miércoles, 12 de noviembre de 2008

Deja que el texto se ataque solo, a ver - I

Esto me ha quedado demasiado largo, así que lo separaré en tres posts que mejor serán leidos de la manito, uno tras otro. Allá va el primero; colgaré los otros dos en días sucesivos.

1. El mundo zen del planeta Mongo

Uno nace como autor y de inmediato se da cuenta de que la cancha está inclinada: de que ha llegado a un planeta desparejo en el que los críticos y comentaristas ya han dispuesto las reglas a su favor. Concretamente, que tienen listo un ‘argumento’ para callarnos y hacer su trabajo en paz. Es posible que alguna vez se haya tratado de un argumento formal, genuino; pero ahora es bastante menos, y es mucho más. Ahora es un dogma -con toda la avasalladora brutalidad de los dogmas- y es un mantra -con mucha de la eficiente irracionalidad de los mantras. Esta potente arma para silenciar autores está contenida en la frase: el texto debe defenderse solo.

Hace mucho tiempo que los estudiosos impusieron tamaña insensatez lógica en las facultades de lingüística y literatura y ahora no pocos autores contemporáneos están secuestrados por ese admonitorio shut yourself up que, según sostengo, es sólo una de las reglas del juego que la crítica ha inventado para sí: como tal, es la norma para su sandbox, una propedéutica –y una sumamente discutible, como espero mostrar- con vocación de anteojeras, que traza en la página las líneas dobles entre las cuales los nuevos aspirantes a críticos pueden hacer legítimamente su plana. Será todo eso: pero nada de ello resulta aplicable al autor. Pretenderlo es tan incompetente como recordarle a un hombre que carga costales por un tablón mientras mastica un sánguche que eso no le está permitido, porque el peón avanza de frente pero come de costado.

Lamentable, entonces, es comprobar que algunos autores se dejan conducir por ese mantra. Posiblemente esto empezó con unos cuantos cooptados: poetas y narradores que estudiaron literatura en esas facultades y que siendo alumnos escucharon y anotaron untuosamente el dogma que ahí se les ofrecía, quizá deshojado ya de su aparato crítico, de antítesis, de una simple prueba ácida de reducción al absurdo que lo hubiera, pues, devuelto al planeta Mongo de donde nunca debió alejarse (o lo hubiera enviado a su otra dirección: Religiones Comparadas 201). Y entonces estos autores–literatos crecieron teniéndole respeto, tal vez pánico, al dogma aquél. Crecieron teniéndolo por cierto, acatándolo incluso desde la perspectiva de que ha creado un texto propio mediante la intervención de su voluntad, es de esperar que principalmente.

Pienso que fue así como esta ortodoxia boba, este miedo a la herejía se contagió a muchos otros. Ahora basta que un autor exprese una opinión acerca de lo que ha dicho determinada corriente crítica acerca de su obra para que de todas las rendijas salga a relucir afiladísimo el ominoso mantra, rápido como un spray de gas pimienta o una picana eléctrica en manos de una señorita que teme ser violada. “¡Deja que tu texto se defienda solo, oe!” es una llamada a las armas, al apanado, al callejón oscuro: es una grita de guerra que cuenta con que el otro se rendirá porque sabe -debería saber- que ha roto terriblemente las reglas. “¡Plancha quemada! ¡Aquí hay un autor defendiendo a su texto! ¡A él!” Y el pobre autor huye, escarba y se esconde bajo tierra, avergonzadísimo de ser tamaño aguafiestas, de haberse atrevido a hablar él acerca de su propia obra mientras toda su lectoría -crítica y no- se permite opinar del texto con la mayor libertad y menor información.

El texto debe defenderse solo, hossanna aleluya hare hare. La oí por primera vez en los ochenta. Por esos años se recitaban en la PUCP cosas aún más ofensivas para la razón, cosas como todo acto o voz genial viene del pueblo e incluso –esta todavía se escucha- hay que ir a triunfar al Mundial, de modo que no le hice demasiado caso. Más tarde, ya en los noventa, la oí repetida por literatos cada vez más jóvenes y bien vestidos. Lo curioso es que la declamaban siempre igual, quizá con alguna interjección añadida. En bocas diferentes y en universidades diversas la frase era sospechosamente idéntica a sí misma, lo que confirmaba su origen común, su carácter de propaganda, su tenor decididamente dogmático. Luego noté que, mirada ya con más calma, la proposición tenía ribetes de puntillazo zen, de un kóan como el alucinado “los dientes de la tabla tienen pelos”. Había en “deja que el texto se defienda, ón” un candado de hermetismo taoísta, el hint de una llave Shaolin inspirada en un ideograma críptico. Yo pensaba (racional, tozudamente occidental, falogocéntrico): ¿por qué ha de defenderse a sí mismo un texto al que no se le permitió que se ataque a sí mismo? Si no te parece que mi texto requiere de mi ayuda para defenderse, a mí no me parece que requiera de la tuya para atacarse. Qué vainas.

Mañana sigo.

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