domingo, 1 de agosto de 2021

 EL CAUTÍN

 

-Ch’uqay, gringu –le gritó el soldador, amenazante.

El chico dejó caer al fuego el cautín, semejante a un martillo o a una hachuela: una pesada cabeza de cobre unida a un largo vástago de hierro rematado en un mango de madera que protegía la mano del calor.

La había retirado de la fragua durante un momento; quiso asegurarse de la forma de cuña que tenía la cabeza de cobre (un bisel romo, acaso de la mitad de la longitud total de la cabeza). Al rojo vivo, allí entre las brasas, no se distinguía bien cuán largo era ese chaflán… Obtuvo una cosa más de su atrevimiento antes de que el malhumorado soldador lo echara fuera del taller, a la lluvia. Logró sentir el peso de la herramienta, y supo que le faltaba mucho alambre: que Carhuamayo no bastaría para su pesquisa.

En los días pasados el hirsuto gringu –vivaces ojos grises, boca inexpresiva, pelo rubio hasta los hombros, babas y mocos en los cachetes, un poncho demasiado grande: un chico sucio en medio de la puna- siguió husmeando en el fango delante de ese y de los otros dos talleres cercanos, en Ninacaca y en Shelby, en busca de trocitos de alambre de cobre. El lugar más prometedor, que encontró una tarde, fue el patio de trenes de Vicco, donde tuvo que ir acompañando a José. Regresó con los bolsillos llenos de alambritos retorcidos, algunos pelados, otros todavía con la funda de gutapercha. Los sumó al montón que ya escondía en una cajita en el corral tras de su casa, junto a una varilla de hierro a la que ya había provisto de un mango muy tosco. Faltaba el mayor de los desafíos: esa cabeza cónica de media libra de cobre.

La obsesión del gringu durante esa temporada era aprender a soldar a estaño, como había visto hacer en esos talleres. La mera posibilidad de unir piezas de metal parecía una magia... El cautín era sólo un medio para un fin, pero un medio inaccesible. Ni su tío Enrique ni su padre Josef –papá José- le darían el dinero para eso, después del episodio del reloj… así que había decidido hacerse uno. En Carhuamayo, rodeado como estaba de minerales, minas y mineros no le fue difícil dar con la idea de juntar cobre de la única fuente que le permitía la pobreza: el suelo. Entretanto, consiguió un trozo de madera y la cortó y talló de la forma exacta que había visto en el taller de donde lo expulsaron. Cuando el bulto en su escondite alcanzó un poco más de la media libra que necesitaba, buscó una vieja cacerola de barro y tomó prestada unas tenazas largas. Nadie lo ayudó, ningún adulto le dijo qué hacer.

Hundió la cuña de madera en el barro más suave, arenoso y consistente que pudo encontrar, y luego lo retiró con mucho cuidado. Al lado, dejó el cobre al fuego, la varilla de hierro lista. Cuando el metal oscuro empezó a licuarse, usó las tenazas para sacar la escoria que flotaba, y luego –también tenazas de por medio- vació el líquido ardiente en el molde dejado por el taco de madera. Con la superficie aún temblando, sumergió el extremo del vástago de hierro en la masa de cobre, y se quedó allí, quieto, durante varios minutos, sudando, vigilando esa extraña antena que emergía del barro: ansioso por el resultado pero sin atreverse a mover nada antes de tiempo. Al cabo de esa tensa espera extrajo de la tierra su creación, su pequeño y primitivo Excalibur. Lo limpió con un trapo, lo blandió por el aire helado de la puna peruana. Por fin dominaba el metal.

El gringu tenía ocho años de edad.

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