miércoles, 11 de julio de 2007

Un colega

Álvaro era el homo faber por excelencia. El verbo “hacer” daba sentido a su día, moviéndolo de continuo hacia propósitos y cometidos y llevándolo a emprender cosas a cada minuto: montaba a gran velocidad bicicletas que él mismo armaba (y que pronto demolía contra sardineles, señoras o microbuses); atravesaba fácilmente la ciudad al trote o subía cerros cargado con mochilas que había diseñado y cosido por cuenta propia, construía muebles de madera para su madre, era un hábil pescador con sedal o atarraya, y tarareaba o cantaba a grito pelado mientras cocinaba... No todo le salía bien, pero cuando las puertas no encajaban en sus marcos o la fibra de vidrio se resistía a adoptar las formas de su imaginación, la solución obligadamente improvisada y rústica siempre podía hacerse pasar por voluntaria. Cuando, años después, incursionó en la tabla hawaiana, lo hizo tanto por el gusto al surf como al pescado –solía arrastrar un sedal con varios anzuelos tras la tabla, para furia de los demás tablistas- pero especialmente por el placer de diseñar y construir sus propias armatostes. Probaba combinaciones prohibidas de compuesto catalizador, de cobalto, espuma y resina, tejiendo matt y fibra en formas supuestamente hidrodinámicas y colocando quillas en números y ángulos inéditos según una curiosa teoría que se modificaba, como sus boards, cada fin de semana. Al realizar cada una de esas empresas, pensaba. Y mientras pensaba, hablaba o cantaba sin cesar. Álvaro era una muestra de que la vida teorética pura no era posible: demostraba la urgencia de regresar a la póiesis, al hacer sagrado; y su existencia solar y su piel bronceada hasta la negrura y las cicatrices interminables en sus manos y en su cuero cabelludo eran el epítome y la evidencia excesiva de que ese retorno rehumanizaría tarde o temprano al hombre, si es que no acababa con él primero.

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