jueves, 5 de julio de 2007

Ich non tenho niente qui tell du

Yo no tengo nada qué decirle. Y sin embargo me pesa dejar la página en blanco; de modo que voy a hacer lo que siempre hago, que es poner por escrito lo que pienso, para que Ud. compruebe que en efecto yo no tengo -ni tenía- nada qué decirle.

Sin duda es posible que Ud. se moleste; es posible que Ud. se ofenda. Si yo empezara a considerar estas posibilidades, a ponderar sobre ellas, a discutirlas, entonces quizá empezaríamos a tener temas en común y de pronto podría Ud. argüir que sí tengo, por lo visto, algo qué decirle; pero ni eso es cierto, ni me provoca seguir dándole razones a un argumento no por potencial menos torcido. De manera que sus oportunidades de convencerme nacen y mueren allí. Ahora siéntese y escuche ( o lea) todo lo que yo no tengo que decirle a Ud., que es así precisamente porque no es a Ud. a quien yo le hablo, no son para Ud. estas palabras que yo escribo.

¿Qué hace la capacidad de escribir acerca de algo? La respuesta anida en algún lugar de mi fichero entre párrafos de Steiner y Chomsky y Pinker. Es esta vis gramática que los rétores medievales conocían al dedillo y comprendían a fondo: es ese fondo profundo y mentalés que nos hace a todos más iguales que lo que nadie hubiera creído antes, desde Babel hasta Cornell. Sumadas, o conectadas, estas potencias nos hacen capaces de concebir un mundo exterior gramaticado y articular con él. Pero, más importante, contribuyen a consolidar en nuestro interior una imagen gramatical del yo: herencia y luego también causa de lo escible.

Por eso, principalmente, es que yo no tengo nada qué decirle: porque la imagen gramatical de mí mismo de la que dispongo se proyecta al mundo exterior (que la subyace: es mi tesis ahora) apenas con un carácter exploratorio, inseguro, si bien a ratos entusiasta. Buscaré expresiones alternativas, perimétricas: no estoy seguro de nada de lo que afirmo. No tengo interés en demostrar la superioridad de mis puntos de vista. Me aburre la tarea de persuadirlo a Ud. de algo. Sólo me alienta la tibia tranquilidad de que, en caso de estar equivocado, yo sabré aprender de Ud., si bien lo contrario quizá no suceda. Ya no me importa. (Comprobará Ud. que, en contra de lo que muchos afirman, carezco de la arrogancia requerida para ser un maestro).

La renuncia a la persuasión es (no tengo fuerzas para negarlo) un acto de desencantamiento. No me interesa esto por su cronología tanto como por su raíz conceptual. Durante años procedí de manera distinta, y expliqué y discutí y convencí con éxito a mucha gente de muchas cosas. (Hay quien ha querido mostrarse agudo observando que por esas mismas fechas yo presumía de ser solipsista. No me demoraré aquí contestando tal flacura argumentativa.) Luego pasé por un trance de aguda comprobación de la debilidad o transitoriedad de tales persuasiones. El sustrato gramático de mi constitución del mundo porta encima un primer piso semántico, cuyo rasgo más celebrado es la defensa de la duración; la fragilidad y la mudanza de significados le son repugnantes a este principio activo. Wittgenstein observó que la metafísica proviene de una disconformidad notacional. En este caso, la ética surge de una protesta contra la disolución semántica. Qué duda cabe de que este principio no sólo limita los entusiasmos por el diálogo en la medida en que estima en poco la mudanza y cambios de opinión del interlocutor; pero lo grave, lo terminal, es que también lo hace conmigo mismo, con lo que pudiera yo argüir: de modo que logra lo que ya proclamé, que a Ud. yo no tenga nada qué decirle.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La razón práctica al rescate para no arrancarse la piel.
¿O se puede estar en paz asumiendo así la vida?
La razón práctica o el adormecimiento, o la ejecución "en automático" de todo que llevamos en la mochila mental, el cómo comportarse, qué decir, jugar con niños y jugar a los adultos.