear uno de sus textos supone una meditación más que una lectura, hasta el punto de que, en el transcurso de la misma, lo natural sería que el libro se mantuviese más tiempo cerrado que abierto". Así leo yo, cerrando libros; y jamás marco la página que cerré.
Marcel Detienne. Los maestros de verdad en la Grecia Arcaica. Detienne es un atendible heredero de Vernant, ahora que el viejo ha muerto. Empecé por el capítulo 3, El Anciano del mar -donde enfrenta a Diano, en parte- y he pasado al 4, la Ambiguedad de la palabra.
Historia de la Familia, de Burguière, Klapisch-Zuber et al. He leido los prologos de Claude Lèvi Strauss y de Duby, y los capítulos sobre Prehistoria de la familia, Sumeria, Egipto y Grecia arcaica. Digamos, las primeras 200 páginas.
Y sin embargo, sigo siendo andino.
Élan minoico / griego
Emily Vermuele, Grecia en la Edad del Bronce. Información fundamental sobre la Grecia del calcolítico (8000 - 2500 AC) e inicios de la edad del Bronce. No creo que lo lea completo; Micenas ya es demasiado tarde a efectos de mi novela.
Jean Pierre Vernant, El individuo, la muerte y el amor en la Grecia antigua. Este libro me descubrió a Vernant, de quien antes no había oído hablar. Leí la Introducción y capítulos sobre cadáveres ultrajados, sobre las antiguas ideologías de la muerte comparadas, y en particular uno estupendo sobre el individuo y la ciudad descubriéndose el uno al otro. Lo he llenado de anotaciones.
Jean Pierre Vernant, La muerte en los ojos. Figuras del Otro en la antigua Grecia. Este es un librito de cien páginas que sí he leido de tapa a tapa, aunque no en el orden previsto. La Gorgona siempre me resultó fascinante. Quizá porque siempre quise convertirme en piedra, quizá porque ya lo he hecho: revisándolo, me detengo en esta nota a lápiz.
"Pero nunca me interesó pensar en ellos, Nikalina; nunca me di tiempo o creí apropiado cederles el tiempo que había nacido apartado para ti, es decir, progresivamente, todo el tiempo. Y todo el tiempo, entonces, esta vida única que tengo, dirigida a ese foco singular que es mi muerte: el momento en que todo termine, por fin, y yo pueda decirte, henchido de lealtad y de orgullo por esa larguísima lealtad, monstruosa, fatal: estuve pensando en ti."
Jean-Pierre Vernant, Entre mito y política. Una autobiografía político-académica de Vernant, estéril para mi gusto, aunque recorro algunos pasajes de los capítulos centrales en busca de su rollo sobre espejos, ídolos, y la visión de lo trágico.
Carlo Diano. Forma y evento. Principios para una interpretación del mundo griego. Tras un prefacio prescindible de 40 páginas, el brillante ensayo de Diano tiene apenas 60 que he leido una y otra vez, salteado, entre Satipo, Barranca, las pampas de Junín, Conchucos... Me gusta Diano porque me hace escribir. Mis notas en las (anchas) márgenes resultan suculentas, como me sucede con Ortega, con Steiner y con la Blackmore: "Daniel Smisek sube un cerro. No lo sube como un peruano que asciende a la cima del Apu, ni como un rey griego en el Monte Olimpo. Daniel sube como un pastor eslavo en los Urales, como un guerrero escita en el Cáucaso: Daniel no venera, no teme. Sube."
Impulsado por esto también estoy hojeando unos regalos que he recibido: Sophokles. Women of Trachis. A version by Ezra Pound, y Anábasis de Jenofonte.
Ismaíl Kadaré. Esquilo. Kadaré sigue a Vernant en asociar al espectro la función de la lápida funeraria, y de allí se da cuatro saltos mortales y establece una nueva teoría para el origen de la tragedia. Loco, pero atendible. Me gusta esta frase: "Hojear uno de sus textos supone una meditación más que una lectura, hasta el punto de que, en el transcurso de la misma, lo natural sería que el libro se mantuviese más tiempo cerrado que abierto". Así leo yo, cerrando libros; y jamás marco la página que cerré.
Marcel Detienne. Los maestros de verdad en la Grecia Arcaica. Detienne es un atendible heredero de Vernant, ahora que el viejo ha muerto. Empecé por el capítulo 3, El Anciano del mar -donde enfrenta a Diano, en parte- y he pasado al 4, la Ambiguedad de la palabra.
Historia de la Familia, de Burguière, Klapisch-Zuber et al. He leido los prologos de Claude Lèvi Strauss y de Duby, y los capítulos sobre Prehistoria de la familia, Sumeria, Egipto y Grecia arcaica. Digamos, las primeras 200 páginas.
Y sin embargo, sigo siendo andino.
martes, 27 de mayo de 2008
¿(por) Qué estoy leyendo?
Es como si uno debiera disculparse por no leer novelas... Leo para divertirme y leo porque me divierte. Leo, principalmente, porque escribo, y tengo muchas preguntas que atañen a los temas sobre los que estoy escribiendo, preguntas que no me responde Wikipedia.
Este mes estoy averiguando acerca de cinco o seis temas: los glaciares, la expansion del Tawantinsuyo hacia el este, las bacterias, la tecnología precerámica, el periodo protominoico en el Mediterráneo oriental, la estructura de la narración contemporánea... Por lo general estos temas se asocian a las ficciones específicas que estoy escribiendo, pero no siempre la correspondencia es uno a uno. Por ejemplo, en una de mis novelas en trabajo hay bacterias (y aluminio, y un cuadro de Rembrandt) , mientras que en la otra hay hielo glaciar (y chicas anoréxicas, y machiguengas). De pronto se me ocurre el argumento para un cuento que tiene bacterias atrapadas en el hielo, y entonces una sola lectura sirve a varios propósitos. Postearé hoy lo que estoy leyendo sólo sobre dos de estos temas.
Novelística, narrativa, arte:
E.M. Cioran, El ocaso del pensamiento. No me está gustando mucho; veo a un Cioran blando y con un manejo del lenguaje inferior a lo que le conozco. Para contrastar, consulto al mismo tiempo sus opiniones sobre la novela en "Cartas sobre algunas aporías", que está en Adiós a la filosofía y otros textos.
Ortega y Gasset, La deshumanización del arte y otros ensayos de estética. Ortega escribe bien, y piensa con claridad. Me gusta leerlo, aunque sus ideas sobre estética están aquí algo fechadas.
Néstor García Canclini. Lectores, espectadores, internautas. Canclini no me gusta, desde que tratamos de contratarlo en el MED para un evento y se puso soberanamente engreído. Estoy buscando en este desordenado librito alguna intuición luminosa, algún dato sorprendente para que lo cite un personaje mío que no me cae bien. No encuentro nada aún.
Mario Vargas Llosa. La verdad de las mentiras. No había podido tenerlo antes y ahora estoy disfrutando sus tendenciosas interpretaciones. Hasta ahora he leido lo que dice sobre Mann, Conrad, Joyce, Hesse, Huxley, Camus y Orwell, entre los autores cuya obra comentada sí conozco, y algunas de las otras.
Umberto Eco. A paso de cangrejo. Una colección de conferencias y artículos. La mitad del libro es (muy culta) chismografía política italiana, que de vez en cuando logra ser divertida. El resto no tiene pierde, y su lucidez (espero) será contagiosa.
Incas, Antisuyo, conflictología andina:
Pedro Cieza de León. La crónica del Perú. Nunca leí cronistas en la universidad, y ahora me acuerdo por qué. Pero me paseo por los capítulos pertinentes a mi libro, a ver qué encuentro. Me gusta la descripción de la costa, legua a legua. Lo leo con el Google Earth abierto, a veces comparándolo con mapas y guías playeras.
Juan de Betanzos, Suma y narración de los Incas. Lo mismo digo, pero este es más entretenido y útil para mí, en las pocas páginas sobre Mango Inga y Sairi Túpac. La edición es también más agradable.
Pierre Verger, Fiestas y danzas en el Cuzco y en los Andes. Es un antiguo (1945) libro de fotografías comentadas por Luis E. Valcárcel. Los comentarios del fundador del andinismo son poéticos, prejuiciosos, anticientíficos, telúricos y además vienen en tres idiomas.
P. Andrés Ferrero, o. p.; Los Machiguengas, tribu selvática del sur-oriente peruano. Las fuerzas evangelizadoras hacen todo lo posible para que el buen padre Ferrero abandone el tino y la imparcialidad científica, pero felizmente no lo logran. Se deja leer. Estoy armando algo simpático con este material.
Griss, Perú insurgente, Perú emergente. Apuntes sobre 40 años de lucha armada. Un esperpento. Citas del Che, de Regis Debray y Franz Fanon, textos e interpretaciones heroicas de Javier Heraud, Hugo Blanco, Guillermo Lobatón... Abimael, Letts, Cerpa todojunto. Me sirve porque me ofrece para un personaje cierto peculiar lenguaje (el de un revolucionario no cínico) y una ceguera, la ceguera de la esperanza.
Comisión Andina de Juristas. Coca, cocaína y narcotráfico. Laberinto en los andes. Para el tema, es un libro viejo (1989). Como Secretario General de Interior he tenido acceso a mejor información, desde luego, pero me sirve el modo como Diego García Sayán la ha organizado aquí.
María Rosworowski. Historia del Tawantinsuyo. He leido la introducción y los capítulos sobre rentabilidad y modelo económico. Discreto, interesante, es como una pizarra en blanco sobre la cual dibujar ficciones.
María Rostworowski. Estructuras andinas del poder. Ideología religiosa y política. Entrevisté a la sra. R en 2006, lamentablemente, sin haber leido nada suyo -aparte de otras entrevistas. Me parece que debía corregir eso, en particular no estando de acuerdo con algunas cosas que me respondió entonces. Leo ahora el capítulo 3, diosas y parejas divinas, y el 6, La diarquía entre los Incas. Útil.
Jorge Bruce. Nos habíamos choleado tanto. Sí, estoy leyendo un best-seller. Bruce y Nugent y Twanama y Tanaka y sus títulos-variante-de-títulos-famosos. Yo inventé el mío: "El fin de la historia y el último cholo". Ya postearé el artículo.
Instituto Nacional de Cultura. Proyecto Qhapaq Ñan. Informe de campaña 2004. Me sirve el prólogo de Lumbreras, las noticias geográficas, los muchos mapas, las fotos de los túneles del camino inca.
Máximo Ccama Ttito, Alejandra Titto Tica, Abraham Valencia, Tatiana Valencia. Ritos de competición en los Andes. Luchas y contiendas en el Cuzco. Costumbres, armamento, insultos y canciones propias de los tupay (batallas rituales) de Chiaraje y Tocto. Utilísimo, pero ninguna tolerancia intercultural me permite callar mi indignación por la persistencia de sacrificios humanos en nuestro siglito veintiuno, realizados, además, en presencia de la Policía Nacional. De espanto.
Creo que debo explicar cómo leo esto que leo. Todos los libros que menciono están a la mano, retirados de la estantería. Hay media docena en el baño, otro poco en mi mesa de noche, un par en la mesa, algunos al lado de la computadora. Leo unos párrafos o unas páginas de cada uno, salto entre capítulos... rara vez alcanzo a leer más de diez páginas seguidas. Consulto al menos cinco libros diferentes en una mañana. Entre uno y otro, a menudo entre un párrafo y otro, tomo notas, bien en la computadora o directamente a mano en las márgenes de los manuscritos de mis proyectos. Muchas veces hago dibujos, diagramas, rostros, hasta smileys. Hago esto porque me resulta sumamente difícil leer de otra manera.
Sigo pronto con algunas de mis otras lecturas.
Este mes estoy averiguando acerca de cinco o seis temas: los glaciares, la expansion del Tawantinsuyo hacia el este, las bacterias, la tecnología precerámica, el periodo protominoico en el Mediterráneo oriental, la estructura de la narración contemporánea... Por lo general estos temas se asocian a las ficciones específicas que estoy escribiendo, pero no siempre la correspondencia es uno a uno. Por ejemplo, en una de mis novelas en trabajo hay bacterias (y aluminio, y un cuadro de Rembrandt) , mientras que en la otra hay hielo glaciar (y chicas anoréxicas, y machiguengas). De pronto se me ocurre el argumento para un cuento que tiene bacterias atrapadas en el hielo, y entonces una sola lectura sirve a varios propósitos. Postearé hoy lo que estoy leyendo sólo sobre dos de estos temas.
Novelística, narrativa, arte:
E.M. Cioran, El ocaso del pensamiento. No me está gustando mucho; veo a un Cioran blando y con un manejo del lenguaje inferior a lo que le conozco. Para contrastar, consulto al mismo tiempo sus opiniones sobre la novela en "Cartas sobre algunas aporías", que está en Adiós a la filosofía y otros textos.
Ortega y Gasset, La deshumanización del arte y otros ensayos de estética. Ortega escribe bien, y piensa con claridad. Me gusta leerlo, aunque sus ideas sobre estética están aquí algo fechadas.
Néstor García Canclini. Lectores, espectadores, internautas. Canclini no me gusta, desde que tratamos de contratarlo en el MED para un evento y se puso soberanamente engreído. Estoy buscando en este desordenado librito alguna intuición luminosa, algún dato sorprendente para que lo cite un personaje mío que no me cae bien. No encuentro nada aún.
Mario Vargas Llosa. La verdad de las mentiras. No había podido tenerlo antes y ahora estoy disfrutando sus tendenciosas interpretaciones. Hasta ahora he leido lo que dice sobre Mann, Conrad, Joyce, Hesse, Huxley, Camus y Orwell, entre los autores cuya obra comentada sí conozco, y algunas de las otras.
Umberto Eco. A paso de cangrejo. Una colección de conferencias y artículos. La mitad del libro es (muy culta) chismografía política italiana, que de vez en cuando logra ser divertida. El resto no tiene pierde, y su lucidez (espero) será contagiosa.
Incas, Antisuyo, conflictología andina:
Pedro Cieza de León. La crónica del Perú. Nunca leí cronistas en la universidad, y ahora me acuerdo por qué. Pero me paseo por los capítulos pertinentes a mi libro, a ver qué encuentro. Me gusta la descripción de la costa, legua a legua. Lo leo con el Google Earth abierto, a veces comparándolo con mapas y guías playeras.
Juan de Betanzos, Suma y narración de los Incas. Lo mismo digo, pero este es más entretenido y útil para mí, en las pocas páginas sobre Mango Inga y Sairi Túpac. La edición es también más agradable.
Pierre Verger, Fiestas y danzas en el Cuzco y en los Andes. Es un antiguo (1945) libro de fotografías comentadas por Luis E. Valcárcel. Los comentarios del fundador del andinismo son poéticos, prejuiciosos, anticientíficos, telúricos y además vienen en tres idiomas.
P. Andrés Ferrero, o. p.; Los Machiguengas, tribu selvática del sur-oriente peruano. Las fuerzas evangelizadoras hacen todo lo posible para que el buen padre Ferrero abandone el tino y la imparcialidad científica, pero felizmente no lo logran. Se deja leer. Estoy armando algo simpático con este material.
Griss, Perú insurgente, Perú emergente. Apuntes sobre 40 años de lucha armada. Un esperpento. Citas del Che, de Regis Debray y Franz Fanon, textos e interpretaciones heroicas de Javier Heraud, Hugo Blanco, Guillermo Lobatón... Abimael, Letts, Cerpa todojunto. Me sirve porque me ofrece para un personaje cierto peculiar lenguaje (el de un revolucionario no cínico) y una ceguera, la ceguera de la esperanza.
Comisión Andina de Juristas. Coca, cocaína y narcotráfico. Laberinto en los andes. Para el tema, es un libro viejo (1989). Como Secretario General de Interior he tenido acceso a mejor información, desde luego, pero me sirve el modo como Diego García Sayán la ha organizado aquí.
María Rosworowski. Historia del Tawantinsuyo. He leido la introducción y los capítulos sobre rentabilidad y modelo económico. Discreto, interesante, es como una pizarra en blanco sobre la cual dibujar ficciones.
María Rostworowski. Estructuras andinas del poder. Ideología religiosa y política. Entrevisté a la sra. R en 2006, lamentablemente, sin haber leido nada suyo -aparte de otras entrevistas. Me parece que debía corregir eso, en particular no estando de acuerdo con algunas cosas que me respondió entonces. Leo ahora el capítulo 3, diosas y parejas divinas, y el 6, La diarquía entre los Incas. Útil.
Jorge Bruce. Nos habíamos choleado tanto. Sí, estoy leyendo un best-seller. Bruce y Nugent y Twanama y Tanaka y sus títulos-variante-de-títulos-famosos. Yo inventé el mío: "El fin de la historia y el último cholo". Ya postearé el artículo.
Instituto Nacional de Cultura. Proyecto Qhapaq Ñan. Informe de campaña 2004. Me sirve el prólogo de Lumbreras, las noticias geográficas, los muchos mapas, las fotos de los túneles del camino inca.
Máximo Ccama Ttito, Alejandra Titto Tica, Abraham Valencia, Tatiana Valencia. Ritos de competición en los Andes. Luchas y contiendas en el Cuzco. Costumbres, armamento, insultos y canciones propias de los tupay (batallas rituales) de Chiaraje y Tocto. Utilísimo, pero ninguna tolerancia intercultural me permite callar mi indignación por la persistencia de sacrificios humanos en nuestro siglito veintiuno, realizados, además, en presencia de la Policía Nacional. De espanto.
Creo que debo explicar cómo leo esto que leo. Todos los libros que menciono están a la mano, retirados de la estantería. Hay media docena en el baño, otro poco en mi mesa de noche, un par en la mesa, algunos al lado de la computadora. Leo unos párrafos o unas páginas de cada uno, salto entre capítulos... rara vez alcanzo a leer más de diez páginas seguidas. Consulto al menos cinco libros diferentes en una mañana. Entre uno y otro, a menudo entre un párrafo y otro, tomo notas, bien en la computadora o directamente a mano en las márgenes de los manuscritos de mis proyectos. Muchas veces hago dibujos, diagramas, rostros, hasta smileys. Hago esto porque me resulta sumamente difícil leer de otra manera.
Sigo pronto con algunas de mis otras lecturas.
sábado, 17 de mayo de 2008
PARADOJA DE AQUILES Y LAS TORTUNINJAS
Escribí esto a máquina hace ya muchos años. Nunca antes tuve una versión electrónica, y ahora he logrado extraérsela al escáner. Alguna vez, en otros textos he jugado con referencias a cosas que se dicen aquí. Descubro en la relectura que antes aún (algunos cuentos de Un Único Desierto) jugaban ya con elementos que están desplegados aquí. Lo posteo ahora porque en el blog de Gustavo Faveron, PUENTE AÉREO, hay una discusión en la que estoy participando, que toca en parte las cuestiones que levanté aquí de manera tan incompetente, y que creo que este texto podrían ayudar a esclarecer, o emborronar, whatever.
PARADOJA DE AQUILES Y LAS TORTUNINJAS
Desventajas de una educación clásica
Kowabunga
(Donatello)
En esa apoteósica oda a los vidrios rotos que es Duro de Matar, el perverso terrorista centroeuropeo que va a destripar el Nakatomi Plaza, inclinado sobre una descomunal maqueta, recita: “Y vió Alejandro lo extenso de sus dominios, y al entender que no le quedaba nada por conquistar, , lloró”. Y añade con maligno orgullo: “Ventajas de una formación clásica”.
Ahora bien, ¿es aquella una ventaja, en realidad? Debería serlo, aún en esta época inclinada a las profesiones breves y técnicas; también es cierto que ha de ser imposible demostrarlo sin incurrir en una petitio principii. Por otro lado a fines del segundo milenio ya nadie puede estar seguro de nada. Por ejemplo, puede resultar que al adentramos en tal demostración acabemos descubriendo que, por el contrario, la educación clásica sea una suerte de tara apenas superable.
Para comprobarlo saltemos del Nakatomi Plaza a otro edificio, el sombrío Bradbury Building de la recientemente televisada Dead On Arrival (1952) de Rudolf Maté. Este pequeño clásico del cine negro hace un encantador estudio del tema de la carrera contra la muerte, que -con un par de lunares curiosos- es llevado allí hasta sus últimas consecuencias y sin concesión al happy end. La traducción española del título es literal e injusta: lo que refiere la sigla D.O.A. inscrita en los certificados de defunción en los países anglosajones corresponde con exactitud a nuestro “Llegó cadáver” pero por supuesto es tarde para romper con el culto a Muerto al Llegar.
Pues bien, cualquier mediano aficionado a la sub-literatura sabe que este mismo tema de ‘tener las horas contadas’ es interpretado para la ciencia-ficción por Phillip K. Dick en su novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” Al momento de basarse en esta historia para el rodaje de la versión fílmica -Blade Runner- Ridley Scott elige nada menos que el Bradbury Building como escenario del drama final de los androides replicantes: el mismo edificio que termina de matar a Frank Bigelow, personaje central de Muerto al Llegar.
Hacer citas cinematográficas es un juego tan viejo como el cine. Algunos directores, como Francis Ford Coppola, se han hecho de una reputación en base a ellas. (Hace poco hemos visto al hombre invisible Chevy Chase aludiendo precisamente al inicio de D.O.A.) Pero el público que paga por ver Blade Runner en su mayor parte ignora el precedente histórico: la percepción generalizada de la presencia de aquella mole gótica en el filme es que en ella no hay cita alguna, o que lo del Edificio Bradbury es un velado homenaje a Ray Bradbury, el viejo poeta marciano, y no la sesuda alusión al cine negro que los entendidos ven o creen ver. Tal puede ser el caso; de cualquier modo ya Sócrates pronunció frases definitivas acerca de las opiniones generalizadas.
Los entendidos entienden más que el público-lector medio, es cierto: pero su ventaja nada decide. Siempre se quedan cortos. El caso es que nadie, por mucha erudición que tenga, puede estar seguro de haber leído un documento cultural cualquiera en todas sus exactas profundidades. Una formación clásica no basta, o bien la noción de lo clásico nunca es lo suficientemente amplia. Francis Ford Coppola hace negocio citando a Orson Welles, que citaba a Joseph Conrad, que reproducía una vieja leyenda siberiana cuya fuente desconocemos. Como resultado, en Apocalypse Now sobreviven en boca de Marlon Brando las palabras que hace mil años dijo algún cazador eslavo muy al norte de Moscú... Y la cadena de Blade Runner - D.O.A. tampoco se agota fácilmente. ¿Quién puede, en efecto, rastrear en el pasado todas las alusiones, intencionales o no, que constituyen la gran masa del Arte? La erudición insaciable, que impone esta tarea, constituye asimismo su principal estorbo al no saber cuándo detenerse. Para mostrarlo hurguemos en dos ejemplos, posibles sustratos del tema de Scott-Dick-Maté. Ambos tienen trampa.
En Blade Runner -cuya traducción aproximada tendría que ser “verdugo”: el que acciona la guillotina, salvándonos de un no intentado Corredor de cuchilla- el padre o creador de los androides y de quien en cierto modo dependen sus muertes, es un biólogo multimillonario y genial llamado J. Tyrrel. ¡Ajá! -dice el lector, ya suspicaz- ¿Veladas alusiones a una escudería de Fórmula Uno? Hay por lo menos una posibilidad más atractiva. Prácticamente en el centro del amenazador bodoque de las Obras Completas de William Shakespeare, más exactamente en Ricardo III (la de “Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo”) acto IV, escenas II y III, nos topamos con otro James Tyrrel. Este es encomendado por el todopoderoso Rey a asesinar a sus hijos, enemigos suyos encerrados en la Torre de Londres -otra ominosa arquitectura- y luego a dar información acerca de las circunstancias precisas de aquellas muertes. El Tyrrel del filme, por su parte, aparece en un extraordinario torreón futuro, y en una de las escenas es requerido por el líder de los androides por detalles de las inevitables muertes... las palabras que se emplean son casi las mismas; Phillip Dick no puede haber llegado a tal nombre por casualidad. Los entendidos añadirán que en Man in the High Castle, otra obra suya, hay mucho más claras alusiones a Macbeth, y nos harán ver cómo haría falta tragarse al menos un volumen de dos kilos de peso para entender la sub-literatura. Pero se equivocan, tal vez porque ellos tampoco la entienden.
Excavemos un poco más. Cualquier erudito conoce la breve y poco difundida obra del capitán DeForest Boslough. En The Covenant o’ the Silke, pieza escrita hacia 1746, el autor imagina a un caballero escocés al servicio de los Stuart, jefe de Clan para más señas, que ha perdido a una hija y el honor en un largo viaje de exploración por el Asia. Convertido en asesino e inmiscuido en los intereses expansionistas de Pedro el Grande, es acusado de piratería. Una patrulla conjunta ruso-inglesa se lanza a su búsqueda. Él sabe que será ahorcado en el momento en que caiga en poder de los odiados ingleses, quienes lo persiguen primero por el desierto y al fin por la estepa. Estupendamente solo, refugiado en un atalaya que ha convertido en lo que creyó un seguro cuartel de invierno, enfrenta con valor a sus captores y antes de ser colgado -ya ha muerto, lo sabe desde que vio puntos negros en el horizonte- les revela el misterio de la Ruta de la Seda. El personaje se llama Bradburrie; burlonamente, el militar que lo acechó se refiere a la torre fatal como a ye Bradburrie building. El nombre de este inglés es Jonathan Tyrrel.
Asombroso, en verdad. ¿Lo sabían los arquitectos del Bradbury Building real que aún yergue su férrea mole en Los Angeles? ¿Sabían que estaban añadiendo un eslabón a una cadena que se adentraría hasta el 2019 de Blade Runner y quién sabe hasta dónde más? ¿Y conocían Rouse y Green, autores del guión de D.O.A., la intrincada trama de coincidencias que estaban enlazando? ¿Es Phillip K. Dick un bromista erudito, al estilo de Montaigne, Chesterton o Borges? Uno termina preguntándose si ha entendido, en verdad, cualquiera de los dos filmes quien ignore a Shakespeare o a Boslough; siente que obviarlos es convertirse en un lector naif, superficial, primarioso.
Sostengo que no es así. El largo cuello de la erudición resulta fácil de estrangular en su propia curiosidad. Claro que es posible prestar atención a la referencia a Ricardo III para registrar los semitonos de Blade Runner: pero sin duda tal vena es débil y aprovecharía mejor la película quien la dejara de lado. En cuanto a la alusión al condenado Bradburrie, sólo se trata, como el propio Boslough, de un pobre ejercicio de mi fantasía. Forma parte de la realidad apenas como una conveniente insidia para incautos. No hace falta añadir que lo mismo es cierto para la realidad en su conjunto, que encierra con inusitada frecuencia coincidencias muy convenientes y atractivas relaciones que acuden con presteza al llamado del erudito.
La asimilación intelectual de un hecho cultural cualquiera ya no es lo que solía ser. Negada la posibilidad del uomo universale, que todo lo sabe, que ha leído todas las sub-literaturas y visto todas las películas, y ha encontrado citas a Cátulo (Lutacio, no Valerio) en una telellorona venezolana, queda abrir una revista o sentarse frente al televisor y ver lo que ha hecho el siglo XX con lo que antes se denominaba Cultura, con mayúsculas. Poco a poco, el incremento de la velocidad de intercambio de información ha hecho que las cosas que deben ser dichas por necesidad se construyan de modo ostensible con elementos preexistentes; el número de estos elementos, en disparatado crecimiento, los hace ya inevitables. En pocas décadas hemos progresado de la cita culta a la glosa y de la glosa al cacareo. Ya es imposible hablar sin citar; ¿qué será de los diálogos que hallamos en la cultura pop televisiva? Las líneas con las que Tom Mix retaba a los malos de seguro venían del Cid y son las mismas que emplean las Tortugas Ninja. Éstas han sido precedidas en su discipulado oriental por Kwai Chang, el Pequeño Saltamontes; en su agilidad y bonhomía por la memorable Tortuga D’Artagnan, y en su número y actitud por ése y los otros tres mosqueteros. A través de esta maraña (si seguimos al Umberto Eco de El Zen y Occidente) a la alucinada y correcta perspectiva de Zenón de Elea: veloces tortugas protagonizan paradojas destinadas a romper cosmogonías, tortugas ágiles que reaparecen en Esopo y tortugas fingidas que lloran (por nosotros, los alucinados) desde las páginas de Lewis Carroll.
Un niño aventajado con la formación clásica del siglo XIX todavía hubiera podido encontrar cierto orden en la madeja: pero la presencia de Donatello, Miguel Ángel, Rafael y Leonardo, las paradójicas Tortuninjas, y su grito de guerra (Kowabunga!) acaba por perder al niño del fin del milenio, que no reconoce nada, que, ignorándolo todo, repite por allí a Aristóteles, cita a Marlowe a través de Calabazos y Dragones, a Conan Doyle vía El Inspector Truquini y reconoce, si acaso, viejos capítulos de Mr. Magoo en Edgar Allan Poe. No necesita más para convertirse en representante y transmisor de lo que será, simplemente, la cultura (con minúsculas) del siglo XXI.
Paradoja de Aquiles y las Tortuninjas: al fin del segundo milenio, mira el Hombre lo extenso de su Obra y ve cómo va nada nuevo tiene por inventar. Aquellos que pretendemos seguir divirtiéndonos aprendemos a mezclar. Pero a aquellos a quienes se les infligió una educación clásica, detenidos para siempre en la contemplación, sólo les queda llorar.
(1991)
Publicado en: "Un año con trece lunas: el cine visto por los poetas peruanos" (Óscar Limache, compilador; Colmillo Blanco, 1995) pp. 231-235.
PARADOJA DE AQUILES Y LAS TORTUNINJAS
Desventajas de una educación clásica
Kowabunga
(Donatello)
En esa apoteósica oda a los vidrios rotos que es Duro de Matar, el perverso terrorista centroeuropeo que va a destripar el Nakatomi Plaza, inclinado sobre una descomunal maqueta, recita: “Y vió Alejandro lo extenso de sus dominios, y al entender que no le quedaba nada por conquistar, , lloró”. Y añade con maligno orgullo: “Ventajas de una formación clásica”.
Ahora bien, ¿es aquella una ventaja, en realidad? Debería serlo, aún en esta época inclinada a las profesiones breves y técnicas; también es cierto que ha de ser imposible demostrarlo sin incurrir en una petitio principii. Por otro lado a fines del segundo milenio ya nadie puede estar seguro de nada. Por ejemplo, puede resultar que al adentramos en tal demostración acabemos descubriendo que, por el contrario, la educación clásica sea una suerte de tara apenas superable.
Para comprobarlo saltemos del Nakatomi Plaza a otro edificio, el sombrío Bradbury Building de la recientemente televisada Dead On Arrival (1952) de Rudolf Maté. Este pequeño clásico del cine negro hace un encantador estudio del tema de la carrera contra la muerte, que -con un par de lunares curiosos- es llevado allí hasta sus últimas consecuencias y sin concesión al happy end. La traducción española del título es literal e injusta: lo que refiere la sigla D.O.A. inscrita en los certificados de defunción en los países anglosajones corresponde con exactitud a nuestro “Llegó cadáver” pero por supuesto es tarde para romper con el culto a Muerto al Llegar.
Pues bien, cualquier mediano aficionado a la sub-literatura sabe que este mismo tema de ‘tener las horas contadas’ es interpretado para la ciencia-ficción por Phillip K. Dick en su novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” Al momento de basarse en esta historia para el rodaje de la versión fílmica -Blade Runner- Ridley Scott elige nada menos que el Bradbury Building como escenario del drama final de los androides replicantes: el mismo edificio que termina de matar a Frank Bigelow, personaje central de Muerto al Llegar.
Hacer citas cinematográficas es un juego tan viejo como el cine. Algunos directores, como Francis Ford Coppola, se han hecho de una reputación en base a ellas. (Hace poco hemos visto al hombre invisible Chevy Chase aludiendo precisamente al inicio de D.O.A.) Pero el público que paga por ver Blade Runner en su mayor parte ignora el precedente histórico: la percepción generalizada de la presencia de aquella mole gótica en el filme es que en ella no hay cita alguna, o que lo del Edificio Bradbury es un velado homenaje a Ray Bradbury, el viejo poeta marciano, y no la sesuda alusión al cine negro que los entendidos ven o creen ver. Tal puede ser el caso; de cualquier modo ya Sócrates pronunció frases definitivas acerca de las opiniones generalizadas.
Los entendidos entienden más que el público-lector medio, es cierto: pero su ventaja nada decide. Siempre se quedan cortos. El caso es que nadie, por mucha erudición que tenga, puede estar seguro de haber leído un documento cultural cualquiera en todas sus exactas profundidades. Una formación clásica no basta, o bien la noción de lo clásico nunca es lo suficientemente amplia. Francis Ford Coppola hace negocio citando a Orson Welles, que citaba a Joseph Conrad, que reproducía una vieja leyenda siberiana cuya fuente desconocemos. Como resultado, en Apocalypse Now sobreviven en boca de Marlon Brando las palabras que hace mil años dijo algún cazador eslavo muy al norte de Moscú... Y la cadena de Blade Runner - D.O.A. tampoco se agota fácilmente. ¿Quién puede, en efecto, rastrear en el pasado todas las alusiones, intencionales o no, que constituyen la gran masa del Arte? La erudición insaciable, que impone esta tarea, constituye asimismo su principal estorbo al no saber cuándo detenerse. Para mostrarlo hurguemos en dos ejemplos, posibles sustratos del tema de Scott-Dick-Maté. Ambos tienen trampa.
En Blade Runner -cuya traducción aproximada tendría que ser “verdugo”: el que acciona la guillotina, salvándonos de un no intentado Corredor de cuchilla- el padre o creador de los androides y de quien en cierto modo dependen sus muertes, es un biólogo multimillonario y genial llamado J. Tyrrel. ¡Ajá! -dice el lector, ya suspicaz- ¿Veladas alusiones a una escudería de Fórmula Uno? Hay por lo menos una posibilidad más atractiva. Prácticamente en el centro del amenazador bodoque de las Obras Completas de William Shakespeare, más exactamente en Ricardo III (la de “Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo”) acto IV, escenas II y III, nos topamos con otro James Tyrrel. Este es encomendado por el todopoderoso Rey a asesinar a sus hijos, enemigos suyos encerrados en la Torre de Londres -otra ominosa arquitectura- y luego a dar información acerca de las circunstancias precisas de aquellas muertes. El Tyrrel del filme, por su parte, aparece en un extraordinario torreón futuro, y en una de las escenas es requerido por el líder de los androides por detalles de las inevitables muertes... las palabras que se emplean son casi las mismas; Phillip Dick no puede haber llegado a tal nombre por casualidad. Los entendidos añadirán que en Man in the High Castle, otra obra suya, hay mucho más claras alusiones a Macbeth, y nos harán ver cómo haría falta tragarse al menos un volumen de dos kilos de peso para entender la sub-literatura. Pero se equivocan, tal vez porque ellos tampoco la entienden.
Excavemos un poco más. Cualquier erudito conoce la breve y poco difundida obra del capitán DeForest Boslough. En The Covenant o’ the Silke, pieza escrita hacia 1746, el autor imagina a un caballero escocés al servicio de los Stuart, jefe de Clan para más señas, que ha perdido a una hija y el honor en un largo viaje de exploración por el Asia. Convertido en asesino e inmiscuido en los intereses expansionistas de Pedro el Grande, es acusado de piratería. Una patrulla conjunta ruso-inglesa se lanza a su búsqueda. Él sabe que será ahorcado en el momento en que caiga en poder de los odiados ingleses, quienes lo persiguen primero por el desierto y al fin por la estepa. Estupendamente solo, refugiado en un atalaya que ha convertido en lo que creyó un seguro cuartel de invierno, enfrenta con valor a sus captores y antes de ser colgado -ya ha muerto, lo sabe desde que vio puntos negros en el horizonte- les revela el misterio de la Ruta de la Seda. El personaje se llama Bradburrie; burlonamente, el militar que lo acechó se refiere a la torre fatal como a ye Bradburrie building. El nombre de este inglés es Jonathan Tyrrel.
Asombroso, en verdad. ¿Lo sabían los arquitectos del Bradbury Building real que aún yergue su férrea mole en Los Angeles? ¿Sabían que estaban añadiendo un eslabón a una cadena que se adentraría hasta el 2019 de Blade Runner y quién sabe hasta dónde más? ¿Y conocían Rouse y Green, autores del guión de D.O.A., la intrincada trama de coincidencias que estaban enlazando? ¿Es Phillip K. Dick un bromista erudito, al estilo de Montaigne, Chesterton o Borges? Uno termina preguntándose si ha entendido, en verdad, cualquiera de los dos filmes quien ignore a Shakespeare o a Boslough; siente que obviarlos es convertirse en un lector naif, superficial, primarioso.
Sostengo que no es así. El largo cuello de la erudición resulta fácil de estrangular en su propia curiosidad. Claro que es posible prestar atención a la referencia a Ricardo III para registrar los semitonos de Blade Runner: pero sin duda tal vena es débil y aprovecharía mejor la película quien la dejara de lado. En cuanto a la alusión al condenado Bradburrie, sólo se trata, como el propio Boslough, de un pobre ejercicio de mi fantasía. Forma parte de la realidad apenas como una conveniente insidia para incautos. No hace falta añadir que lo mismo es cierto para la realidad en su conjunto, que encierra con inusitada frecuencia coincidencias muy convenientes y atractivas relaciones que acuden con presteza al llamado del erudito.
La asimilación intelectual de un hecho cultural cualquiera ya no es lo que solía ser. Negada la posibilidad del uomo universale, que todo lo sabe, que ha leído todas las sub-literaturas y visto todas las películas, y ha encontrado citas a Cátulo (Lutacio, no Valerio) en una telellorona venezolana, queda abrir una revista o sentarse frente al televisor y ver lo que ha hecho el siglo XX con lo que antes se denominaba Cultura, con mayúsculas. Poco a poco, el incremento de la velocidad de intercambio de información ha hecho que las cosas que deben ser dichas por necesidad se construyan de modo ostensible con elementos preexistentes; el número de estos elementos, en disparatado crecimiento, los hace ya inevitables. En pocas décadas hemos progresado de la cita culta a la glosa y de la glosa al cacareo. Ya es imposible hablar sin citar; ¿qué será de los diálogos que hallamos en la cultura pop televisiva? Las líneas con las que Tom Mix retaba a los malos de seguro venían del Cid y son las mismas que emplean las Tortugas Ninja. Éstas han sido precedidas en su discipulado oriental por Kwai Chang, el Pequeño Saltamontes; en su agilidad y bonhomía por la memorable Tortuga D’Artagnan, y en su número y actitud por ése y los otros tres mosqueteros. A través de esta maraña (si seguimos al Umberto Eco de El Zen y Occidente) a la alucinada y correcta perspectiva de Zenón de Elea: veloces tortugas protagonizan paradojas destinadas a romper cosmogonías, tortugas ágiles que reaparecen en Esopo y tortugas fingidas que lloran (por nosotros, los alucinados) desde las páginas de Lewis Carroll.
Un niño aventajado con la formación clásica del siglo XIX todavía hubiera podido encontrar cierto orden en la madeja: pero la presencia de Donatello, Miguel Ángel, Rafael y Leonardo, las paradójicas Tortuninjas, y su grito de guerra (Kowabunga!) acaba por perder al niño del fin del milenio, que no reconoce nada, que, ignorándolo todo, repite por allí a Aristóteles, cita a Marlowe a través de Calabazos y Dragones, a Conan Doyle vía El Inspector Truquini y reconoce, si acaso, viejos capítulos de Mr. Magoo en Edgar Allan Poe. No necesita más para convertirse en representante y transmisor de lo que será, simplemente, la cultura (con minúsculas) del siglo XXI.
Paradoja de Aquiles y las Tortuninjas: al fin del segundo milenio, mira el Hombre lo extenso de su Obra y ve cómo va nada nuevo tiene por inventar. Aquellos que pretendemos seguir divirtiéndonos aprendemos a mezclar. Pero a aquellos a quienes se les infligió una educación clásica, detenidos para siempre en la contemplación, sólo les queda llorar.
(1991)
Publicado en: "Un año con trece lunas: el cine visto por los poetas peruanos" (Óscar Limache, compilador; Colmillo Blanco, 1995) pp. 231-235.
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