sábado, 25 de enero de 2014

El fin de la educación y el último alumno

Debido a que una de las fuerzas más importantes que movilizan al sistema educativo (una de las que lo definen, financian y regulan con mas brío) es la orientación moral y política a absolver brechas históricas, es sintomático que a pesar de elaborar planes de plazo diverso y de programar por adelantado gastos anuales (o plurianuales, en el mejor de los casos) que proponen determinados futuros en vez de otros, en la práctica donde el sistema educativo continuamente mira en busca de inspiración y guía es al pasado: lo explora en busca de inequidades no resueltas, de saldos y adeudos, incluso de vindicaciones históricas. Esto sucede por ejemplo en cuanto a cobertura. Se alivia el número de analfabetos o de jóvenes no atendidos por la secundaria, crece la preocupación por las comunidades nativas que no reciben educación en su propia lengua hasta lograr que unos y otras sean adecuadamente atendidos; o bien en cuanto a calidad: se trata de reducir las enojosas diferencias de logro de aprendizajes que hay entre la provisión educativa urbana y la rural, o entre la élite de la gestión privada y el promedio de la pública, midiéndolas bien por sus resultados (aprendizajes) o por sus insumos (infraestructura, horarios, maestros).

Notoriamente, sin embargo, fundada en esta orientación vindicatoria -la de llenar espacios históricamente en blanco- el sistema educativo peruano y en particular la escuela de gestión pública emplea en la práctica una imagen objetivo de su éxito -una escuela ideal- que se parece sospechosamente a una estampa de 1960: la edad dorada de las grandes unidades escolares, tenidas por verdaderos emblemas de orden y eficacia, con el añadido del prestigio que se asociaba entonces a los docentes y a la elevada tarea de la enseñanza. No es aventurado afirmar que una parte muy vocal de nuestros mayores expertos en educación -mayores en prestigio y en edad- se darían por satisfechos si en 2015 cada escuela pública del país “alcanzara” en brillo y logro de aprendizajes al del Colegio Guadalupe de medio siglo atrás: orgullo peruano / cuna de héroes y hombres de valor / que en el arte, en la ciencia y en la guerra / destacaron con gran pundonor.

El detalle de que esta forma de organizar el servicio y ese supuesto éxito -no se conservan mediciones comparables- estaban asociadas a servir las necesidades de una sociedad estamental y a una pirámide poblacional rígida y con escasa movilidad social, y por lo tanto a una población escolar relativamente pequeña, es pasado por alto en esta construcción de una imagen objetivo. Más gravemente, también se pasa por alto que la sociedad global de 2030 o 2040, de la que formarán parte nuestros alumnos de hoy, exigirá competencias no sólo algo distintas a las que requería la concreta realidad urbana del Perú hace medio siglo (que les proporcionarían esos cincuenta mil nuevos, pero regresivos, Colegios Guadalupes), sino fundamentalmente diversas: porque las condiciones que se muestran como altamente probables en el futuro mediato de aquí a 2040, algunas de las cuales mencionaremos en las siguientes páginas, no son conocidas y menos abordadas desde un sistema educativo nacional resuelto a saldar cada una de sus cuentas con el pasado antes de echar una mirada -siquiera mínima- al futuro.

De otro lado, de estar los actores del sistema educativo al tanto de los escenarios en los que más probablemente devendrán las tendencias ya evidentes en el presente, ello no garantiza que estén en capacidad o tengan la voluntad de abordarlas. Este déficit es complejo y merece ser explicado.

Los sistemas educativos son, por su propia naturaleza, conservadores.  Constituyen la herramienta por la cual una sociedad, en su intento de afianzar su autoimagen, preserva en la práctica un status quo, un determinado modelo del mundo. No es esta la visión que comúnmente se tiene de los sistemas educativos; menos aún la que ellos suelen tener de sí mismos. Lo que suele tenerse por cierto es que la educación es para la sociedad un instrumento de cambio, un banco de alfarero donde se conforma y modela el futuro según los deseos y designios de un proyecto común orientado a valores elegidos como el progreso, la equidad, la integración, y que varían de sociedad a sociedad.  

En contraste, pensadores como Umberto Eco o Georges Steiner en las pasadas décadas, o Alessandro Baricco más recientemente, han mostrado que las sociedades son (en grados y también signos diversos para cada uno de estos autores) refractarias al cambio, y que lo que suelen hacer es edificar una verdadera muralla en torno a lo que estiman como el núcleo de su cultura con el fin de proteger el status quo de la ‘barbarie’ que representa su transformación, entendida y temida como acabamiento. Desde la fundación de Atenas no hay generación humana que no proteste por la degradación de valores entre sus miembros más jóvenes, y cómo ella anticipa el fin de todo lo valioso. Para los fundadores y refundadores sociales, es tarea urgente, en consecuencia, proteger a la sociedad de esa deflación de valores, colocar un cerco que permita preservar y enaltecer ese conjunto elegido por ellos. Esta muralla tiene como elemento estructural importantísimo el sistema educativo, desde la socialización inicial hasta la especialización superior: la educación reproduce al ciudadano existente, el que que la propone, financia y rige. Es así que cuando las sociedades cambian no lo hacen desde sus escuelas siguiendo los planes de las viejas generaciones: el cambio lo hacen las generaciones más jóvenes muy a pesar de planes y escuelas, quebrando y a menudo traicionando los valores que estas se han preparado a preservar y transmitir, y exhibiendo otros nuevos que les son y serán propios, hasta que la rueda gire nuevamente y les corresponda preocuparse.  

Pero el simple giro de la rueda generacional no basta para explicar a qué nos enfrentamos esta vez. El tamaño del cambio al que hemos dado inicio quienes ahora vivimos no tiene precedentes en la historia humana. Acaso el momento más trascendental de dicho recorrido (medido en su impacto en bienestar, en productividad, en generación de energía, en velocidad de transporte, en longevidad…) haya sido la Revolución Industrial. Uno de sus efectos -lo ha explicado Ken Robinson- es el modelo industrial de nuestra educación. (“No tuvimos la Revolución Industrial porque hicimos un cambio en los sistemas educativos. Hicimos los sistemas educativos porque tuvimos la Revolución Industrial”.) Vista así, la educación industrializada no es uno de los efectos menores de ese enorme cambio. Es, de hecho, la herramienta que el siglo XIX ideó para mantenernos activos y productivos en el élan industrialista: extracción de materia prima en zonas rurales, rutas y medios de transporte optimizados, transformación en fábricas en la orilla de ciudades, provisión de insumos adicionales provenientes de otras usinas, transporte para el personal de dichas fábricas, comercio de los bienes producidos, horarios de trenes, escuelas y comedores: es decir  normalización, predictibilidad, presupuestos, planes quinquenales, y algunos tolerables ribetes de liberal arts para mantener quietos a los inquietos. En nuestro Colegio Guadalupe ideal de 1960 los muchachos aprenderían, si todo salía bien, a incorporarse a ese mundo, a ser ese mundo que puso en marcha James Watt con la máquina de vapor y cuya expresión local más visible acaso fue el Ingeniero Echecopar, protagonista de Collacocha, cuyos valores persisten, qué duda cabe, en nuestro actual sistema escolar y en no pocas universidades.

Pero incluso ese mundo estable cambió: cien años después de su aparición, los sistemas educativos recién están poniendo cierta atención al hecho de que un vigoroso sector terciario de la economía -el sector servicios, hijo tardío del industrialismo- parece ser la seña de una sociedad desarrollada pero sostenible; de modo que incorporamos a la escuela la noción de servicios y de emprendedurismo sostenible: tener un empleo en la industria no es ya la única manera legítima de ganarse la vida y contribuir al bien común. No ha sido una reacción rápida; y lo que esta nueva estrategia se propone e idealmente alcanza a preservar es, admitámoslo, no más moderno que la Suecia de 1980. Después de todo, ABBA no fue un mal modelo post-industrial de negocio.

Pero, como se viene anticipando desde hace más de una década, el cambio que sobreviene esta vez es mayor aún. Sucede ahora algo que apenas se dejó sentir antes y durante el siglo XIX: que la propia naturaleza humana está en transformación. Siempre lo está- sólo que hace doscientos años tal cosa era inadmisible. Aunque la evolución era un hecho relativamente aceptado por la comunidad científica incluso antes de Charles Darwin, el hecho de que ésta seguía su curso y que moldeado por su aparato tecnológico (en general, por su cultura) el ser humano estaba todavía en un curso de transformación física y mental estaba fuera de toda consideración. El hecho de que la transformación evolutiva de nuestra especie sigue adelante es un dato reciente, basado primero en estadísticas de talla -somos gigantes en comparación con los sumerios- luego en el registro fósil de la capacidad craneana (que muestra que, por ejemplo, el cerebro del Homo Sapiens Sapiens alcanzó un volumen máximo hace cuarenta mil años y que -desde que se extinguieron los Neanderthal- el tamaño del nuestro cerebro disminuye).

No lo vimos porque estaba disfrazado detrás de una serie interminable de cambios generacionales, la mayoría de los cuales eran imperceptibles o casi nulos, pero donde unos cuantos -debidos a cambios en la alimentación, o en las condiciones de salubridad, o en el entorno sensorial (más ruido, nuevos y penetrantes olores, alumbrado nocturno)  representaban verdaderos saltos adelante o atrás en las capacidades humanas. Sin tratarse necesariamente de cambios en el patrón genético, tienden a afectarlo en el mediano plazo debido al Efecto Baldwin. De este modo, las diferencias que tenemos con nuestros antepasados no son sólo culturales: se han hecho genéticas; mal, entonces, está entender estas diferencias como una condenable desviación de una esencia humano invariable, a ser defendida en el aula.

Pero revisemos el argumento. La primera parte es bastante conocida y la resumimos aquí: es del todo presumible que, por ejemplo, cuando se inventó la escritura, los viejos que solían poner gran valor en las capacidades individuales para la memoria se rasgaran las vestiduras debido al facilismo y al desprecio por las capacidades de la memoria humana que representaba consignar cosas por escrito. Los maestros (orales) debían rechazar por principio la nueva técnica, construir una muralla protectora en torno a la mnemotecnia. En la versión platónica del mito, Toth ofrece la escritura a los hombres como un phármakon: a la vez remedio y veneno (el resultado dependerá de su empleo); pero este ambiguo regalo, que los hombres reciben favorablemente, es decididamente mal visto por los demás dioses. Lo que no sabían los antiguos es que los dioses tenían razón en sus reservas: en efecto ese fármaco nos ha cambiado. A cuatro mil años de su invención, las capacidades actuales de la memoria humana individual son a la vez menores, debido a la escritura, e inconmensurablemente mayores, mediadas por la escritura propia y el acopio de cuanto por escrito se conserva. Sin embargo -sigue la crítica- sucede que todo cuanto mascullaban los irritados maestros orales en Sumeria, China y el antiguo Egipto para condenar el arribo de la baja técnica del escriba a su noble sistema de enseñanza (...esa insoportable costumbre de los alumnos de tomar notas! No aprenden realmente nada! Van con la tabula a todas partes y sólo leen de ella!) lo repiten hoy muchos maestros y preocupados expertos en educación contemporáneos para denunciar el “mal uso” de Internet, de los smartphones y del copy & paste por parte de los alumnos. Es el acabóse, los chicos no aprenden nada, su capacidad de concentración es mínima, el facilismo ha invadido el aula, las tablets deben ser erradicadas del recinto sagrado. Hasta aquí la denuncia usual que ve con condescendencia, y poca simpatía, el hecho que los maestros confirman a través de los siglos el carácter conservador de su tarea y la lentitud con que su arte acoge innovaciones, mientras que el cerebro de sus alumnos se orienta a capacidades diferentes (y disminuye de tamaño, aunque esto nada afecte su inteligencia general).

No obstante, según hemos anticipado, el argumento usual se queda corto. Aunque los alumnos -sobre todo desde la Revolución Industrial- se distancian progresivamente de sus maestros y se trocan en una generación distinta, con rasgos propios y competencias adecuadas al mundo cambiado en el que les toca vivir, esta vez están yéndose más lejos y siendo más diferentes que nunca antes; y con ayuda de la tecnología están en proceso de convertirse en otra cosa aún más alejada de quienes tienen a su cargo educarlos. La tecnología siempre hace esto: pero esta vez se trata de tecnología que afecta directamente el modo como aprendemos, recordamos e incluso sentimos. Sería muy extraño que el cambio así impulsado no arremetiera gravemente contra la muralla educativa, y que el impacto no la resquebraje como lo está haciendo.

Se ha dicho que si un médico competente del siglo XIX reviviera y fuera llevado a un quirófano contemporáneo, no sabría ni cómo empezar a usar un solo instrumento: pero si un maestro del mismo siglo (o del XVIII, o del XVII...) arribara de súbito a una clase contemporánea de trigonometría en una de nuestras secundarias, le bastaría tomar la tiza y empezar la lección. Es notable que, bajo la noción de que su tarea preserva a través de estos ademanes básicos y fundamentales algo noble y sin duda central para la experiencia humana, haya maestros que relaten esta diferencia con orgullo.

No debe, pues, sorprendernos que la escuela fracase y se frustre desde hace siglos en la preservación de ese fantasma noble y central, la “naturaleza humana invariable”, “lo esencialmente humano”. No se lo puede preservar desde la escuela o desde ninguna otra parte, porque no existe. Es un proceso de cambio conocido: la biología evolutiva lo llama especiación. En nuestro caso empezó a manifestarse hace cientos de miles de años y, en tanto proceso, se ha mantenido activo, acelerándose o ralentizándose según variaba el entorno y nos afectaba el Efecto Baldwin, hasta nuestros días. Sería ilusorio suponer que la muy reciente invención de los sistemas educativos detiene el proceso.

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