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Por ejemplo, ponerse uno una grabadora, hablarle todo el día, usarla para registrar las ideas que saltan al acaso: respondiendo a la vieja convicción de que los largos discursos y las frases rimbombantes construyen una realidad mejor que las palabras maltratadas por la lentitud del teclado. Yo no estoy pensando a la velocidad suficiente porque estoy pensando en escribir: porque nunca puedo escribir todo el tiempo que necesito. Porque los ratos que me puedo verdaderamente sentar a escribir (en pleno dominio de mis circunvoluciones) son, otra vez, ese Polvo de Cantor crónico que fractura la continuidad de mis ideas -que la hubo, helvética- y que pugna desde el centro de ese algo inmenso y moribundo que se me desdibuja, hacia una exterioridad también en agonía. Yo soy algo que quiere hacer: yo no soy un silencio ni una quietud. Si callo, es porque estoy siendo silenciado; si me aquieto, porque estoy siendo detenido. Ambas cosas con éxito, es verdad; pero al no nacer de mí estas cosas son percibidas como invasiones, virus, llamadas de alerta y reclamos para la existencia de un sistema inmunológico del cual todavía nada sé salvo que es imprescindible y que es urgente.
Llamo maldición de la imaginación a la conjunción de la lenta desgracia de los designadores que nos da el lenguaje humano, y la enfermiza ebullición de la imagen. Vemos a gran velocidad, pero hablamos despacio y nos comunicamos todavía más lento y no siempre con éxito. En consecuencia se acumulan las imágenes como una de las fuentes no exhaustas de la idea: pero, a causa del filtrado, lo que se queda es la idea más plana, la que consiste sólo en aspectos externos de cosas apenas concebidas, formas de nociones, color de estructuras, fugaces esqueletos de alambre de realidades cuya intuición ya sería de por sí difícil. Es curioso que sea la mente la que a la vez genera esa efervescencia enloquecedora de imágenes y la que busca protegerse de ella mediante los rudimentos de este sistema inmune, cuya operación provisoria y torpe consiste en hacer de ellas lenguaje, discurso, guión, diálogo entre viejos conocidos...
Y entro en fabulación. Pero llevo la velocidad del vórtice de imágenes, y ningún diálogo puede ser tan rápido, ningún guión tan completo, ningún hipertexto tan rico: y una y otra vez me estrello, arranco de nuevo, me trabo, me disperso, pruebo otra línea, vuelvo a chocar, perdido completamente en las imágenes el control de mi conciencia, obligado a intentar concebir el absoluto con herramientas tan torpes como pieles de oso y hachas de pedernal. Y mucho más viejas y mucho más inapropiadas para la tarea de evitar o de postergar un poco más el lunatismo.
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Yo ya no desconfío de nadie. Me da igual. Aspiro a todas las traiciones.
1 comentario:
Una suerte cuando el lenguaje deja ser atrapado por el pensamiento.
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