lunes, 19 de enero de 2015

PATENCIAS


Granito de tibio color naranja al sol del mediodía. Una fisura de manos se eleva a través: un relámpago negro que conduce, o es, donde nadie ha llegado jamás. Vas. A decir tu misa.

Una colina verde, de cima rocosa, con torbellinos que la neblina hace visibles: masas de aire caliente riñen contra la montaña, se deslizan hacia arriba, entrompan hacia lo más alto, y colgado de ellas subes hasta que se enfríen o cansen de ti. Se cansan.

A casi dieciocho mil pies de altura, una ladera hostil de nieve costra, blanca hasta lo perfecto,  que cede apenas al contacto de la rueda delantera de la bicicleta. Frenar es tan peligroso como rodar libremente cuesta abajo. Haces ambas cosas, abajo, abajo, hasta hoy.

Emprendes, a solas, cosas verticales como Soviet Supremo, Zarathustra, Astroboy, La Pirinola, Giannina. O te haces acompañar en agonismos: Apendicitis, Paternidad Responsable, Huevos de Acero, Munra. No mueres.

Lima-Huancayo en 3:48, en un Escarabajo VW de un cuarto de siglo, desprovisto de frenos. Pasas literalmente bajo un camión. Días después, regresas.

Desconocidos kilómetros en Santiago de Chile, 1972, caminando sin hacer ni una sola pregunta. Llegas a tu destino.

Media docena de heridos, rescates improbables, vidas cedidas y tomadas. Mucha sangre ajena sobre mi piel, en mi ropa, en mi navaja suiza.

Honda melancolía del taller. Horas, horas sentado en el banco de trabajo: quieto, pensando el futuro vacío. Década tras década.

Mi papá.

Foto: Alonso De Freyre

Mi papá, que vive, come fruta y se llama Enrique Prochazka: quizás para que yo aprenda a morir.


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