(Ponencia en la Casa de la Literatura peruana, febrero de 2020)
De la larguísima fila de mis antepasados
no sé mucho, pero de ellos puedo afirmar esto: hasta hace poco ninguno sabía
manejar auto. En mi linaje, esa habilidad empezó tarde en la vida de mi abuelo
Prochazka, de mi abuelo Garavito y de mi abuela Wiese; mi abuela Travi nunca la
tuvo. En mi generación y en la de mis padres todo el mundo tenía brevete: el
acelerador, el freno, incluso el embrague y la palanca de cambios eran parte de
las familias; su cla-cla-clác componente casi imprescindible del set de
competencias de una persona efectiva. Y sin embargo, mi primer hijo aprendió a
conducir tarde, y luego consiguió bicicletas y una ciudad con trasporte público
eficaz, y dejó de hacerlo; mis otros dos hijos mayores no parecen tener la
intención -y desde luego todo señala que tampoco la necesidad- de aprender a
frenar con el embrague en una bajada.
Yo manejo desde los 19 años: a los 20 me
fui manejando solo a Tacna y regresé, 2500 kiómetros a punta de sánguches. Todavía
en este siglo he puesto 3:48’ de Lima a Huancayo, en un temible Escarabajo con
frenos indignos de ese nombre. (Sumo, y lo considero parte de mis logros, cientos de kilómetros conducidos
alternativamente sin frenos, sin acelerador, con el cable de embrague roto,
completamente sin combustible o de noche sin luces.) Ahora conduzco carro en
Guatemala, bicicleta en Lima (medio siglo ya: siete accidentes), voy en metro
en Estocolmo. Mientras más se alejan las ciudades del siglo XX, menos urge ser
el dueño de una tonelada de fierro humeante, menos todavía hace falta saber
cómo guiarla. En dos o tres años tendremos coches eléctricos autónomos,
robotizados, en línea: SmartCars. Así,
de las treinta o cuarenta generaciones de mi linaje desde tiempos romanos, sólo
han sabido conducir automóvil, digamos, 3.2 generaciones, en los ochenta años
situados entre 1940 y 2020.
¿Qué duración, qué tiempo de vigencia
tienen otras habilidades? Aún menos. Reparar cintas de cassete es de las más
breves: no supo hacerlo mi papá, no la tienen mis hijos. Mi papá me enseñó a
perforar cintas para télex en 1974. El fax lo volvió innecesario ocho años más
tarde. En contraste, puedo asegurar que un gran número de mis antepasados,
(quizá todos) sabían martillar un clavo, desplumar un pollo, defecar al aire
libre, coser una herida, reparar una carreta de juguete, acertarle a una
autoridad corrupta con un huevo podrido. No estoy seguro de si esos duraderos
skills se han perdido o los perderán mis nietos, pero sé que ahora son mucho
menos visibles, si no innecesarios o políticamente incorrectos.
Como ya se adivina, hay una permanente
disonancia cognitiva que parte de la (atroz) diferencia entre nuestros
esfuerzos de adaptación a un entorno cambiante, que son efectivos, con el
cambio que vuelca realidades justo allende nuestra piel. Nunca parecemos estar
adaptados. Esta disonancia entre contexto, sintaxis (física y metafórica vs.
íntima y lingüística) y “yo” suelta toda clase de jugos por nuestros conductos,
y genera la continua sensación de no estar en control: ni de nosotros mismos ni
de nuestro entorno.
La evolución inventó el cortisol –la
hormona del estrés- para apremiarnos a producir resultados. Para quemar
azúcares rápidamente y así contar con energía para atacar o salir corriendo,
para matar y no ser matado. Si no hacías lo uno ni lo otro, te comía el
leopardo que acababas de ignorar tontamente, o no comías ese día. Ya no
encontramos leopardos ni padecemos hambrunas cotidianas, pero la falta de
sintaxis, la disociación y el estrés y el cortisol siguen allí, y engordamos
(el cortisol limita la capacidad de quemar grasa.) Buscamos sentido, orden, y
nos estresamos cuando no parece haberlo. La evolución nos hizo eso. Nos regaló
la infraestructura cortical que faculta maneras de pensar que son patologías. Hay una cosa que se llama
Agent Detection, y otra que se llama Hyperactive Agent Detection, que conduce a
las teorías de la gran conspiración y, en cuanto uno se descuida, al
terraplanismo.
Hacemos, pues, preguntas en un mundo que
rehúsa las respuestas. Ese es el absurdo: el término técnico que desarrolló el
Existencialismo para el desamparo
filosófico, para la disconformidad notacional a la que otro filósofo quiso, y
quizá logró, reducir la elevada Metafísica. “Se filosofa porque no se admite
cierta gramática” apuntó Wittgenstein. Y uno escribe porque está disconforme
con lo que esta leyendo.
Permítanme presentar dos miradas acerca de
este diálogo entre disconformidades, desajustes, incongruencias, y rebeldías,
ambas premiadas por la Academia Sueca. Y contrastar aquello -ya que soy un
autor homenajeado que no publica nada desde 2007- con una reflexión acerca de mis
más recientes publicaciones: qué hago ahora payaseando en Facebook.
Primero, don Mario. Liquidemos al padre. “El
mundo está mal hecho y hay que intervenirlo, hacerle una performance; la
literatura engendra ciudadanos descontentos y eso merece toda loa y toda
defensa”. Voy a renmarcar con mis propios énfasis estos ángulos, de su discurso
de aceptación del Premio Nóbel de Literatura en 2010.
“Por el contrario, gracias a
la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró,
al desencanto de lo real con que
volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel
que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus
fábulas. (…) Igual que escribir, leer es protestar
contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no
tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal
como es no nos basta para colmar nuestra
sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser
mejor.”
(Más adelante)
“La literatura (..) nos
desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y
gracias a ella desciframos, al menos
parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran
mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas
que certezas, y confesamos nuestra perplejidad
ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma,
el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del
conocimiento racional.”
Ese despojo de
certezas, ese desamparo, es lo que hace la “gran literatura”, desde luego, los
grandes novelistas a los que MVLL mencionó en Estocolmo. Pero también lo hace
la de James Blish, en Clarke, Asimov, Sturgeon, Adolph. Respecto de esta pugna
entre literaturas y tamaños, quisiera leerles fragmentos de un prólogo que
escribí hace dos años para la novela Los Cuerpos del Verano, del argentino
Felipe Castagnet, y que incluye también reflexiones mías acerca de la CF. El
texto se titula Quemar al caballo.
“Desde su distante origen en el mito, la literatura
siempre ha estado cargada de fantasía. No es raro que una humanidad que
entendía poco lo que pasaba a su alrededor se inclinara al chismorreo de
explicaciones plausibles, a cual más fantástica. Quinientos años más vieja que
los primeros relatos acerca de Gilgamesh, la arcaica Liturgia de Nintud sobre la creación de hombre y mujer ponía ya a
los Annunaki como señores del inframundo que soportaba el templo de Kesh, y lo
elevaba hasta hacerlo la Luna. Y así desde entonces.
Con tamaño prontuario detrás, no es raro ver que todo
género literario se maneje según (o desde) una retórica de lo irreal
que le resulta característica –si bien no siempre exclusiva. (…)
El crítico y autor peruano de CF Daniel Salvo ha
protestado acerca de que la crítica se resiste a calificar de CF a obras que tocan temas como la inteligencia artificial o el futuro posible; que
surgen “especialistas en demostrar que dichas obras pueden ser cualquier cosa,
relacionarse con cualquier género, admitir cualquier influencia, menos ser CF”.
Creo que esos especialistas que denuncia Salvo están del mismo lado que
aquellos que prefieren no ver
una solución de continuidad entre la muy antigua tradición literaria de ficción
imaginativa y la CF. En otras palabras, que la historia de la CF empieza con la
Odisea o, ya que estamos en eso, con
la Liturgia de Nintud. La Historia Verdadera de Luciano de
Samosata no sólo sería el hito (que es) en la historia de la filosofía
especulativa (¡y de la sátira!), sino pura y dura CF.
No es así. Si cabe señalar una diferencia entre la CF
y la literatura tradicional, incluso la fantástica, es que la CF permite a sus
personajes echar a andar en direcciones
diferentes a las determinadas por Dioses, Magias o Destinos. Es verdad que
los personajes no siempre toman esas oportunidades, pero las tienen, las
fabrican, las hacen ostensibles... También es característica del género
cierto repertorio de temas –lo sugiere
Salvo- pero con un añadido: la CF es como una espiral creciente. Cada tema
nuevo expande su ámbito; en la siguiente vuelta se convierte en un tópico
usual, y en la subsiguiente ese marco es casi normativo o protocolar, mientras
que temas nuevos son sucesivamente atraídos, o absorbidos, desde la periferia.
Esta figura, animada por la retórica de
lo irreal que le es peculiar, representa el parámetro formal dentro del
cual juega la imaginación del autor. Armado de respeto y talento, (el autor de CF) puede aprovechar
esta fricción a su favor. (…)
Y aún así, a pesar de linderos arbitrarios o
imaginados, cada vez es más difícil reconocer la CF o discernirla de lo que no
lo es. (…) En la complejidad posmoderna abundan
tanto los préstamos como los guiños entre las tiendas; las grandes mudanzas,
los saltos discontinuos, el transfuguismo de ida y vuelta... Porque autores de la supuesta Gran Literatura entran y salen
del género CF, como Kingsley Amis, Murakami o Holluebeqc (maltratando, digamos,
la línea limítrofe). Otros -Stephen King, Don De Lillo- han hecho el recorrido
contrario. En América Latina vivimos en lo que parece el final de un tránsito:
acerca del rechazo a la CF el peruano José Güich afirma que hay (¿hubo?) un
“sistema literario hegemónico” dominado por el realismo urbano y los sellos
multinacionales. De cualquier manera, señala el mismo Güich, cada vez más
parece que “hoy ya no es correcto pasarla por alto”. (…)
La anticipación
del futuro ha sabido mantenernos vivos durante dos millones de años, y ha
ayudado durante periodos aún más largos a otras especies animales. En
cualquiera de los casos esta anticipación del futuro consiste en la
extrapolación lineal del pasado. Creemos que la futura existencia de ‘2020’ es
una apuesta muy segura; creemos que ‘mañana’ será muy parecido a ‘ayer’, y
obramos en consecuencia. Así proceden delfines, chimpancés, lobos y elefantes,
y toda nuestra estirpe desde los australopitecinos hasta Donald Trump. Pero ahora
que nos entrometimos con la creación de herramientas para la expansión de la
inteligencia hemos saltado fuera de la lógica evolutiva originaria. El viejo
ritmo está hecho añicos: los cambios que vendrán a continuación se sucederán en
una cascada exponencial, no lineal. Y nada en nuestra historia genética nos ha
preparado para anticipar lo exponencial. (…)
La CF es un género de editores. Los autores escribimos
relatos y novelas; los editores inventan y nutren géneros, y los géneros, si
hay suerte, terminan haciendo épocas. (…) El papel para el
cual parece haber evolucionado nuestro cerebro grande -y el extraño y terco Yo
que alienta en sus entrañas- es el de anticipar futuro complejo. Al extremo de
esta larguísima línea evolutiva, la CF inventa y previene futuros: nos indica
qué es posible, qué deseable, y qué peligroso. De la mano de sus autores y
editores, la ciencia ficción es (me atrevo a decir) la estrategia literaria de nuestro cerebro grande -de nuestro ilusorio
Yo- para generarle espacios a la futura evolución de la especie, lejos de las
restricciones de Dioses, Magias o
Destinos. Mientras ese futuro llega podemos leerla (…) con
asombro y provecho.
Hasta aquí la cita. Creo que con ese
prólogo dejo en claro que el viejo amparo, religioso en el origen, filosófico y
tecnológico después, ya no me parece una
cosa necesariamente buena. Nos mantiene reclusos de falsas seguridades. Me
recuerda a esa frase tan actual de Konstantin Tsilovskii que mucho le gustaba
repetir a Arthur C. Clarke: “La Tierra es nuestra cuna, pero no podemos vivir
para siempre en la cuna”. El amparo teológico, el refugio político, el abrigo
rocoso, son un retroceso de una cuna grande a otra pequeña. Los desamparos, en
contraste, nos dan la humana oportunidad de elegir.
Sartre negó la idea de que la esencia
humana precede, ampara y guía la existencia. Ese paraguas se sentía ciertamente
seguro: durante 22 siglos definió lo que éramos y, en ese mismo acto, dotó de
sentido a nuestra existencia. Curiosamente, sin embargo, hacía esto sin
existir…
Porque la existencia precede a la esencia,
la existencia construye la esencia, si es que uno tiene suerte y, finalmente,
si uno quiere. Sólo entonces se puede decir qué será cierto individuo: a medida
va siendo. Se ve entonces que no hay manera de pre-determinar nuestro propósito
en el mundo. Desde hace doscientos años, tímidamente al inicio, con Voltaire,
Stirner, Kierkergaard, Nietzche, hemos construido nuestro propio desamparo. Estamos
desprotegidos de todo sentido, de telos. Ojo que esta posición no es la del
ateísmo. El danés señala que Dios puede existir, pero no nos imbuye con sus
propósitos, en caso de que los tuviera. Dios se mantiene mudo respecto a
nuestro papel en el mundo: nos priva de la tranquilidad y el confort de un
guión, nos hace desamparados y libres.
Esas disconformidades, desajustes y
rebeldías nos volverán evidente el desamparo, y (no automáticamente, pues esto requiere
una operación mental) su virtud. Y fue otro Nóbel, Camus, quien nos mostró la
firme dignidad del desamparo total.
Camus sostenía ya en los 50s cosas
opuestas a las que MVLL nos relata, porque en una vida exitosa y singularmente
afortunada como la de Don Mario quizá no sobreviven absurdos sostenibles. Dice
el argelino:
La obra de arte encarna un
drama de la inteligencia, pero no lo demuestra sino indirectamente. (… )
La obra absurda ilustra la
renuncia del pensamiento a sus prestigios y su resignación a no ser ya más que
la inteligencia que hace funcionar las apariencias y que cubre con imágenes lo
que no tiene razón. Si el mundo fuese claro no existiría el arte. (…)
Pensar es, ante todo, querer crear un mundo (o limitar el propio,
lo que equivale a lo mismo). Es partir del desacuerdo fundamental que separa al hombre de su experiencia para
encontrar un terreno de armonía conforme a su nostalgia, un universo
encorsetado con razones o aclarado por analogías que permitan resolver el
divorcio insoportable. (…)
Si (en la obra absurda) no se
respetan los mandamientos de lo absurdo, si no ilustra el divorcio y la
rebelión, si consagra las ilusiones y suscita la esperanza, ya no es gratuita.
Los mandamientos del absurdo, especifica
Camus. Cito uno de mis preferidos: que el amparo de una sintaxis firme solía
ser una cosa buena, y ya no lo es. En mi familia abundamos los que hemos
protestado, tanto de jóvenes como ya de mayores, por la insoportable
inconsistencia de la gramática castellana, las locuras de los verbos
irregulares, pero también de las tonterías de las formas del habla diaria y de
dichos populares. Porque, pese a todas las cosas buenas que pueden decirse y se
han dicho de él, el lenguaje nos trampea y envenena. Cada cosa positiva que
descubrimos del lenguaje -por ejemplo, que su sintaxis nos permite ordenar a partir
de ella el mundo, tiene un anverso: el orden profundo del mundo (basta tratar
de figurarse el cuántico) nos está vetado precisamente a causa de la humana sintaxis,
local, pequeña, restricta.
Entonces estoy listo para contarles ¿qué
hago yo en Facebook, si reacciono menos al meme que al argumento? ¿Qué hace un
filósofo que juzga que la unidad argumentativa mínima es el capítulo siendo el
bufón del Facebook local? Esta es una habilidad, sin duda, de corta vida. ¿Qué
puede inspirarla?
Lo que hago en Facebook, confieso, es
señalar el absurdo. Busco –y encuentro y señalo- desajustes y contradcciones en
las sintaxis y las gramáticas
del mundo: políticas, culturales, éticas, cognitivas, pedagógicas,
seudocientíficas. Propongo, como réplica provocadora, el juego de lo posible,
lo vedado, lo incorrecto, lo divertido. Camus insistía en que su Sísifo
representaba esta forma de rebelión tenaz contra su condición: esta persistencia
en ese esfuerzo considerado estéril y siempre renovado, tan análogo al de
discutir en las redes sociales.
Generalmente doy esta pelea riéndome del
absurdo que yo mismo hallo, y lo descubro en el lenguaje. “Por qué le han dado
una maestría al espantapájaros? Porque es una figura sobresaliente en el
campo.” La gente no conoce la importancia de las ondas
lingüístico-gravitacionales con las que sus sandeces hacen temblar el tejido
del cosmos. Esas ondas portan energía: y sostengo que esa alegre energía es
nuestro futuro.
Para terminar, diré que lo que hago
divirtiéndolos en Facebook es lo mismo que he hecho siempre con mi literatura. Dije
arriba que la ciencia ficción podría tomarse como la estrategia literaria de nuestro cerebro
grande -de nuestro ilusorio Yo- para generarle espacios a la futura evolución
de la especie. En esta misma vena, la literatura fantástica es una disconformidad sintáctica; la ciencia
ficción un desafío gramatical a los tiempos verbales. Ambas quejas ejercen el
lado más terrorífico del absurdo: la magnitud abrumadora de libertad que hay en el mundo, y que
algunos hemos tenido la fortuna de explorar. Y prometo, a pesar de mi largo
silencio, que esta habilidad sí será de las duraderas.
Muchas gracias.
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