martes, 19 de mayo de 2020

Desamparados, y orgullosos de estarlo


(Ponencia en la Casa de la Literatura peruana, febrero de 2020)



De la larguísima fila de mis antepasados no sé mucho, pero de ellos puedo afirmar esto: hasta hace poco ninguno sabía manejar auto. En mi linaje, esa habilidad empezó tarde en la vida de mi abuelo Prochazka, de mi abuelo Garavito y de mi abuela Wiese; mi abuela Travi nunca la tuvo. En mi generación y en la de mis padres todo el mundo tenía brevete: el acelerador, el freno, incluso el embrague y la palanca de cambios eran parte de las familias; su cla-cla-clác componente casi imprescindible del set de competencias de una persona efectiva. Y sin embargo, mi primer hijo aprendió a conducir tarde, y luego consiguió bicicletas y una ciudad con trasporte público eficaz, y dejó de hacerlo; mis otros dos hijos mayores no parecen tener la intención -y desde luego todo señala que tampoco la necesidad- de aprender a frenar con el embrague en una bajada.


Yo manejo desde los 19 años: a los 20 me fui manejando solo a Tacna y regresé, 2500 kiómetros a punta de sánguches. Todavía en este siglo he puesto 3:48’ de Lima a Huancayo, en un temible Escarabajo con frenos indignos de ese nombre. (Sumo, y lo considero parte de mis logros, cientos de kilómetros conducidos alternativamente sin frenos, sin acelerador, con el cable de embrague roto, completamente sin combustible o de noche sin luces.) Ahora conduzco carro en Guatemala, bicicleta en Lima (medio siglo ya: siete accidentes), voy en metro en Estocolmo. Mientras más se alejan las ciudades del siglo XX, menos urge ser el dueño de una tonelada de fierro humeante, menos todavía hace falta saber cómo guiarla. En dos o tres años tendremos coches eléctricos autónomos, robotizados, en línea: SmartCars. Así, de las treinta o cuarenta generaciones de mi linaje desde tiempos romanos, sólo han sabido conducir automóvil, digamos, 3.2 generaciones, en los ochenta años situados entre 1940 y 2020.
¿Qué duración, qué tiempo de vigencia tienen otras habilidades? Aún menos. Reparar cintas de cassete es de las más breves: no supo hacerlo mi papá, no la tienen mis hijos. Mi papá me enseñó a perforar cintas para télex en 1974. El fax lo volvió innecesario ocho años más tarde. En contraste, puedo asegurar que un gran número de mis antepasados, (quizá todos) sabían martillar un clavo, desplumar un pollo, defecar al aire libre, coser una herida, reparar una carreta de juguete, acertarle a una autoridad corrupta con un huevo podrido. No estoy seguro de si esos duraderos skills se han perdido o los perderán mis nietos, pero sé que ahora son mucho menos visibles, si no innecesarios o políticamente incorrectos.
Como ya se adivina, hay una permanente disonancia cognitiva que parte de la (atroz) diferencia entre nuestros esfuerzos de adaptación a un entorno cambiante, que son efectivos, con el cambio que vuelca realidades justo allende nuestra piel. Nunca parecemos estar adaptados. Esta disonancia entre contexto, sintaxis (física y metafórica vs. íntima y lingüística) y “yo” suelta toda clase de jugos por nuestros conductos, y genera la continua sensación de no estar en control: ni de nosotros mismos ni de nuestro entorno.
La evolución inventó el cortisol –la hormona del estrés- para apremiarnos a producir resultados. Para quemar azúcares rápidamente y así contar con energía para atacar o salir corriendo, para matar y no ser matado. Si no hacías lo uno ni lo otro, te comía el leopardo que acababas de ignorar tontamente, o no comías ese día. Ya no encontramos leopardos ni padecemos hambrunas cotidianas, pero la falta de sintaxis, la disociación y el estrés y el cortisol siguen allí, y engordamos (el cortisol limita la capacidad de quemar grasa.) Buscamos sentido, orden, y nos estresamos cuando no parece haberlo. La evolución nos hizo eso. Nos regaló la infraestructura cortical que faculta maneras de pensar  que son patologías. Hay una cosa que se llama Agent Detection, y otra que se llama Hyperactive Agent Detection, que conduce a las teorías de la gran conspiración y, en cuanto uno se descuida, al terraplanismo.
Hacemos, pues, preguntas en un mundo que rehúsa las respuestas. Ese es el absurdo: el término técnico que desarrolló el Existencialismo  para el desamparo filosófico, para la disconformidad notacional a la que otro filósofo quiso, y quizá logró, reducir la elevada Metafísica. “Se filosofa porque no se admite cierta gramática” apuntó Wittgenstein. Y uno escribe porque está disconforme con lo que esta leyendo.
Permítanme presentar dos miradas acerca de este diálogo entre disconformidades, desajustes, incongruencias, y rebeldías, ambas premiadas por la Academia Sueca. Y contrastar aquello -ya que soy un autor homenajeado que no publica nada desde 2007- con una reflexión acerca de mis más recientes publicaciones: qué hago ahora payaseando en Facebook.
Primero, don Mario. Liquidemos al padre. “El mundo está mal hecho y hay que intervenirlo, hacerle una performance; la literatura engendra ciudadanos descontentos y eso merece toda loa y toda defensa”. Voy a renmarcar con mis propios énfasis estos ángulos, de su discurso de aceptación del Premio Nóbel de Literatura en 2010.
“Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. (…) Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor.”
(Más adelante)
“La literatura (..) nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.”
Ese despojo de certezas, ese desamparo, es lo que hace la “gran literatura”, desde luego, los grandes novelistas a los que MVLL mencionó en Estocolmo. Pero también lo hace la de James Blish, en Clarke, Asimov, Sturgeon, Adolph. Respecto de esta pugna entre literaturas y tamaños, quisiera leerles fragmentos de un prólogo que escribí hace dos años para la novela Los Cuerpos del Verano, del argentino Felipe Castagnet, y que incluye también reflexiones mías acerca de la CF. El texto se titula Quemar al caballo.
“Desde su distante origen en el mito, la literatura siempre ha estado cargada de fantasía. No es raro que una humanidad que entendía poco lo que pasaba a su alrededor se inclinara al chismorreo de explicaciones plausibles, a cual más fantástica. Quinientos años más vieja que los primeros relatos acerca de Gilgamesh, la arcaica Liturgia de Nintud sobre la creación de hombre y mujer ponía ya a los Annunaki como señores del inframundo que soportaba el templo de Kesh, y lo elevaba hasta hacerlo la Luna. Y así desde entonces.

Con tamaño prontuario detrás, no es raro ver que todo género literario se maneje según (o desde) una retórica de lo irreal que le resulta característica –si bien no siempre exclusiva. (…)

El crítico y autor peruano de CF Daniel Salvo ha protestado acerca de que la crítica se resiste a calificar de CF a obras que tocan temas como la inteligencia artificial o el futuro posible; que surgen “especialistas en demostrar que dichas obras pueden ser cualquier cosa, relacionarse con cualquier género, admitir cualquier influencia, menos ser CF”. Creo que esos especialistas que denuncia Salvo están del mismo lado que aquellos que prefieren no ver una solución de continuidad entre la muy antigua tradición literaria de ficción imaginativa y la CF. En otras palabras, que la historia de la CF empieza con la Odisea o, ya que estamos en eso, con la Liturgia de Nintud. La Historia Verdadera de Luciano de Samosata no sólo sería el hito (que es) en la historia de la filosofía especulativa (¡y de la sátira!), sino pura y dura CF.

No es así. Si cabe señalar una diferencia entre la CF y la literatura tradicional, incluso la fantástica, es que la CF permite a sus personajes echar a andar en direcciones diferentes a las determinadas por Dioses, Magias o Destinos. Es verdad que los personajes no siempre toman esas oportunidades, pero las tienen, las fabrican, las hacen ostensibles... También es característica del género cierto  repertorio de temas –lo sugiere Salvo- pero con un añadido: la CF es como una espiral creciente. Cada tema nuevo expande su ámbito; en la siguiente vuelta se convierte en un tópico usual, y en la subsiguiente ese marco es casi normativo o protocolar, mientras que temas nuevos son sucesivamente atraídos, o absorbidos, desde la periferia. Esta figura, animada por la retórica de lo irreal que le es peculiar, representa el parámetro formal dentro del cual juega la imaginación del autor. Armado de respeto y talento, (el autor de CF) puede aprovechar esta fricción a su favor. (…)

Y aún así, a pesar de linderos arbitrarios o imaginados, cada vez es más difícil reconocer la CF o discernirla de lo que no lo es. (…) En la complejidad posmoderna abundan tanto los préstamos como los guiños entre las tiendas; las grandes mudanzas, los saltos discontinuos, el transfuguismo de ida y vuelta... Porque autores de la supuesta Gran Literatura entran y salen del género CF, como Kingsley Amis, Murakami o Holluebeqc (maltratando, digamos, la línea limítrofe). Otros -Stephen King, Don De Lillo- han hecho el recorrido contrario. En América Latina vivimos en lo que parece el final de un tránsito: acerca del rechazo a la CF el peruano José Güich afirma que hay (¿hubo?) un “sistema literario hegemónico” dominado por el realismo urbano y los sellos multinacionales. De cualquier manera, señala el mismo Güich, cada vez más parece que “hoy ya no es correcto pasarla por alto”. (…)

La anticipación del futuro ha sabido mantenernos vivos durante dos millones de años, y ha ayudado durante periodos aún más largos a otras especies animales. En cualquiera de los casos esta anticipación del futuro consiste en la extrapolación lineal del pasado. Creemos que la futura existencia de ‘2020’ es una apuesta muy segura; creemos que ‘mañana’ será muy parecido a ‘ayer’, y obramos en consecuencia. Así proceden delfines, chimpancés, lobos y elefantes, y toda nuestra estirpe desde los australopitecinos hasta Donald Trump. Pero ahora que nos entrometimos con la creación de herramientas para la expansión de la inteligencia hemos saltado fuera de la lógica evolutiva originaria. El viejo ritmo está hecho añicos: los cambios que vendrán a continuación se sucederán en una cascada exponencial, no lineal. Y nada en nuestra historia genética nos ha preparado para anticipar lo exponencial. (…)

La CF es un género de editores. Los autores escribimos relatos y novelas; los editores inventan y nutren géneros, y los géneros, si hay suerte, terminan haciendo épocas. (…) El papel para el cual parece haber evolucionado nuestro cerebro grande -y el extraño y terco Yo que alienta en sus entrañas- es el de anticipar futuro complejo. Al extremo de esta larguísima línea evolutiva, la CF inventa y previene futuros: nos indica qué es posible, qué deseable, y qué peligroso. De la mano de sus autores y editores, la ciencia ficción es (me atrevo a decir) la estrategia literaria de nuestro cerebro grande -de nuestro ilusorio Yo- para generarle espacios a la futura evolución de la especie, lejos de las restricciones de Dioses, Magias o Destinos. Mientras ese futuro llega podemos leerla (…) con asombro y provecho.

Hasta aquí la cita. Creo que con ese prólogo dejo en claro que el viejo amparo, religioso en el origen, filosófico y tecnológico después,  ya no me parece una cosa necesariamente buena. Nos mantiene reclusos de falsas seguridades. Me recuerda a esa frase tan actual de Konstantin Tsilovskii que mucho le gustaba repetir a Arthur C. Clarke: “La Tierra es nuestra cuna, pero no podemos vivir para siempre en la cuna”. El amparo teológico, el refugio político, el abrigo rocoso, son un retroceso de una cuna grande a otra pequeña. Los desamparos, en contraste, nos dan la humana oportunidad de elegir.
Sartre negó la idea de que la esencia humana precede, ampara y guía la existencia. Ese paraguas se sentía ciertamente seguro: durante 22 siglos definió lo que éramos y, en ese mismo acto, dotó de sentido a nuestra existencia. Curiosamente, sin embargo, hacía esto sin existir…
Porque la existencia precede a la esencia, la existencia construye la esencia, si es que uno tiene suerte y, finalmente, si uno quiere. Sólo entonces se puede decir qué será cierto individuo: a medida va siendo. Se ve entonces que no hay manera de pre-determinar nuestro propósito en el mundo. Desde hace doscientos años, tímidamente al inicio, con Voltaire, Stirner, Kierkergaard, Nietzche, hemos construido nuestro propio desamparo. Estamos desprotegidos de todo sentido, de telos. Ojo que esta posición no es la del ateísmo. El danés señala que Dios puede existir, pero no nos imbuye con sus propósitos, en caso de que los tuviera. Dios se mantiene mudo respecto a nuestro papel en el mundo: nos priva de la tranquilidad y el confort de un guión, nos hace desamparados y libres.
Esas disconformidades, desajustes y rebeldías nos volverán evidente el desamparo, y (no automáticamente, pues esto requiere una operación mental) su virtud. Y fue otro Nóbel, Camus, quien nos mostró la firme dignidad del desamparo total.
Camus sostenía ya en los 50s cosas opuestas a las que MVLL nos relata, porque en una vida exitosa y singularmente afortunada como la de Don Mario quizá no sobreviven absurdos sostenibles. Dice el argelino:
La obra de arte encarna un drama de la inteligencia, pero no lo demuestra sino indirectamente. (… )
La obra absurda ilustra la renuncia del pensamiento a sus prestigios y su resignación a no ser ya más que la inteligencia que hace funcionar las apariencias y que cubre con imágenes lo que no tiene razón. Si el mundo fuese claro no existiría el arte. (…)
Pensar es, ante todo, querer crear un mundo (o limitar el propio, lo que equivale a lo mismo). Es partir del desacuerdo fundamental que separa al hombre de su experiencia para encontrar un terreno de armonía conforme a su nostalgia, un universo encorsetado con razones o aclarado por analogías que permitan resolver el divorcio insoportable. (…)
Si (en la obra absurda) no se respetan los mandamientos de lo absurdo, si no ilustra el divorcio y la rebelión, si consagra las ilusiones y suscita la esperanza, ya no es gratuita.
Los mandamientos del absurdo, especifica Camus. Cito uno de mis preferidos: que el amparo de una sintaxis firme solía ser una cosa buena, y ya no lo es. En mi familia abundamos los que hemos protestado, tanto de jóvenes como ya de mayores, por la insoportable inconsistencia de la gramática castellana, las locuras de los verbos irregulares, pero también de las tonterías de las formas del habla diaria y de dichos populares. Porque, pese a todas las cosas buenas que pueden decirse y se han dicho de él, el lenguaje nos trampea y envenena. Cada cosa positiva que descubrimos del lenguaje -por ejemplo, que su sintaxis nos permite ordenar a partir de ella el mundo, tiene un anverso: el orden profundo del mundo (basta tratar de figurarse el cuántico) nos está vetado precisamente a causa de la humana sintaxis, local, pequeña, restricta.
Entonces estoy listo para contarles ¿qué hago yo en Facebook, si reacciono menos al meme que al argumento? ¿Qué hace un filósofo que juzga que la unidad argumentativa mínima es el capítulo siendo el bufón del Facebook local? Esta es una habilidad, sin duda, de corta vida. ¿Qué puede inspirarla?
Lo que hago en Facebook, confieso, es señalar el absurdo. Busco –y encuentro y señalo- desajustes y contradcciones en las sintaxis y las gramáticas del mundo: políticas, culturales, éticas, cognitivas, pedagógicas, seudocientíficas. Propongo, como réplica provocadora, el juego de lo posible, lo vedado, lo incorrecto, lo divertido. Camus insistía en que su Sísifo representaba esta forma de rebelión tenaz contra su condición: esta persistencia en ese esfuerzo considerado estéril y siempre renovado, tan análogo al de discutir en las redes sociales.
Generalmente doy esta pelea riéndome del absurdo que yo mismo hallo, y lo descubro en el lenguaje. “Por qué le han dado una maestría al espantapájaros? Porque es una figura sobresaliente en el campo.” La gente no conoce la importancia de las ondas lingüístico-gravitacionales con las que sus sandeces hacen temblar el tejido del cosmos. Esas ondas portan energía: y sostengo que esa alegre energía es nuestro futuro.
Para terminar, diré que lo que hago divirtiéndolos en Facebook es lo mismo que he hecho siempre con mi literatura. Dije arriba que la ciencia ficción podría tomarse como la estrategia literaria de nuestro cerebro grande -de nuestro ilusorio Yo- para generarle espacios a la futura evolución de la especie. En esta misma vena, la literatura fantástica es una disconformidad sintáctica; la ciencia ficción un desafío gramatical a los tiempos verbales. Ambas quejas ejercen el lado más terrorífico del absurdo: la magnitud abrumadora de libertad que hay en el mundo, y que algunos hemos tenido la fortuna de explorar. Y prometo, a pesar de mi largo silencio, que esta habilidad sí será de las duraderas.
Muchas gracias.

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