lunes, 23 de febrero de 2015

LA CIBERCOMEDIA HUMANA

Pego aquí este artículo, quizá el único que he publicado en el diario El Comercio de Lima, porque lo había dado por perdido por tantos años que ha sido una grata sorpresa recuperarlo en esta especie de quest por discos duros en la que estoy metido mientras preparo un volumen de artículos y ensayos. 

La nota apareció en febrero o marzo de 2000 a propósito de los primeros contactos entre la literatura y el soporte electrónico. Algo de lo que aparece abajo lo he reelaborado una década más tarde eun una serie de posts en este mismo blog. Confío en que mis lectores puedan leerlo con una dosis mayor de su paciencia usual; yo por esos días anduve muy fastidiado. Muchas gracias.


LA CIBERCOMEDIA HUMANA 
y sus inexistentes lectores

Nobody writes like they used to
-So it may as well be me
Belle & Sebastian,
Get me away I’m dying

Unos años atrás, el moribundo poeta Daniel Smisek expresaba su visión acerca de la posibilidad de construir una novela que existiera sólo en el ciberespacio, para la que habría apenas un lector: el autor de los “personoides” que -a lo largo de años, quizá de décadas- entrecruzarían a través del correo electrónico sus tristezas, pasiones, éxitos, amenazas, sombras y alegrías ficticias. Estos personoides (nayms, por uno de sus nombres comerciales actuales) serían los Eugenia Grandets y primos Pons de una suerte de fantasmal cibercomedia humana, la secreta obra maestra de un invisible ciberbalzac. Smisek reclamaba que, para que la redondez (y el horror) fueran perfectos, la obra nunca debería hacerse pública, sino cerrarse a medida que los fantoches fueran “muriendo”. Con el crecimiento de Internet no estamos lejos ahora de que que alguien cumpla la pesadillesca visión de Smisek, pero en nuestros días su necesaria cerrazón final –que hereda rasgos de Kafka y de Calvino- sería más probablemente traicionada. Como un homenaje al amigo ausente, me interesa explorar aquí las causas de ese previsible fracaso.

Entre nosotros, leer tiene un prestigio extraño. Por un lado, la reciente explosión de la literatura hace que todo el mundo deba estar leyendo todo el rato para estar mínimamente al tanto de lo que pasa. Leer es “socialmente correcto”. Sin embargo, no es tan seguro que sea políticamente correcto. Por un lado, en salones y cafés nuestros intelectuales y aspirantes a serlo protestan porque aquí nadie lee, reclamando que aumente el número y la calidad de los lectores. Es decir: de sus futuros clientes, porque de eso parece tratarse. Pero, consistentemente, las reformas educativas no les ofrecen alivio, talvez porque, como ellos mismos, colocan el acento en el consumo –hacer de las personas clientes de la literatura- y no en la producción. Curiosamente, esta actitud encuentra un caldo de cultivo en el territorio que debería ser mas “participativo”: el de Internet, donde se consume infinitamente más de lo que se produce.

A mi entender, este prestigio y énfasis en la lectura está prohijado por un conjunto de teorías de moda y de una  actitud intelectual frente a la obra humana que puede resumirse en el adagio de D.H. Lawrence: “Never trust the artist. Trust the tale”. Sus parámetros se pueden enunciar más o menos de esta manera: Todo es texto. Los textos adquieren valor sólo con la lectura. De momento en que el texto existe en una forma definitiva, su pasado es indiferente.

El adagio implica que también lo son las intenciones del autor. El texto no es suyo, sino de los lectores. No importa de dónde salió, con qué intención se puso cada coma –cada personaje- o qué quiso escribir quien así escribió y colocó en la existencia ése texto precisamente en ése estado. Y si todo es texto, el autor es apenas un expediente técnico para producirlo, que desde luego merece y debe ser rápidamente olvidado (al menos como pensador, si bien no necesariamente como ícono). Ya cualquiera puede inventar un Autor 2.2 que corra en Windows y produzca “textos”.

En mi opinión, Never trust the author es una receta pobre para lectores y un programa fatal para autores. Es un manual de inmovilismo creativo, de autodestrucción de la lógica interna de cualquier obra. Engloba una visión que desprecia el proceso de fábrica, las manos en la masa del autor que piensa lo que hace. Cuando se lee una obra literaria (paradójicamente, no se está seguro de estarlo haciendo hasta después de haberlo hecho) se lee al autor. El autor ha pensado acerca de lo que hace. En Arte como procedimiento Shlovski anuncia que el status de arte lo obtiene la obra cuando se proclama obra, factura. La piedra se hace pétrea para la literatura. Quien lo hace con éxito es el Autor con mayúsculas. Sólo es Autor el que sabe lo que está haciendo. El carácter de ese “éxito” es sutil: porque incluiría a nuestro imaginario ciberbalzac mientras su obra fuera secreta y terminal, pero es discutible si sería aún así cuando lectores ávidos se disputaran después una obra visible. Hecha esta diferencia, debo decir que leo sólo a Autores. Es decir, a quienes se esfuerzan por Poner Algo Allí, por Manejarlo. De modo que sugiero: Trust the author. De estos hay muy pocos. Los identifica su inteligencia, su astucia y su complejidad.

Existen rastros de esta actitud valorativa de la producción intelectual (como opuesta al mero consumo) en el pasado de la creatividad. Schopenhauer recomendaba desconfiar de aquellas personas que leían en abundancia; sugería que era más importante escribir que leer. Por su parte, Pablo Picasso solía decir que los críticos se reunían para hablar de significado, línea, trama, color... mientras que los pintores se reúnen para discutir acerca de dónde se compra la mejor trementina. Lo que quiero saber es dónde compran su trementina Iván Thays, Ted Sturgeon o Ítalo Calvino. En ese sentido (a pesar de la Red) no hay lectores, sólo hay escritores. De éstos, unos pocos son Autores.

Confesión y consecuencia final: como lector soy nulo. Yo no sé leer. Pero como estoy aprendiendo a escribir prácticamente no leo, de lo que da fe mi vasta y sólida ignorancia de la literatura contemporánea. Leo cuando detecto a un Autor; leo acerca de él. La detección rara vez ocurre a través de textos. Cuando hay suerte, empieza con una conversación, para lo que el correo electrónico ayuda muchísimo. Y como escritor he dejado de creer en la (también pesadillesca) existencia de un lector ideal, en la que alguna vez confié. Creo que tengo algunos lectores reales, muy pocos, pero no merecen ese nombre porque participan del proceso de fábrica. Son, estrictamente hablando, co/rectores o co/laboradores. Su intervención está en el “antes” del texto, y no en su “después”. Su participación está en llevar el texto a su estado final. Lo que ocurra después no me interesa. Aparentemente a ellos tampoco: así lo ha dispuesto el cósmico balzac que nos rige, y que al fin ha de apagarnos.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

pues yo te leo a veces ... si acaso importa

V.

Enrique Prochazka dijo...

Lo mismo digo; te leo a veces. Pero sé que sí importa que nos leamos.