EL CAUTÍN
-Ch’uqay, gringu –le gritó el soldador, amenazante.
El chico dejó caer al fuego el cautín,
semejante a un martillo o a una hachuela: una pesada cabeza de cobre unida a un
largo vástago de hierro rematado en un mango de madera que protegía la mano del
calor.
La había retirado de la fragua durante un
momento; quiso asegurarse de la forma de cuña que tenía la cabeza de cobre (un
bisel romo, acaso de la mitad de la longitud total de la cabeza). Al rojo vivo,
allí entre las brasas, no se distinguía bien cuán largo era ese chaflán… Obtuvo
una cosa más de su atrevimiento antes de que el malhumorado soldador lo echara fuera
del taller, a la lluvia. Logró sentir el peso de la herramienta, y supo que le
faltaba mucho alambre: que Carhuamayo no bastaría para su pesquisa.
En los días pasados el hirsuto gringu –vivaces ojos grises, boca
inexpresiva, pelo rubio hasta los hombros, babas y mocos en los cachetes, un poncho
demasiado grande: un chico sucio en medio de la puna- siguió husmeando
en el fango delante de ese y de los otros dos talleres cercanos, en Ninacaca y
en Shelby, en busca de trocitos de alambre de cobre. El lugar más prometedor,
que encontró una tarde, fue el patio de trenes de Vicco, donde tuvo que ir
acompañando a José. Regresó con los bolsillos llenos de alambritos retorcidos,
algunos pelados, otros todavía con la funda de gutapercha. Los sumó al montón
que ya escondía en una cajita en el corral tras de su casa, junto a una varilla
de hierro a la que ya había provisto de un mango muy tosco. Faltaba el mayor de
los desafíos: esa cabeza cónica de media libra de cobre.
La obsesión del gringu durante esa temporada era aprender a soldar a estaño, como
había visto hacer en esos talleres. La mera posibilidad de unir piezas de metal
parecía una magia... El cautín era sólo un medio para un fin, pero un medio
inaccesible. Ni su tío Enrique ni su padre Josef –papá José- le darían el
dinero para eso, después del episodio del reloj… así que había decidido hacerse
uno. En Carhuamayo, rodeado como estaba de minerales, minas y mineros no le fue
difícil dar con la idea de juntar cobre de la única fuente que le permitía la
pobreza: el suelo. Entretanto, consiguió un trozo de madera y la cortó y talló
de la forma exacta que había visto en el taller de donde lo expulsaron. Cuando
el bulto en su escondite alcanzó un poco más de la media libra que necesitaba, buscó
una vieja cacerola de barro y tomó prestada unas tenazas largas. Nadie lo ayudó,
ningún adulto le dijo qué hacer.
Hundió la cuña de madera en el barro más
suave, arenoso y consistente que pudo encontrar, y luego lo retiró con mucho
cuidado. Al lado, dejó el cobre al fuego, la varilla de hierro lista. Cuando el
metal oscuro empezó a licuarse, usó las tenazas para sacar la escoria que
flotaba, y luego –también tenazas de por medio- vació el líquido ardiente en el
molde dejado por el taco de madera. Con la superficie aún temblando, sumergió
el extremo del vástago de hierro en la masa de cobre, y se quedó allí, quieto,
durante varios minutos, sudando, vigilando esa extraña antena que emergía del
barro: ansioso por el resultado pero sin atreverse a mover nada antes de
tiempo. Al cabo de esa tensa espera extrajo de la tierra su creación, su pequeño
y primitivo Excalibur. Lo limpió con un trapo, lo blandió por el aire helado de
la puna peruana. Por fin dominaba el metal.
El gringu
tenía ocho años de edad.
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