martes, 22 de octubre de 2013

La mente arcaica, sobre sí misma



Mi premisa para escribir ese libro (para no escribirlo, hasta ahora) se funda en último análisis, en la presunción de que hay un mundo exterior y que está allí, dado; y que la mente tiene, con ello, literalmente una tarea por delante. Una tarea para la que es pequeña y frágil, pero una tarea que resulta imprescindible, si algo ha de vivir.

Juegos del lenguaje, decía el bobo Ludwig, como disculpándose. Pues muy bien: admitamos entonces que la realidad no sicodélica son sólo juegos de materia. 


Yo también le he pegado a un niño. Yo también he matado a Talos.

La materia inanimada es mi asunto, Ludwig.

Y esquivar a los humanos, y vivir en una choza, y bajar hasta el hielo cada mañana.

Entonces. 

Dédalo piensa en escribir, pero no escribe. Lo suyo es oral. Las palabras deben ser dichas. Palabras que aprendió y que dirá y que con los siglos serán forsináinn o thálassa o skogan o iramkarapte o allillanmi.  No importa. Lo que le importa es decirlas antes de que las olvide. Y decir nombres, también. Nombres como Pótnia Théron, la boscosa muerte que da vida, o como Icaria - la insular vida que lo lleva muerto, trashumando de isla en isla, siendo esa carcasa, ese hueco laberinto, ese dédalo que se arrastra a sí mismo entre los hombres.

-“No sabes con quién te estás metiendo” –dice Dédalo a su cuñado.
-“No sabes con quién te estás metiendo” –responde Sísifo al suyo. 

Porque, como apuntó Levi-Strauss al observar a los melanesios (islas, siempre islas) el objetivo del matrimonio es conseguir cuñados. Cuñados que uno no sabe quiénes son: cuñados monstruosos como una potencialidad detenida y cuñados monstruosos como una dicha absurda. Eso, posiblemente, y el asombro mutuo, los empareja. Las hermanas o esposas son un pretexto.

Fine


Dédalo final sobre el mar, con su hélice -que es una vela rotatoria. Complacido en su abusiva pequeñez: complacido de que va a ser tragado por ese mar que carece de mente, persuadido ya de la inutilidad del esfuerzo de enfrentarse a lo inanimado por medio de la mente -es más: persuadido de la superioridad de lo mindless- se está entregando a Thálassos para su destrucción, pero entiende que no se trata de un sacrificio ante un ser superior, ni de un duelo entre iguales: se trata de un castigo autoinflingido. Es él, la mente, quien se aniquila al entrar en ese vacío. Del otro lado no hay dioses. 

No hay nadie.

lunes, 21 de octubre de 2013

LA IDENTIDAD COMO TERAPIA





“Dédalo” (el libro) sólo podrá ser escrito por y desde el dolor, el dolor mío, el dolor propio. La constatación jodida y personalísima de que eres Dédalo (el inventor) y que el único alivio posible de serlo es serlo en storia, fabula, y primera persona. Ser eso: un inventor arcaico, aislado (el contexto de las Cícladas, un archipiélago circular, cerrado, no es accesorio), una mente deliberadamente sin pares ni conexiones. Dédalo admite que quizá los haya allá afuera, como lo sugiere la existencia de sus dos amigos (el egipcio Amothep y su cuñado Sísifo) pero incluso ellos han sido intencionalmente mantenidos out of the loop -y ‘loop’ en protominoico se diría Cýkleon.

La incomunicación, la clausura mental, la negación de la red (de la red de pescador que Dédalo usa con ‘reticencia’, puesto que prefiere el personal, lineal y no colaborativo arpón) es la huella que deja en su vida el asesinato del niño-genio Talos, su sobrino: la única mente que consideró superior, el único genio que podría enseñarle algo, y que él en consecuencia mató.
Atenea, por el contrario, es una diosa sólo en el sentido que le insinúa o permite la Primera Ley de Clarke. Lo suyo no es magia, sino altísima tecnología. Es una conciencia futura, half-nanomáquina, half-humana, half-robot, half-doppelganger  y encima mayor que la suma de sus partes. Su misión es estimular a Dédalo a inventarla.

Esta figura sacha-teológica ha estado escondiéndose en mi literatura desde siempre: lo que viene después haciendo cosas poderosas allá lejos para que aparezca lo que viene antes. Está en “T”, en los menesteres de varios de los personajes, principalmente (recuerdo entre nieblas) en lo que hace Sasi; aparece en “Sábado”, en la medida en que la novela “Sábado” es uno de los menesteres que los personajes de “T” urden justamente ‘para que aparezca lo que viene antes’. Está, sospecho, en “2984”, en “El Porquerizo”, en “La Mano de Kazka”, quizá incluso en “El Breve Mar”. Y esta teología personal vertida en literaturas que abusan del después y trastornan el antes fue marcada, en mi nacimiento intelectual por The Last Question, de Isaac Asimov: quizá entonces el cuento más importante que he leído.





jueves, 10 de octubre de 2013

Se trata más o menos de esto

Hace unos años (siempre todo conmigo fue hace unos años) Vicente Luis Mora tuvo la gentileza de dejarse caer por casa para echar una mirada a mis viejos cuadernos. Discutimos un poco acerca de nuestras diferentes visiones de la literatura actual y futura, intercambiamos algunos libros y sacamos un par de fotos. Un tiempo después le di forma a lo que entonces quise decirle, en el texto que sigue.



Se trata más o menos de esto.

Sé que –no siendo un especialista, pero también porque soy un lego algo desdeñoso con estas ñoñerías- voy a frasear de manera bastante cruda y burda cosas que sin duda se han deliberado muy bien antes, con grados admirables de sutileza y especificidad. Pero quizá mis rudezas y palotes, al pixelar lo que hace mucho que se ve en HDTV, me sirva para acertarle al rumbo que me interesa tomar; el Universo, después de todo, es granulado. Empecemos.

Por un lado va la pretensión milenaria de contar una historia original. Según ella, se narra porque los demás trogloditas están ávidos de escuchar (allá en la cueva), de leer y finalmente de mirar (en la pantalla de plasma) historias que involucran a la gente. A gente como uno, para identificarse, o a gente diferente, para identificarse y ver que después de todo no eran gentes tan distintas. Años de mirar TV por cable luchando por el control del control remoto me han enseñado que -vista así- la narrativa humana más antigua y también más moderna está compuesta de sólo DOS historias atractivas: “mujeres y sentimientos” o “hombres y artefactos (que matan)”. Yo encuentro imposible identificarme con la primera. La segunda, al menos, me hace pasar el rato.

Por otro lado marcha el afán de contar de una manera original, es decir, usar el instrumento (la novela, pero también el cuento, el cine, etc.) de un modo, pues, novedoso, sin dejar de ser útil a efectos de contar algo. Este es el espacio principal para el desarrollo del talento narrativo, y los resultados artísticamente valiosos generalmente provienen de la confluencia de una historia muy original y un gran talento narrativo; con frecuencia, ayuda sazonar aquello con otras mixturas tales como “mujeres con armas” -vertiente favorecida por Margaret Mitchell, AXN y TNT- o bien “hombres con sentimientos”, mena que a veces le vemos a Dickens, Kusturica o Ang Lee. En fin[1].

Yo cuento para un lector cualquiera, también: pero mi lector ideal no es un lector, es un detective del lenguaje, de los atributos del significado, de los símbolos. Mientras que el lector cualquiera cierra el libro más o menos satisfecho, el detective criptófilo al que yo apunto –que no es otro que yo mismo cuando leo- no ha podido resistir la tentación de leerlo con un marcador amarillo, con un lápiz para llenar de notas y flechitas sus páginas que, precisamente por eso, lo entretienen, más, lo divierten aunque sean pesarosas y narren corazones destrozados o cabecitas degolladas.

Yo escribo desde unas pocas frases y hacia un diagrama, no hacia un texto acabado. El diagrama es la representación gráfica completa y fiel de las fuerzas que dan cuenta de lo que es narrado en ese texto que aún no existe, pero que existirá cuando lo termine. Y yo escribo para que mi lector-detective criptófilo reconstruya en su casa (o su cueva / blog / torre de marfil /  cubículo universitario / W.C.) el diagrama a partir del texto que le ofrece la editorial, empacado engañosamente en forma de libro. Pero mi mensaje no es el libro, es el diagrama: y duermo bastante en paz esperando una llamada, que no llega nunca, anunciándome que Alguien ha desentrañado la clave.
 
Con lo cual llegamos a mis viejos ejemplares de la revista Mecánica Popular y de allí a los blogs de constructores de botes.

Por razones que no es el caso detallar, he tenido oportunidad de hojear cada una de las viejas revistas de Mecánica Popular que coleccionó mi padre entre 1955 y 1982, aproximadamente. He descubierto un puñado de cosas, algunas de ellas relevantes para mi relación con la creatividad literaria o de otro tipo. Una de ellas es que releer Mecánica Popular me fascina. Otra es que ya lo he hecho antes, con cada página de cada uno de los ejemplares, más de una vez –reencuentro las marcas de mis intereses sucesivamente infantiles, adolescentes y juveniles en muchas de los artículos. Lo más importante, quizá, es que las reviso porque disfruto su método de presentar, para atraer el interés acerca de algo, los planes y planos de un proyecto. Desde luego que también está la foto o dibujo del proyecto acabado: de hecho, sobresale: abre la nota o el artículo. Pero veo –en mis subrayados- que siempre me interesó más el diagrama, el planito arquitectónico, la lista de materiales, el truco que había que hacer con las herramientas sugeridas. Esas son las matrices de mi relación con la literatura.

Por último, alimenta mi larguísima pregunta una tendencia que observo en los blogs de carpintería, especialmente anglosajones, y mucho en los que tienen que ver con proyectos náuticos. En estos espacios, el artesano proclama qué quiere hacer y luego saca la crónica de lo que va haciendo. Incluye fotografías de cada fase de la construcción, comparte con sus lectores los festejos por la culminación de cada etapa, como el acabado de la quilla, el pintado de la cubierta, la botadura, etc; y, finalmente, se dedica a navegar en el bote cuando sin duda ya está posteando los planos de la siguiente embarcación que planea construir en el garaje. El producto acabado es para su satisfacción personal; lo que se comparte es el goce de la producción, el paso a paso de la artesanía.

Mientras me adormezco, me doy cuenta que la llamada anunciando que alguien descubrió la clave no llegará nunca. Me pregunto, entonces, si esta idea que tengo es una idea original, si sirve para hacerse a la vez de una buena historia y de una manera novedosa de contar. La pregunta es: ¿qué tal si cambio la universal estrategia del escritor-con-un-plan-secreto por la del artesano-con-un-proyecto? Me olvido del texto como medio de intercambio: empleo directamente el diagrama, y antes muestro incluso la trabajosa construcción del diagrama. Y divulgo mi proyecto primero. Muestro mis planos. Cuento cómo quiero que me quede, qué velocidad quiero que alcance, por qué no puse barniz en esa área. (Me abruma cuán contradictorio parece ser esto con lo que veo como un principio de la literatura creativa, trabajar en secreto, “no arruinar la sorpresa”.) Porque no estoy escribiendo una novela de misterio; y aunque lo estuviera haciendo, me gustaría compartir el proceso, porque no haberlo compartido antes me ha dejado aburrido y algo frustrado.

Y no se trata de entretejer en colaboración con los lectores (o con una nube de coautores) novelas virtuales o colectivas, o novelas-mosaico sin término ni mapa, y dejarlo allí como un happening literario. No: se trata de atreverse a mostrar la maquila de una obra redonda, clásica, desde el inicio, y que ese proceso abierto de confección no cancele la publicación de la novela, la botadura del barquito que servirá para entretener nuestros fines de semana, engrosar nuestras bibliografías o ir a pescar con los amigos. ANTES, lo que verdaderamente importa -el diagrama, las huellas del sudor del escritor- estarán allí afuera, reveladas en su mínimo detalle: una obra quizá clásica, pero más abierta que ninguna.




* * *



[1] Para mí, la única historia es la de Robinson Crusoe. Un individuo solo, con medios escasos, librado (liberado) a la inventiva para mantener a raya a la muerte durante un rato más. Un sujeto de la obligación moral que le manda hacer todo lo que puede. Un ejemplo: un oscuro día de 1983, Jeremy Curran llegó hasta Malham Cove, en Yorkshire, lugar donde había escalado muchísimas veces antes. Jeremy se dirigió a la base de la parte central y más alta del desplome -cien metros de caliza gris- sin llevar cuerdas ni seguros, y con pausada determinación se puso a escalar, en solitario absoluto, una vía ominosa que jamás había sido ascendida de esa manera. A noventa metros de altura tuvo un grave traspié; quedó colgado de una mano, gritó algo incomprensible, se recompuso, superó el problema. Entonces hizo una pausa, el cuerpo tenso, la frente quieta contra la roca, pocos metros antes del borde de salida: sin duda para tranquilizarse y alistarse para el último paso de su jornada. En efecto, al cabo de un rato volvió a moverse, completó las pocas movidas que le faltaban y se puso de pie en la cima, en el mismísimo borde de la roca que acababa de presenciar su hazaña, puntas de pies en la roca sólida, talones en el aire. Entonces Jeremy extendió los brazos y, serenamente, se dejó caer hacia atrás. Esa es una historia de Robinson Crusoe. Otra historia de Robinson Crusoe: alguna vez le preguntaron a Pablo Casals –que frisaba los noventa años- por qué tocaba al cello cierta difícil secuencia de una partitura de Bach más rápido todavía que la velocidad improbable que exigía el compositor. Su respuesta fue: “Porque puedo”. Casals había entendido que poder es deber. Jeremy Curran también.