Granito de tibio color naranja al sol del mediodía.
Una fisura de manos se eleva a través: un relámpago negro que conduce, o es,
donde nadie ha llegado jamás. Vas. A decir tu misa.
Una colina verde, de cima rocosa, con torbellinos que
la neblina hace visibles: masas de aire caliente riñen contra la montaña, se
deslizan hacia arriba, entrompan hacia lo más alto, y colgado de ellas subes
hasta que se enfríen o cansen de ti. Se cansan.
A casi dieciocho mil pies de altura, una ladera hostil
de nieve costra, blanca hasta lo perfecto, que cede apenas al contacto de la rueda
delantera de la bicicleta. Frenar es tan peligroso como rodar libremente cuesta
abajo. Haces ambas cosas, abajo, abajo, hasta hoy.
Emprendes, a solas, cosas verticales como Soviet Supremo, Zarathustra, Astroboy, La
Pirinola, Giannina. O te haces acompañar en agonismos: Apendicitis, Paternidad Responsable, Huevos de Acero, Munra. No
mueres.
Lima-Huancayo en 3:48, en un Escarabajo VW de un
cuarto de siglo, desprovisto de frenos. Pasas literalmente bajo un camión. Días después, regresas.
Desconocidos kilómetros en Santiago de Chile, 1972, caminando
sin hacer ni una sola pregunta. Llegas a tu destino.
Media docena de heridos, rescates improbables, vidas
cedidas y tomadas. Mucha sangre ajena sobre mi piel, en mi ropa, en mi navaja
suiza.
Honda melancolía del taller. Horas, horas sentado en
el banco de trabajo: quieto, pensando el futuro vacío. Década tras década.
Mi papá.
Foto: Alonso De Freyre |
Mi papá, que
vive, come fruta y se llama Enrique Prochazka: quizás para que yo aprenda a
morir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario