martes, 3 de septiembre de 2013

CHRONOPAUSE


Seriously: I do not exist.

I am –and as I utter this I bask in its playful wittgensteinian nonsenseness- words formerly said.

I was Vorstellung: a representation. A play -without a play, methinks.

My wasness was the blurry ghost of a continuity. Dimensions and relations held stable then disarranged within an instant. The high point of a parable. Fifteen seconds of weighlessness aboard the Vomit Comet. Then, now cometh.

Seriously, I do not exist. 

I do wonder about the passage of time, though. I seem to keep track of that, which is a strange thing for a nothingness to do. 

Maybe it’s that tracking which defines the unbeingness of the tracker –time’s origin is awkward enough to warrant a quality of ontological outcast to anything or anyone who stares at it. 

There was a guy in Silesia, a century and a half ago, who commented on this before. He also wrote that when fighting monsters one shall avoid becoming a monster oneself. Alas, it is precisely existence what was to fight me, the monster Which Was Not There. I seem to have won. It became the most confusing part of me.

I cannot help keeping track of time. I seem to be pasted to it. I reckon time does not like me. We have been enemies since the first day, or tick. 

I gather time minds its own business and just goes on ticking, but I perceive it would nicely do without me. Without this smudgy smear of inexistence riding its –let’s call it chronopause. A very thick fold, a densification, a shock wave made of advancing instants blasting nothingness out of the way. 

An abhorrent image. It conveys, to me, some tenacity, some clinging ability I do not posess, I am the exact opposite of.

But hey, it’s getting thinner and thinner.


Soon.

jueves, 18 de julio de 2013

NOTAS A UN TALLER DE SANEAMIENTO RURAL


Miro el Big Bang y la cascada de multiversos, y el fantasma del yo me parece más violento y más disperso que todo eso.

No hay algo; al rato, hay algo. Una flor o un helicóptero. No sé si la libertad o la voluntad intervinieron en cada caso. Lo que sé es que el helicóptero me gusta bastante más que la flor.

Es notable cuánto no me gusta la vida, que me ha quitado incluso el gusto por escribir acerca de ella. Sólo a ratos, como ahora, me concedo el gusto de escribir acerca de ese preciso disgusto.

Ines, hijita mía: has llegado a mi vida justo a tiempo como para extender mis razones para permanecer en ella -como lo hicieron, en su propio momento, cada uno de tus hermanos.

Pero he pasado décadas diciendo estas cosas y otras parecidas, antes incluso con más claridad y lucidez. Y algún buen gusto, quizá. No encuentro ningún incentivo para insistir. Un escritor se repite porque le pagan. Yo, me estaría repitiendo porque no me pagan.


No. Siempre fui un dodo cognitivo, y aspiro a que el Homo Superior, el transhumano chipeado y digital, cumpla con su brutal promesa ontológica y me pase literalmente por encima. 

Yo nací obsoleto.

martes, 26 de marzo de 2013

Identi's cut



Actualmente escribo una novela que empezó religiosa en 1993, tomó formas de policial hacia el cambio de siglo, y hoy oscila entre ciencia ficción y una larga (+ 500 pag.) disquisición sobre el racismo en el Perú, con apus y nazis compartiendo escenarios con la deglaciación y la anorexia. Tengo otra enorme novela que empecé en 1986 y está, ejem, esperando turno. En realidad imagino argumentos en cierta década y paso las dos o tres décadas restantes inflándolos -cuneiformateando discos duros- cinco o seis libros  la vez. He publicado poquísimo, y cada uno de mis libros ha sido descrito como lo mejor que se publicó ese año en el país. Me han traducido a francés, inglés e italiano y no he recibido ni un solo centavo por ello. En términos netos, mi literatura trabaja a pérdida. Soy lo contrario de un escritor exitoso, quizá por designio. Soy una persona solitaria, sin Facebook ni Twitter, aunque una vez tuve 23 direcciones de email al mismo tiempo, personoides que básicamente conversaban entre sí.

Wadi Rum? Colorado? Sinkiang? No, Olmos, Lambayeque. El espolón rocoso al centro de la imagen tiene 500 metros de desnivel.

Mi último libro ha sido “Caracterización de las Instituciones Educativas Secundarias en el Perú”, un estudio técnico que preparé en enero para el Ministerio de Educación. Creo que es por hacer este tipo de cosas -en vez de tener un programa de cocina o reunir danzantes de la calle- que el éxito y yo no nos llevamos bien.

Duermo con mi hijo Samuel (4) que padece broncoespasmos, para asistirlo durante la noche. Aprovecho el tiempo en vela para ultimar el diseño de una mesa que estoy construyendo en un taller casero donde conservo 17 martillos, cinco taladros eléctricos y cuatro sierras motorizadas. El arquitecto lo pensó y etiquetó como el cuarto de la empleada. Me he conseguido una vida en la que se puede vivir sin empleada, pero no sin un taller donde imaginar, construir y reparar cosas. En casa muy poco se bota, y muy poco es nuevo.  

Tengo cinco hijos, nacidos de dos madres diferentes. El mayor, Mateo, es médico, terminó la carrera en la UPCH con las notas más altas. Trabaja como research fellow en un laboratorio de investigación. Además es modelo publicitario y de pasarela: su cara abusivamente guapa está en catálogos y paraderos. El segundo, Tomás, acaba de graduarse como artista plástico, medalla de plata de su prom. No come huevo ni choclo ni queso pero vende lo que pinta, que es más de lo que logro hacer yo con lo mío. Daniel, el tercero, es un pre-adolescente sensatísimo, con un programa de ateísmo y de lucha contra la estupidez que le va a ganar muchos enemigos; cuenta con todo mi apoyo.  El cuarto, Samuel, es un chiquín hiperactivo, bilingüe –su madre es sueca- que a los dos años ya tenía once puntos de sutura en diferentes partes del cuerpo. Es mi chamba más exigente. La quinta, doña Inés del alma mía, es una suequita de ocho meses. Caminará esta semana.

Cuando la competencia era poca, solía ser el mejor escalador del Perú, y rankeaba alto en Sudamérica. He escalado muchísimo sin compañeros ni cuerda, pero estaba fuerte: una vez hice 416 barras en un día. Salté del puente Villena Rey sujetando la soga sólo con las manos. Fui el segundo peruano en volar en parapente y alguna vez en los 90s tuve el récord de permanencia en el aire. Bajé del Nevado Anticona a Costa Verde en bicicleta, 5150m de desnivel, para un récord Guinness. Correr no es lo mío pero todavía pongo menos de 2 horas en media maratón. Tengo rotos los dos tobillos, un codo y un hombro, y medio zafadas una muñeca, dos vértebras y una rodilla. Ahora tengo 52 años y el Ibuprofeno es un buen amigo.

Este invierno planeo comprarme una moto e ir (solo) a subir picos inaccesibles en el borde oriental del desierto de Sechura, en los alrededores de Olmos.


miércoles, 13 de marzo de 2013

Dos historias de Kiyahawai


Para Kiyahawai, perseguidor y cazador, dos lecciones de caza y persecución marcaban las estaciones. El invierno tenía la historia del gavilán y la avecita, y el verano le había dado la aventura del zorro y la jauría de perros.

La primera había sido de muy joven. Lo había visto suceder; nadie se lo contó. El cielo era azul y la nieve delgada sobre la pampa interminable. Kiyahawai trotaba, con dos compañeros –días atrás habían visto huella de puma- de vuelta hacia el vallecito donde acampaba la familia. Sobre el suelo inmenso nada se movía, salvo ellos tres, jadeando tranquilos hacia una brecha en el horizonte. En el aire cristalino, un fragor de combate, unos gritos o unos reflejos los hicieron detenerse y contemplar, apoyados sobre sus lanzas. Una avecita huía de un gavilán diez veces más grande que ella. Más vueltas que daban, más escalofriantes gritos del depredador y de la víctima acosada, menor la distancia que salvaba a la avecita de las garras y el pico que iba a cortarle la cabeza. Los tres muchachos vitorearon compartiendo el afán del cazador y el saber que la lucha acabaría muy pronto, con un pequeño y emplumado desayuno para el gavilán -el señor del aire, su héroe- que pronto pasaría a otras cosas, una lagartija, algún pez en la poza cercana. Vieron entonces que la avecita se estaba elevando, ganaba altura a cada esquivada, trepaba y subía forzando al gavilán a perseguirla más y más arriba, hasta que, en lo altísimo, se pudo divisar ya sólo al gavilán como un enfurecido punto negro que parecía girar sobre sí mismo, y de pronto sorprenderse, plegar las alas y caer, caer más rápido y vertical que una piedra. Entonces volvieron a ver la avecita: un puntito mucho más pequeño que bajaba apenas a unos palmos por delante de su acosador, acercándose ya demasiado al suelo, cayendo vertical sobre ellos tres: los animales más conspicuos y oscuros en la inmensidad blanca, mientras arrastraba tras de sí al poderoso gavilán. En el último momento, volando más rápido que lo que Kiyahawai había visto jamás moverse a animal alguno, la avecita giró en un esfuerzo prodigioso, y pasó por el hueco entre sus piernas y su lanza, a una mano de altura del suelo. En ese mismo instante, un paso delante de él, un estrépito de huesos y picos y garras estallando dentro de un saco de plumas hizo que los tres muchachos cayeran para atrás aullando con el mayor susto de sus vidas. El señor del aire era demasiado grande para reproducir la maniobra de la avecita. A los chicos les tomó un buen rato reponerse, estudiar entre risas la masa sanguinolenta y elegir la mejor manera de llevarla a casa al trote, a limpiarla frente al fuego y llenarse la boca con otra cosa además de la historia. Las lecciones de humildad no se comían.


La segunda lección, la estival, lo hacía reír cada vez que la recordaba. Había sido hacía unos pocos años, cuando Kiyahawai ya tenía sus propias mujeres e hijos. Había salido a cazar con un compañero y los perros de él. No le gustaba hacerlo, los perros no solían hacerle mucho caso a su dueño, llenaban la jornada de ruido y con frecuencia dejaban a la presa tan destrozada que poco era lo que quedaba para aprovechar. El verano y el sol escorzado hacían de la pampa una colección de amarillos; tras una hondonada leve, en una suavísima ladera, una roca solitaria semejante a un negro huevo semienterrado ofrecía sombra y refugio a varias presas potenciales. Hacia allá dirigieron a los perros. En eso, a pocos cientos de pasos antes de llegar a la roca, los perros se agitaron. Un zorro saltó en medio del pastizal; la persecución empezó. El zorro, no siempre visible, corría y zigzagueaba hacia el abrigo de la roca, donde Kiyahawai sabía que estaría perdido: los perros lo cercarían y agotarían o señalarían sin falta su escondite. Convencidos de eso, él y su compañero trotaron tranquilamente hacia un altozano, frente a la hondonada, desde donde se veía todo el drama. Con la jauría enloquecida a sólo unos pasos tras él, el zorro rodeó -al parecer desesperadamente- la roca y los perros lo siguieron del otro lado. Cuando apareció la presa por el otro extremo, había aumentado su ventaja. Volvió a dar la vuelta, con los perros y su estrépito tras él. Al completar la segunda vuelta les llevaba ya media roca de ventaja. Lo perdieron nuevamente de vista del otro lado, y cuando lo esperaban reaparecer no sucedió nada. Lo que apareció fue la jauría, persiguiendo enardecidamente –más con las narices que con la vista- a una presa que no estaba allí. Entonces Kiyahawai y su compañero divisaron al zorro, tranquilamente sentado en la cúspide de la roca, mirando a los perros  dar vuelta tras vuelta, hundidos hasta las narices en la trampa olfativa que su presa les había puesto. Kiyahawai y el otro no podían contar cuántas vueltas vieron dar a los perros mientras el zorro –que fue perdonado- descansaba, no sólo porque les faltaban las matemáticas para ello, sino porque estuvieron riendo durante toda esa mañana y muchos días después, hasta que la luna volvió a engordar y poco a poco volvieron las lluvias. 

martes, 5 de marzo de 2013

Pasos hacia un nihilismo topológico


Y así las vacilaciones, las conjeturas, las especulaciones sin fundamento subían como una espuma hasta hacerse la parte más visible de mi pensamiento. Era asombroso verlas apoderarse del teclado y empezara acaparar los minutos, los sonetos, las posdatas. La concatenación, el rigor, la mesura, la búsqueda de premisas sólidas para lo que se iba a decir a continuación entraba en un periodo de veda: era reabsorbido por el mar lógico en una resaca ruidosa y plena -confieso- de vergüenzas.

A punto de terminar un libro, no tengo nada de qué escribir.

Como no sea del dinero y de su falta. Como no sea del asombro ante la improductividad de mi trabajo, ante la comprobada valta de valor –de valor de cambio, de valor de mercado- de lo que escribo. Porque no es literatura. Es sicología, es autoexamen, es un escrutinio del cosmos emprendido al margen de todo trabajo de campo, es el puro censo de lo que encuentro cuando la imposibilidad de la vida burguesa me atormenta al punto de la vergüenza.

 Y ya van dos párrafos que terminan con esta palabra.

Lo que yo escribo, una vez más, no produce dinero; produce prestigio. Aún no se ha descubierto la manera de convertir el prestigio en dinero (salvo la buena estrella; pero la mía es un cuerpo de Herbig-Haro). Mis libros representan un costo neto para mi economía; escribir -profesionalmente inclusive- es un hobby oneroso que pago con mi dinero. Por eso ya no escribo. “Nadie trabaja a pérdida”. Esto, que parece una afirmación de las ciencias económicas, en este caso está en la frontera entre la metafísica y la geometría del espacio. Es mi tránsito al nihilismo topológico.

martes, 26 de febrero de 2013

La suave parodia de un presente



Ni siquiera estaba seguro de que una tarea como esta –no escribir más– sería posible. Había hecho enormes esfuerzos antes: esfuerzos que me definían, de alguna manera; mi pasado era el pasado de un escritor que no escribe. Así hay muchos. Yo –a través de los años- había terminado siendo un modelo inusual, si bien no inédito, de escritor. Yo era Bartleby, decían la crítica, Vila-Matas, mi propio pecho adolorido. No era así. Yo no prefería no hacerlo. Yo no lo hacía, y en ese largo, cuidadoso , consistente ejercicio de inacción estaba de alguna manera mi esencia.

A veces leo a escritores que ponderan Su acto de escribir, y dan una –para mí- (desmesurada, incomprensible) cantidad de atención a lo que haría Su Público frente a Su Texto. Es decir, al resultado de su operación comercial (dicho en el buen sentido, digamos el bíblico: en el que alguien tiene comercio con algo). Esa perspectiva siempre me informa de lo mismo: que mi escritura es autista, que mi lector es un dato muerto, que su materia siempre ha pesado allá afuera, como -por ejemplo- la conciencia de que en la India hay elefantes, o que es peligroso caminar por los mercados de Bagdad; pero que eso no cambia mucho lo que hago día a día yo frente al teclado.

Hasta cierto punto esto es un mail. Escribir mails siempre me gustó, o, digamos mejor, me gusta desde que escribo mails, que es poco después de que existieron los mails. Me hizo quizá inmune al diálogo, al artículo académico, o al ensayo riguroso. 


Soy una persona vieja que ha recorrido un arco de tecnologías mayor que el que recorrió cualquiera de  mis antepasados. No sé si pueda decirse lo mismo de mis hijos. Pienso que las tecnologías que ellos afrontam, usan, disfrutan o detestan se parecen más entre sí que el repertorio que a mí me tocó discernir.  Yo nací a mediados del siglo veinte, es cierto, pero devine paleolítico en cuanto pude, y en las copas de los árboles y bocabajo en las quebradas rocosas y escaleras de caoba yo hacía que mis sensores percibieran las fronteras el Espacio. Yo, un juvenil, era el feliz poseedor de un cuerpo equidispuesto en carrera hacia la Edad Industrial mientras lo regía una mente proveniente del borde de la galaxia y apuntado hacia el centro más oscuro del origen de lo humano. En ese cruce de caminos (dualista, debo reconocer, por definición) creí estar confortable… hasta que la revolución, o el oleaje, me sacaron de ese equilibrio infeliz y me hicieron ver que nada podía ser tán fácil ni plácido.

En algún momento perdí incluso el ancla de las palabras, las virtudes de tener un ‘tú’ al cual dirigirse de manera articulada, usando verbos, signos de interrogación, adverbios, comas, dibujitos, adjetivos. Dejé de escribir a mano y dejé de escribir también. Pienso que esto sucedió, entre otras cosas, para que yo empezara a tener un público. Ahora hay en esta ciudad de nueve millones de habitantes como una docena de personas que (en el curso de sus obligaciones diarias, o mensuales, o anuales) conceden unos minutos a darse un placer para mí inimaginable en otra persona, que es leerme. Leer lo que yo escribo, desdoblar el papelito metido por la ventana del auto en el semáforo, el mismo papelito que arrugué y tiré debajo del asiento hace años y que hoy termina como una sorpresiva bolita entre mis dedos cuando limpio de basuras el descuidado piso del auto.

Una de las cosas que me gustaría anotar aquí es que hay un volumen de cosas que guardé -o guardó amorosamente mi madre- estos años y que permanecen encerradas en cajas, húmedas o pudriéndose en las panzas de termitas. Menos de la mitad de aquello está en los cuadernos rescatados de un oblicuo Daniel Smisek. Estimo que la mayor parte está en hojas sueltas, en folders amarillos y verdes, encajonados. Recuerdo –y recordar esto es como combatir a nado una masa de alquitrán- páginas concretas, colores, dolores. Recuerdo uno o dos “Discurso del Hombre”. Años más tarde quise hacer una especie de homenaje a esa desmemoria poniéndole de nombre a alguna ruta “Discurso del Hombre”. No lo hice, finalmente, porque no recordé correctamente el título o porque era más conveniente ponerle a la dichosa vía Días de Hombre. Y pasaron más años, y aquel recorrido –el último que hice en el que superé a Diego, que tuvo que dejar la punta de la cuerda porque hallaba improtegible el paso que yo salvé al rato- terminó por borrarse, como todo, de mi memoria. Sé dónde está: en una quebrada rocosa. Siempre supe qué grado de dificultad llevaba, y recordaba la anécdota (Diego no tenía nada grande con qué protegerla, bajó; yo lo solucioné, fractalmente, con micronueces). Pero el nombre: ah, el nombre se borró, como se borran las letras de esos “Discurso del Hombre”, como se pierde esa cosa que fui en el cruce de caminos en que mi cuerpo y mi mente se encontraban o desencontraban, todos los días durante treinta y cuatro años de vida consciente, entre 1964 y 1998.

Viéndome, en retrospectiva, sé –sabía entonces perfectamente, y lo afirmaba seguido- que yo estaba loco. Que mi educación y mi suma de capacidades no habían logrado evitar o habían terminado por propiciar que yo fuera un desequilibrado vital, con una sumamente tenue inserción en la realidad socio-ecuménica. Y que yo, sabiendo que era un loco contextual, insistía en considerarme más ajustado que los demás a cierta realidad que no resultaba inmediatamente perceptible pero que yo tenía muy bien asimilada –porque estaba en el cruce de caminos, porque gozaba de la perspectiva inusual de quien está boca abajo despatarrado en el descanso de una escalera de caoba y tiene un IQ de más de 150, la mirada singular de quien está mirando la quebrada rocosa desde arriba, colgado de un dedo, y se está ocupando de la próxima ocultación de una de las lunas de Júpiter y de insertar una micronuez fractal para no morirse, mientras. Y esa perspectiva me informaba de que el mundo era esencial, completa, patentemente falso. Si uno se fijaba bien, sobre todo.

Que el mundo sea ilusorio no es algo que se me haya ocurrido a mí. Lo malo es que a mí se me ocurrían variedades ebullentes de esa noción. Se me ocurría que el hecho (ja, el HECHO) de que que hubiera una ilusión suponía una conciencia para la cual cierta cosa parecía real y, pues, no lo era. Para mí ni la conciencia ni la cosa eran patentes, fuera de toda duda. “Descartes es un niño de teta” -frase que no sé si adopté de Héctor Velarde o de Sofocleto- se convirtió en una especie de lema cognitivo. 

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Y los niños y las tetas y los filósofos franceses y las filosofías y elefantes hindúes y las matanzas y alquitranes en Bagdad y los lectores y el cruce de caminos y el bobo muchacho despatarrado en la escalera -sí, también él- se me presentaban de inmediato, sin reflexión o proceso congnitivo requerido, como ilusorios, como aparentes, como falsos. El universo era la buena broma que me estaba gastando Alguien: mi yo anterior, que había registrado esas cosas, incluyendo su propia apariencia, y que me las vendía al nanosegundo siguiente como fenómeno. Y yo compraba. Compraba el ilusorio fenómeno de la ilusión. El obtuso, patentemente falso fenómeno de la fantasmagoría que era el mundo. Y entonces el mundo no era, yo tampoco, y durante treinta y cuatro años la tinta y el lapicero y la hoja de papel cobraron una relevancia especial para el hecho de que algo estaba siendo pensado: el hecho, deleitable por lo material, que algo estaba siendo escrito.

Y entonces, justo entonces nacías : que habías sido expertamente anterior a todo esto.

lunes, 3 de septiembre de 2012

DECISIONES DE KREUTZNAER


Uno elige cosas distintas. La vida transcurre lubricada u obstaculizada según sean esas decisiones, sin duda, pero más importante es haber decidido -de antemano, si hay suerte- qué tipo de decisiones cabe tomar, y cuáles son los mecanismos por los que se tomarán.  Yo, por ejemplo, generalmente no tomo decisiones morales. Con frecuencia tomo decisiones económicas o fisiológicas, y ocasionalmente geográficas y espaciales, pero rara vez morales. Me acostumbré a eso, no sé cuándo.

El otro día expliqué a mi hijo (a quien molestan en el colegio por profesar el ateísmo y defenderlo con ideas) que a título de defensa es posible fundamentar conductas buenas en aparatos intelectuales muy diversos, completamente seculares y distintos por supuesto de la religión, e incluso algunos muy elaborados: pero que no es mi caso.

No incurro en esas profundidades, en parte porque ya no me obliga la academia, pero también porque me ha resultado evidente que la vida no discurre por esos cauces. Que esas construcciones pueden convenir a la discusión profesional entre filósofos, pero no a la vida cotidiana. Expliqué que -como náufrago intelectual en perpetuo tránsito de un islote a otro- mis referencias en cuanto a conducta han terminado siendo fragmentarias, y por cierto escasas: conservo sólo las que brindan alguna flotabilidad y tardan en oxidarse. Que he pasado cuarenta años moliendo y filtrando (queriendo, y sin querer) una montaña de observaciones, consejos, normas, preceptos, aforismos y monita varia religiosas, filosóficas, litúrgicas, éticas, lógicas y legales con batanes de todo tamaño y cedazos cuyos agujeros han cambiado, comprensiblemente, de color y forma a lo largo de esas cuatro décadas. Este proceso ha terminado por rescatar apenas unas cuantas frases: restos varados en la playa, derrelictos, pero piezas de argumentación (o su falta) de cuya interpretación precisa, finalmente, he logrado que dependa mi vida de náufrago. Deciden el tipo de decisiones que tomo, y ellas son mi aparato, mi mecanismo heurístico, mi buena costumbre.

Pondré un ejemplo: la frase de Borges “es posible enseñar valentía”. Se lo dijo a alguien en una entrevista. Es una idea que no he visto repetida, ampliada ni mejor explicada en ningún lado. La guardo y la empleo tal como vino. Desconectada, flotante, inoxidable.

Destacan entre los derrelictos éticos de mi playa dos conjuntos algo más articulados. Entre las cosas que guían no mi conducta, sino mi actitud hacia las conductas (mías o ajenas: en eso consiste la ética) destacan este par de atractores recurrentes: uno, los descubrimientos puntuales del Buda bajo el boj. Dos, las últimas páginas de El Mito de Sísifo, de Camus.

Buda no como el lustroso Iluminado que tantos adoran, sino como el cotidiano Despierto que puede subir contigo al bus: el que escarbó hasta encontrar cuatro o cinco cosas certeras y nos invitó a descartar todo lo demás, incluso –especialmente- todo lo demás que él mismo dijera. Un budismo hiperescueto[1], desprovisto de liturgias, de incienso, rito, unción y plegaria, pero que conserva la conciencia de lo ilusorio, y la caridad. 

En cuanto a esas páginas de Camus, las llevo conmigo (casi de memoria) no como escritas por el  circunstancial agonista de Sartre en el contexto intelectual europeo de mediados del siglo XX –como lo es en la mayor parte de su obra- sino como urdidas por una voz intemporal, pero antigua en su tono, que se limita a explicar al hombre, su sudor y su roca.


A esas angostas playitas a las que llego agotado –como el marino de Daniel Defoe- continuamente arriban también cosas nuevas, restos frescos traídos por las corrientes y veleidades de la neurociencia o la astrofísica. 

Hablaré de ellas en un próximo post.


[1] Creo que es posible dar un paso aun más esencial, quizá un avance en el camino del Tantrayana: conocer que el conocimiento de que todo es una ilusión, es también ilusorio. Y actuar en consecuencia. Es decir, vivir sin siquiera el apasionamiento de estar teniendo la razón al prescindir de ella. Juzgar, sin miedo, sabiendo que en todas direcciones está el error.