Para Kiyahawai,
perseguidor y cazador, dos lecciones de caza y persecución marcaban las estaciones.
El invierno tenía la historia del gavilán y la avecita, y el verano le había
dado la aventura del zorro y la jauría de perros.
La primera había sido de
muy joven. Lo había visto suceder; nadie se lo contó. El cielo era azul y la nieve
delgada sobre la pampa interminable. Kiyahawai trotaba, con dos compañeros –días
atrás habían visto huella de puma- de vuelta hacia el vallecito donde acampaba
la familia. Sobre el suelo inmenso nada se movía, salvo ellos tres, jadeando
tranquilos hacia una brecha en el horizonte. En el aire cristalino, un fragor
de combate, unos gritos o unos reflejos los hicieron detenerse y contemplar,
apoyados sobre sus lanzas. Una avecita huía de un gavilán diez veces más grande
que ella. Más vueltas que daban, más escalofriantes gritos del depredador y de
la víctima acosada, menor la distancia que salvaba a la avecita de las garras y
el pico que iba a cortarle la cabeza. Los tres muchachos vitorearon compartiendo
el afán del cazador y el saber que la lucha acabaría muy pronto, con un pequeño
y emplumado desayuno para el gavilán -el señor del aire, su héroe- que pronto
pasaría a otras cosas, una lagartija, algún pez en la poza cercana. Vieron
entonces que la avecita se estaba elevando, ganaba altura a cada esquivada,
trepaba y subía forzando al gavilán a perseguirla más y más arriba, hasta que,
en lo altísimo, se pudo divisar ya sólo al gavilán como un enfurecido punto
negro que parecía girar sobre sí mismo, y de pronto sorprenderse, plegar las
alas y caer, caer más rápido y vertical que una piedra. Entonces volvieron a
ver la avecita: un puntito mucho más pequeño que bajaba apenas a unos palmos
por delante de su acosador, acercándose ya demasiado al suelo, cayendo vertical
sobre ellos tres: los animales más conspicuos y oscuros en la inmensidad blanca,
mientras arrastraba tras de sí al poderoso gavilán. En el último momento, volando
más rápido que lo que Kiyahawai había visto jamás moverse a animal alguno, la
avecita giró en un esfuerzo prodigioso, y pasó por el hueco entre sus piernas y
su lanza, a una mano de altura del suelo. En ese mismo instante, un paso
delante de él, un estrépito de huesos y picos y garras estallando dentro de un
saco de plumas hizo que los tres muchachos cayeran para atrás aullando con el mayor
susto de sus vidas. El señor del aire era demasiado grande para reproducir la
maniobra de la avecita. A los chicos les tomó un buen rato reponerse, estudiar entre
risas la masa sanguinolenta y elegir la mejor manera de llevarla a casa al
trote, a limpiarla frente al fuego y llenarse la boca con otra cosa además de
la historia. Las lecciones de humildad no se comían.
La segunda lección, la estival,
lo hacía reír cada vez que la recordaba. Había sido hacía unos pocos años,
cuando Kiyahawai ya tenía sus propias mujeres e hijos. Había salido a cazar con
un compañero y los perros de él. No le gustaba hacerlo, los perros no solían
hacerle mucho caso a su dueño, llenaban la jornada de ruido y con frecuencia
dejaban a la presa tan destrozada que poco era lo que quedaba para aprovechar. El
verano y el sol escorzado hacían de la pampa una colección de amarillos; tras
una hondonada leve, en una suavísima ladera, una roca solitaria semejante a un negro
huevo semienterrado ofrecía sombra y refugio a varias presas potenciales. Hacia
allá dirigieron a los perros. En eso, a pocos cientos de pasos antes de llegar
a la roca, los perros se agitaron. Un zorro saltó en medio del pastizal; la
persecución empezó. El zorro, no siempre visible, corría y zigzagueaba hacia el
abrigo de la roca, donde Kiyahawai sabía que estaría perdido: los perros lo
cercarían y agotarían o señalarían sin falta su escondite. Convencidos de eso,
él y su compañero trotaron tranquilamente hacia un altozano, frente a la
hondonada, desde donde se veía todo el drama. Con la jauría enloquecida a sólo
unos pasos tras él, el zorro rodeó -al parecer desesperadamente- la roca y los
perros lo siguieron del otro lado. Cuando apareció la presa por el otro extremo,
había aumentado su ventaja. Volvió a dar la vuelta, con los perros y su
estrépito tras él. Al completar la segunda vuelta les llevaba ya media roca de
ventaja. Lo perdieron nuevamente de vista del otro lado, y cuando lo esperaban
reaparecer no sucedió nada. Lo que apareció fue la jauría, persiguiendo enardecidamente
–más con las narices que con la vista- a una presa que no estaba allí. Entonces
Kiyahawai y su compañero divisaron al zorro, tranquilamente sentado en la
cúspide de la roca, mirando a los perros dar vuelta tras vuelta, hundidos hasta las
narices en la trampa olfativa que su presa les había puesto. Kiyahawai y el
otro no podían contar cuántas vueltas vieron dar a los perros mientras el zorro
–que fue perdonado- descansaba, no sólo porque les faltaban las matemáticas
para ello, sino porque estuvieron riendo durante toda esa mañana y muchos días
después, hasta que la luna volvió a engordar y poco a poco volvieron las
lluvias.
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