Y antes, así funcionaban las mañanas.
Uno hacía cosas y entre esas cosas trataba de contrabandear líneas escritas.
Era como inevitable.
Desayunabas y escribías; montabas bicicleta a la universidad y escribías, te sentabas a escuchar a Onorio y escribías. Las palabras eran una necesidad. El ejercicio de imaginarles un orden, de decirlas en tinta, les proporcionaba a ellas sustancia, sonido, significado, propósito, y a ti todo eso también. Ese poetizar pensante -lo llamó alguna vez Edgardo Albizu- se correspondía (creo, es una hipótesis que aventuro mientras la invento) con la fonación. No con la fonación de esas mismas palabras que estaba poniendo por escrito, sino con el acto simple, diario, de hablar: de expresar y gritar y proferir cosas como lo hace cualquiera.
Es decir, afirmo que para escribir de manera poética hacía falta primero ser un usuario de la lengua, un hablante de a pie. Aunque estoy casi persuadido de la realidad de esa precondición, me recuerdo también como un tipo silencioso, taciturno ya se sabe: un Homo Tacit que era capaz de largos silencios, porque en su espíritu estaban pasando cosas, multitud de ellas, cosas a las que había que vincular y jerarquizar y nombrar y escribir mientras se freía un huevo o se calculaba una escala o se aprendía algo sobre una aurípida y dos sinérgidas.
¿Cómo balancear esa necesidad de silencios con la precondición de verborrea que parece hacer falta como sustrato para el acto de escribir? ¿Cómo, pues, pensar sin palabras? La respuesta a estas dos preguntas, que creo que son etapas de la misma, se me antoja estética: asociada a algún tipo de equilibrio puntuado, de garabato Escheriano, de fractalidad a media asta, de polvo de Cantor todavía visible en el que los silencios parecen ausencias de sonido y los sonidos (las palabras dichas, murmuradas, besadas a la llovizna mientras montaba una bicicleta azul) se montan sobre los ritmos del mundo, los ruidos del siglo, y entonces el acto de escribir se llama partitura, presente indicativo del verbo latino partior, que significa apartar y –lo sabía Stephen Jay Gould- también puntuar.
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