Y así
las vacilaciones, las conjeturas, las especulaciones sin fundamento subían como
una espuma hasta hacerse la parte más visible de mi pensamiento. Era asombroso
verlas apoderarse del teclado y empezara acaparar los minutos, los sonetos, las
posdatas. La concatenación, el rigor, la mesura, la búsqueda de premisas
sólidas para lo que se iba a decir a continuación entraba en un periodo de veda:
era reabsorbido por el mar lógico en una resaca ruidosa y plena -confieso- de
vergüenzas.
A
punto de terminar un libro, no tengo nada de qué escribir.
Como
no sea del dinero y de su falta. Como no sea del asombro ante la
improductividad de mi trabajo, ante la comprobada valta de valor –de valor de
cambio, de valor de mercado- de lo que escribo. Porque no es literatura. Es
sicología, es autoexamen, es un escrutinio del cosmos emprendido al margen de
todo trabajo de campo, es el puro censo de lo que encuentro cuando la
imposibilidad de la vida burguesa me atormenta al punto de la vergüenza.
Y ya van dos párrafos que terminan con esta palabra.
Lo
que yo escribo, una vez más, no produce dinero; produce prestigio. Aún no se ha
descubierto la manera de convertir el prestigio en dinero (salvo la buena
estrella; pero la mía es un cuerpo de Herbig-Haro). Mis libros representan un costo
neto para mi economía; escribir -profesionalmente inclusive- es un hobby oneroso que
pago con mi dinero. Por eso ya no escribo. “Nadie trabaja a pérdida”. Esto, que
parece una afirmación de las ciencias económicas, en este caso está en la
frontera entre la metafísica y la geometría del espacio. Es mi tránsito al nihilismo
topológico.
1 comentario:
yo te voy a seguir leyendo, eso no te dará dinero, obvio, pero te hará compañía.
¿Acaso todo lo que hacemos no va dirigido a vincularnos a los otros?
Por algún motivo a la humanidad se le ocurrió que el dinero era un excelente medio para relacionarnos y, esta es mi triste hipótesis, algunos nos rebelamos ante ello y nos jodimos.
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