domingo, 25 de noviembre de 2007
Averno (fragmento: de estas cosas lastimadas sólo cabe dar pedazos)
—No sé si lo sabes, pero Almendra está viendo a Julián. Casi a diario la encuentro en el hospital.
Discutí con mi esposa las razones y alcances de esos encuentros. Le reproché que no me hubiera contado nada de sus visitas, fuera de algún apenado comentario de sobremesa. Me dijo que no quería perturbarme, que la inspiraba la caridad por el moribundo y el viejo aprecio que le tenía a la familia Barthélemy. «Estima que, como es obvio —dijo, mirándome tranquilamente a la nariz—, tú compartes». No vi razones para no creerle ni para seguir ahondando en ese asunto.
La cosa iba por mal camino. Cada número de días, Lea revivía el firme propósito de que nos alejáramos el uno del otro, de mutuo acuerdo. Lo hacíamos, y pocas horas después volvíamos a descubrirnos sonriéndonos y mirándonos de esa manera extraña. Es asombroso que todavía lográramos trabajar: el mérito era de Carlitos. La maquinaria y el ritmo que imprimía Benvoglio a nuestra unidad era imparable. De pronto, ella me daba uno de esos guiños suyos y arruinaba toda concentración y toda perspectiva. Y el ciclo se repetía a los pocos días. La invité al cine.
—No: eres un hombre casado —dijo con firmeza.
Miré al suelo, avergonzado. Ella tenía razón, una invitación así era un error. Lea sonrió y me palmeó el hombro.
—¡Anímate, hombre! ¿Vamos al cine?
—No, loca. —Di un suspiro gigantesco—. Soy un hombre casado.
Fiel a su estilo, a sus sorprendentes giros y desatinos, Lea me pidió que la ayudara con unos equipos de gimnasia que había pensado instalar en su dormitorio. Era un sábado por la tarde; fiel a mi propia demencia, fui cargando herramientas y algo de música. Recuerdo que esa tarde nació una camada de Reina Mab, su gata: maullidos y agitación recorrían la planta baja. Nosotros cerramos la puerta y, mientras perforábamos y atornillábamos cosas, abrazamos la intimidad de nuestra pequeña burbuja, la libertad de estar juntos y a salvo de cualquier mirada. Fue la mejor tarde que habíamos pasado nunca. Estábamos recostados en su cama cuando sonó mi teléfono. Era Almendra, su voz revelaba que había estado llorando.
—¿Estás con Lea? —No esperó a mi respuesta—. Dile que su hermano ha fallecido. —Y colgó.
Julián había muerto, literalmente, en los brazos de su antigua mujer; su cuerpo roto y cenceño en brazos de Almendra se había atenuado hasta ya no tener sustancia, como el vapor que un prado húmedo exhala al amanecer. Lea se sacudió de mi abrazo y corrió llorando a llamar a su novio. Todos moríamos, todos éramos ese vapor que tendía a la nada.
jueves, 8 de noviembre de 2007
Un fragmento de "Cazador"
10
En Shaolin no hay cosas, sólo aspectos de ellas, decía el Informe Guarisco.
Pensé entonces que Informe era un adjetivo que calificaba a Guarisco, tan
trascendentales eran las tonterías que allí se habían dicho. A falta de cosas,
precisaba la grabación, había Circunstancias, Opciones, Condiciones Azules y
Variantes Equívocas y Consistencias Vacías y bestias de ese orden. Harto, yo
quería materia, aserrín, un serrucho. El positivismo de los alejandrinos era tan
efectivo que había logrado superar la realidad, alejarlos de ella al apartar
todos sus aspectos no cuantificables; o quizás yo sólo estaba deseando una
cosa idiota, pero tenía una cuchilla suiza en mi bolsillo, no una Condición Filo;
y quería afilarla aún más... Tenía sangre dura en los puños, no Aspecto
Hematíe; quería subir una escalera de cuatro en cuatro, quería buscar una
piedra de afilar. En algún lugar del ático (¿de la Condición Altillo?) de este
local demente debía haber una lima, cuero, clavos. No necesitaba a los
alejandrinos punks para sobrevivir en Alejandría; no quería acabar siendo uno
de ellos, yo iba a ser más bien el salvaje que vive en la azotea. No recuerdo
con claridad las etapas de mi ascensión; sé que subí, confuso, convertido en
Dilema Destructivo o en Necesidad Operativa, ya no lo sé, ya no me importa.
mirando y aprendiendo el funcionamiento -el verdadero funcionamiento- de
Alejandría. Allí dormía cuando sentía necesidad de dormir, allí comía cuando
aprendí a indicar de modo correcto que necesitaba comer. Y allí trabajaba, lo
que pronto se convirtió en un placer. Afilé mi cuchilla.
"La parte superior del lentículo de Alejandría es puro robot" había dicho Cyril.
Yo me imaginé primero ejércitos de sujetos maniquiformes llevando y
trayendo empatores, sistores y disinapsígrafos a lo largo de fordianas líneas
de montaje. Luego me dije que aquella era una perspectiva ridícula: repetir
las formas industriales humanas, el llevar y traer, pero sobre todo el unir y
montar, sería un error.
Lo que observé finalmente parecía confirmar esta conclusión. No ví líneas de
montaje y mucho menos robots humanoides. Las pocas salas despejadas de
mi nueva vivienda parecían no haber tenido visitantes humanos desde hacía
mucho.
Durante un par de días esperé ver robots-aspiradoras y robots-ingenieros
rodando paralelepipédicos de aquí para allá (o unidos en una especie de
trencitos, porque por todas partes encontraba lo que parecían rieles, hasta
trepando por las paredes.) Pero tampoco los hubo. Entonces procuré imaginar
procesos productivos o de mantenimiento más extraños todavía. Imaginé una
dulce camada de empatores creciendo silenciosamente en una sala bien
iluminada; busqué mucho esta habitación, tras decidir que en efecto, si a
estos aparatos nada ni nadie los construía, sería por tanto cierto que se
cogeneraban o reproducían. Es cierto que no hallé ninguna evidencia de esto,
aunque sí comprobé que las mesas y sillas del piso bajo no estaban armadas
a partir de materiales y elementos de unión diversos, sino que constituían una
monocosa de variable textura, rigidez y dureza, no pude extender esta
convicción a los objetos que por su aspecto consideré más complejos, o más
activos.
Al tercer día de explorar di con un lugar insólito. Ya he dicho que, en general,
no parecía haber habido visitas humanas en un largo tiempo; pero, más que
eso, la azotea de Alejandría no parecía haber sido diseñada (quizá me
equivoco al emplear esta palabra, dando idea de un finalismo que nunca
hallé) -mejor: no servía para albergar humanos, ni para facilitarles las cosas a
paseantes u obreros humanos. No había propiamente pasillos. Los que yo
usaba como tales estaban inclinados, cortados, llenos de fosos; no había
barandas, lugares donde sentarse, ni puertas, ni, desde luego, asas ni
manijas. Recorriendo este absurdo local que no presuponía al hombre pero
que con su acción lo mantenía vivo, llegué a un recoveco que sólo puedo
llamar cuartucho, una especie de pequeña bahía triangular al lado de un largo
“salón” lleno de raíles longitudinales interrumpidos que no podían servir para
trasladar nada. En el cuartucho aquel, contemplé incrédulo, había un
camastro, un taburete, un tablero de dibujo, una mesa de trabajo con
herramientas, un gran cajón con materiales -aluminio, acero, madera,
alambres diversos- otro con clavos, remaches, tornillos y grampas, y latas
llenas de lo que sería pintura seca desde hacía siglos. Tuve la violenta
impresión de que estaba usurpando el territorio de alguien. Luego vi que nada
parecía haber sido tocado desde tiempos que no puedo registrar. Todo estaba
en orden, como si su dueño se hubiera ido tranquilamente, tras darse tiempo
para acomodar y disponer sus cosas en orden, ya que no podría llevárselas.
Quienquiera que hubiera sido no volvería, pensé mientras tomaba una lima
cuadrada en mis manos asombrosas. Una lima que no hubiera llamado la
atención en ningún taller de mecánica del mundo, una lima real en la
imaginaria parte alta de una ciudad que no era una ciudad en un planeta que
no era un planeta que orbitaba un sol que no era un sol. Me senté en el
taburete (que sí era un taburete) pensando en el origen y la identidad del
evidente autor de este lugar, un positivista entre positivistas, un ingeniero
cuya existencia era una poesía en un mundo que había hecho de cualquier
arte una técnica. A través de los siglos, sin saber quién había sido, lo
comprendí y admiré. Entonces, sentado allí, vi algo que no podría haber visto
de haber estado de pie. Bajo una repisa que alojaba útiles de dibujo, pegada
a la pared, había una fotografía. Me abalancé sobre ella: la instantánea estaba
algo velada por el tiempo, y debía haber sido ya vieja cuando el Ingeniero la
colocó allí. Se trataba de un grupo de personas reunidas al parecer
improvisadamente durante la construcción de algo grande que se veía
asomando por detrás. Sonrientes, sucios, jóvenes, imposibles, dieciséis
taborianos parecían confirmar desde una imagen milenaria la hipótesis de
Cyril sobre el origen de Alejandría. Mucho más tarde pude descubrir qué tan
equivocado estaba .
Y entonces mi error fue mayor aún.
lunes, 5 de noviembre de 2007
Dédalo en día feriado
La mayor parte de la gente está hablando de nada la mayor parte del tiempo. Y la mayor parte del tiempo yo los estoy escuchando sumido en una creciente desesperación. No entiendo por qué se afanan: yo solo veo cuadros generales, se me pierden las entrañables estampitas, los detalles sin importancia. Todos los detalles.
El dilema es qué hacer con los recursos cognitivos cuando a estos se les ha negado la disciplina, el decoro de dedicarse a algo productivo: cuando la inteligencia se apaga, cuando la atención se reduce como el flujo del agua a través de un embudo, cuando las ganas de que todo termine son tan continuas, cuando esto genera costumbre -y la costumbre comodidad; y la comodidad ha terminado por devenir un hecho estético que ya debería poder vender, convertir en producto, narrar acerca de aquello a ver si siquiera esta puede ser una manera viable de durar, de establecerse en el mundo durante un rato más, de durar ese rato más (que es todo lo que importa, que es una manera de quedar bien, que ya nada importa sino que siga pareciendo que estoy presente). Pero la obstrucción es general y en ella hay elementos de daño a terceros que son perdidas colaterales, pero que son a la vez el foco de mi sufrimiento, de mi poca atención.
Por otro lado esta la convicción de que esto que estoy haciendo es lo correcto, es lo máximo que cabe hacer que surta efecto porque veo a los demás hacer mucho más sin mayor resultado. Soy el extremo angosto de un telescopio social. I am an astronaut on Planet Earth, como dice un anuncio comercial de The North Face. Y, pues, no serviré de sudaca estándar en Europa: no escucho su voluminosa música, no comparto su desconcertante obsesión por el fútbol, la comida, las madrugadas. Seré un alien entre los alien, porque me pareceré más a lo que no se parece a nada. Como me sucede ya aquí.
No queda otra cosa sino los textos. Y diré más: no queda otra cosa sino los textos, Nikalina. Y ya no sé qué significa este dolor, este frío perplejo que excede mi pecho y atraviesa mi espalda cuando escribo tu nombre antiguo e inútil.