Ser yo.
Ser. Yo. Hay algunas cosas qué hacer para llegar a este punto.
Quizás, primero que nada (y esto ya será ser en parte yo mismo) preguntarse por
la merosidad del lapicero, pensarlo bien, empuñar el 031 Fine y consagrarse con
ahínco en este conatus, en este ser yo mismo que consta de una ruma de
Cavalieri, en el postulado de un número infinito de planos cortados por un Faber
Castell 031 F, por un lado, y por la voluntad de revolver significados, por
otro. Ser yo.
Pedir una cocacola, para seguir adelante con la
mímesis. Y un tamal de chancho, para desconcertar (esencialmente, pues, para lo
mismo). Mostrarse adecuadamente diverso, ahora que soy casi intercultural –que significa
ser alguna otra cosa además de griego.
Ser yo significa, entre otras cosas menos precisas, no
ser Alessandro Baricco. No haber aprendido a tolerar y a digerir y a
reinterpretar como brillo los fuoco d’artificio
de la posmodernidad in-significante. Ser yo es una terquedad, no una virtud;
una esclerosis, no un tránsito.
Pedir, quizá, otra cocacola: para resignificar los
emblemas, para imaginar que la mesa vacía que otherwise ocupo es una mesa vacía de húngara. Pedir, que se os
dará.
Ese aspecto religioso que resta en mí no es todo lo
judeocristiano que algunos quisieran. Tengo, es cierto, una antigua relación
con la culpa. Pero esta no es judeocristiana. Si se la analiza bien (y hay una
ruma de Cavalieri para demostrarlo) mi relación con la culpa ha consistido
siempre en no tenerla, pese a todas las acusaciones, procesos,
sobreseimientos y prescripciones al respecto. Nada menos judeocristiano que haber
surcado el ancho mar de culpas sin mojarse. Ni siquiera estoy cerca de llegar a
la orilla distante y hace mucho que determiné que soy impermeable. Si la culpa
es mía lo es del Big Bang, y francamente no estamos para esas tonteras.
¿Me he acercado a ser yo en estos últimos veinte
minutos, veintinueve renglones? Lo dudo. El texto parece uno de aquellos textos
que yo escribía y que quizás sigo escribiendo. Si no fuera porque la terquedad
que era yo ha dejado de ser terca, y entonces debería dejar de ser lo que soy
ahora si he de cumplir el cometido de ser yo. Parece confuso, pero es sólo
culpa del Big Bang que dejó todo (todo)
bastante indeterminado y sólo acertó a combinar de manera harto sospechosa seis
o siete variables perjudiciales. Eso no es todo. Los más recientes indicios de
la imperspicacia cuántica parecen apuntar a que en verdad este no es un
universo, sino sólo su fascinante simulación. Que la indeterminación cuántica
no es otra cosa que un pixelado, como denuncié (con mucho más enojo) hce una
montaña de años.
Que la razón de que la
realidad sólo se enfoque cuando la miramos es una aplicación del principio de
frugalidad: no necesitamos que el árbol que cae en medio del bosque produzca
algún sonido si no hay nadie para escucharlo, y sería costoso (en términos de
capacidad de cómputo) mantener todo colorido, encendido, vibrante y sonante a
un tiempo. Incluyendo, desde luego, al tiempo, que en la mayor parte de sitios
está apagado casi todo el rato. Y ya
expliqué también -cuando niño- cómo el espacio newtoniano es un Lego que se
saca de la caja y se despliega sólo cuando (y donde) se lo necesita con cierta
urgencia. De modo que basta de afanes: ya dijo Wittgenstein que la filosofía
era sólo un manualito de Lego en papier
couché, y lo habría dicho antes Hume de haber podido pronunciar el francés.
Sólo queda reírse de la ingenuidad de
los otros, que no han leído Ubik ni Test de Turing y creen que la energía no
cuesta.
Finalmente, ser yo puede parecerse demasiado a haber
sido yo y a haber escrito en estos cincuenta minutos este texto de sesenta y
tres renglones, hasta aquí, que se parece tanto a lo que yo era –pero no lo es,
porque yo estaba enojado- y que reveladoramente cita, enroca, guiña, suscita y
samplea todo o buena parte de lo que yo he sido cada vez que yo he empuñado un
Faber Castell 031 F y no se lo he clavado en el ojo a alguien.
(trascrito de un papelito de setiembre 2010)
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