Hace unos años (siempre todo conmigo fue hace unos años) Vicente Luis Mora tuvo la gentileza de dejarse caer por casa para echar una mirada a mis viejos cuadernos. Discutimos un poco acerca de nuestras diferentes visiones de la literatura actual y futura, intercambiamos algunos libros y sacamos un par de fotos. Un tiempo después le di forma a lo que entonces quise decirle, en el texto que sigue.
Se trata
más o menos de esto.
Sé que –no siendo un especialista, pero también
porque soy un lego algo desdeñoso con estas ñoñerías- voy a frasear de manera
bastante cruda y burda cosas que sin duda se han deliberado muy bien antes, con
grados admirables de sutileza y especificidad. Pero quizá mis rudezas y
palotes, al pixelar lo que hace mucho que se ve en HDTV, me sirva para
acertarle al rumbo que me interesa tomar; el Universo, después de todo, es
granulado. Empecemos.
Por un lado va la pretensión milenaria de contar una
historia original. Según ella, se narra porque los demás trogloditas están ávidos
de escuchar (allá en la cueva), de leer y finalmente de mirar (en la pantalla
de plasma) historias que involucran a la gente. A gente como uno, para identificarse, o a gente diferente, para identificarse y ver que después de todo no
eran gentes tan distintas. Años de mirar TV por cable luchando por el control
del control remoto me han enseñado que -vista así- la narrativa humana más
antigua y también más moderna está compuesta de sólo DOS historias atractivas:
“mujeres y sentimientos” o “hombres y artefactos (que matan)”. Yo encuentro
imposible identificarme con la primera. La segunda, al menos, me hace pasar el
rato.
Por otro lado marcha el afán de contar de una manera
original, es decir, usar el instrumento (la novela, pero también el cuento, el
cine, etc.) de un modo, pues, novedoso, sin dejar de ser útil a efectos de
contar algo. Este es el espacio principal para el desarrollo del talento
narrativo, y los resultados artísticamente valiosos generalmente provienen de
la confluencia de una historia muy original y un gran talento narrativo; con
frecuencia, ayuda sazonar aquello con otras mixturas tales como “mujeres con
armas” -vertiente favorecida por Margaret Mitchell, AXN y TNT- o bien “hombres
con sentimientos”, mena que a veces le vemos a Dickens, Kusturica o Ang Lee. En
fin.
Yo cuento para un lector cualquiera, también: pero
mi lector ideal no es un lector, es un detective del lenguaje, de los atributos
del significado, de los símbolos. Mientras que el lector cualquiera cierra el
libro más o menos satisfecho, el detective criptófilo al que yo apunto –que no
es otro que yo mismo cuando leo- no ha podido resistir la tentación de leerlo
con un marcador amarillo, con un lápiz para llenar de notas y flechitas sus
páginas que, precisamente por eso, lo entretienen, más, lo divierten aunque sean pesarosas y narren corazones destrozados o
cabecitas degolladas.
Yo escribo desde
unas pocas frases y hacia un diagrama,
no hacia un texto acabado. El diagrama es la representación gráfica completa y
fiel de las fuerzas que dan cuenta de lo que es narrado en ese texto que aún no
existe, pero que existirá cuando lo termine. Y yo escribo para que mi
lector-detective criptófilo reconstruya en su casa (o su cueva / blog / torre
de marfil / cubículo universitario /
W.C.) el diagrama a partir del texto que le ofrece la editorial, empacado
engañosamente en forma de libro. Pero mi mensaje no es el libro, es el
diagrama: y duermo bastante en paz esperando una llamada, que no llega nunca,
anunciándome que Alguien ha desentrañado la clave.
Con lo cual llegamos a mis viejos ejemplares de la
revista Mecánica Popular y de allí a los blogs de constructores de botes.
Por razones que no es el caso detallar, he tenido
oportunidad de hojear cada una de las viejas revistas de Mecánica Popular que
coleccionó mi padre entre 1955 y 1982, aproximadamente. He descubierto un
puñado de cosas, algunas de ellas relevantes para mi relación con la creatividad
literaria o de otro tipo. Una de ellas es que releer Mecánica Popular me
fascina. Otra es que ya lo he hecho antes, con cada página de cada uno de los
ejemplares, más de una vez –reencuentro las marcas de mis intereses
sucesivamente infantiles, adolescentes y juveniles en muchas de los artículos.
Lo más importante, quizá, es que las reviso porque disfruto su método de presentar,
para atraer el interés acerca de algo, los
planes y planos de un proyecto. Desde luego que también está la foto o
dibujo del proyecto acabado: de hecho, sobresale: abre la nota o el artículo.
Pero veo –en mis subrayados- que siempre me interesó más el diagrama, el
planito arquitectónico, la lista de materiales, el truco que había que hacer
con las herramientas sugeridas. Esas son las matrices de mi relación con la
literatura.
Por último, alimenta mi larguísima pregunta una
tendencia que observo en los blogs de carpintería, especialmente anglosajones,
y mucho en los que tienen que ver con proyectos náuticos. En estos espacios, el artesano proclama qué quiere hacer y
luego saca la crónica de lo que va haciendo. Incluye fotografías de cada
fase de la construcción, comparte con sus lectores los festejos por la
culminación de cada etapa, como el acabado de la quilla, el pintado de la
cubierta, la botadura, etc; y, finalmente, se dedica a navegar en el bote
cuando sin duda ya está posteando los planos de la siguiente embarcación que
planea construir en el garaje. El producto acabado es para su satisfacción
personal; lo que se comparte es el
goce de la producción, el paso a paso de la artesanía.
Mientras me adormezco, me doy cuenta que la llamada
anunciando que alguien descubrió la clave no llegará nunca. Me pregunto,
entonces, si esta idea que tengo es una idea original, si sirve para hacerse a
la vez de una buena historia y de una manera novedosa de contar. La pregunta
es: ¿qué tal si cambio la universal
estrategia del escritor-con-un-plan-secreto por la del
artesano-con-un-proyecto? Me olvido del texto como medio de intercambio: empleo
directamente el diagrama, y antes muestro incluso la trabajosa construcción del
diagrama. Y divulgo mi proyecto primero.
Muestro mis planos. Cuento cómo quiero que me quede, qué velocidad quiero que
alcance, por qué no puse barniz en esa área. (Me abruma cuán contradictorio parece
ser esto con lo que veo como un principio de la literatura creativa, trabajar
en secreto, “no arruinar la sorpresa”.) Porque no estoy escribiendo una novela
de misterio; y aunque lo estuviera haciendo, me gustaría compartir el proceso,
porque no haberlo compartido antes me ha dejado aburrido y algo frustrado.
Y no se trata de entretejer en colaboración con los
lectores (o con una nube de coautores) novelas virtuales o colectivas, o novelas-mosaico
sin término ni mapa, y dejarlo allí como un happening
literario. No: se trata de atreverse a mostrar la maquila de una obra redonda,
clásica, desde el inicio, y que ese proceso abierto de confección no cancele la publicación de la novela,
la botadura del barquito que servirá para entretener nuestros fines de semana,
engrosar nuestras bibliografías o ir a pescar con los amigos. ANTES, lo que
verdaderamente importa -el diagrama, las huellas del sudor del escritor-
estarán allí afuera, reveladas en su mínimo detalle: una obra quizá clásica,
pero más abierta que ninguna.
* * *
Para mí, la única
historia es la de Robinson Crusoe. Un individuo solo, con medios escasos,
librado (liberado) a la inventiva
para mantener a raya a la muerte durante un rato más. Un sujeto de la
obligación moral que le manda hacer
todo lo que puede. Un ejemplo: un
oscuro día de 1983, Jeremy Curran llegó hasta Malham Cove, en Yorkshire, lugar
donde había escalado muchísimas veces antes. Jeremy se dirigió a la base de la
parte central y más alta del desplome -cien metros de caliza gris- sin llevar
cuerdas ni seguros, y con pausada determinación se puso a escalar, en solitario
absoluto, una vía ominosa que jamás había sido ascendida de esa manera. A
noventa metros de altura tuvo un grave traspié; quedó colgado de una mano,
gritó algo incomprensible, se recompuso, superó el problema. Entonces hizo una
pausa, el cuerpo tenso, la frente quieta contra la roca, pocos metros antes del
borde de salida: sin duda para tranquilizarse y alistarse para el último paso
de su jornada. En efecto, al cabo de un rato volvió a moverse, completó las
pocas movidas que le faltaban y se puso de pie en la cima, en el mismísimo
borde de la roca que acababa de presenciar su hazaña, puntas de pies en la roca
sólida, talones en el aire. Entonces Jeremy extendió los brazos y, serenamente,
se dejó caer hacia atrás. Esa es una
historia de Robinson Crusoe. Otra historia de Robinson Crusoe: alguna vez le
preguntaron a Pablo Casals –que frisaba los noventa años- por qué tocaba al
cello cierta difícil secuencia de una partitura de Bach más rápido todavía que
la velocidad improbable que exigía el compositor. Su respuesta fue: “Porque
puedo”. Casals había entendido que poder
es deber. Jeremy Curran también.