Actualmente escribo una novela que empezó religiosa en 1993, tomó formas de
policial hacia el cambio de siglo, y hoy oscila entre ciencia ficción y una
larga (+ 500 pag.) disquisición sobre el racismo en el Perú, con apus y nazis compartiendo escenarios con la deglaciación y la anorexia. Tengo otra enorme novela que empecé en
1986 y está, ejem, esperando turno. En realidad imagino argumentos en cierta
década y paso las dos o tres décadas restantes inflándolos -cuneiformateando discos duros- cinco o
seis libros la vez. He publicado poquísimo, y cada uno de mis libros ha
sido descrito como lo mejor que se publicó ese año en el país. Me han traducido a francés, inglés e italiano y no he recibido ni un solo centavo por ello. En términos
netos, mi literatura trabaja a pérdida. Soy lo contrario de un escritor
exitoso, quizá por designio. Soy una persona solitaria, sin Facebook ni
Twitter, aunque una vez tuve 23 direcciones de email al mismo tiempo,
personoides que básicamente conversaban entre sí.
Wadi Rum? Colorado? Sinkiang? No, Olmos, Lambayeque. El espolón rocoso al centro de la imagen tiene 500 metros de desnivel. |
Mi último libro ha sido “Caracterización de las Instituciones Educativas
Secundarias en el Perú”, un estudio técnico que preparé en enero para el
Ministerio de Educación. Creo que es por hacer este tipo de cosas -en vez de
tener un programa de cocina o reunir danzantes de la calle- que el éxito y yo
no nos llevamos bien.
Duermo con mi hijo Samuel (4) que padece broncoespasmos, para asistirlo
durante la noche. Aprovecho el tiempo en vela para ultimar el diseño de una
mesa que estoy construyendo en un taller casero donde conservo 17 martillos,
cinco taladros eléctricos y cuatro sierras motorizadas. El arquitecto lo pensó
y etiquetó como el cuarto de la empleada. Me he conseguido una vida en la que
se puede vivir sin empleada, pero no sin un taller donde imaginar, construir y
reparar cosas. En casa muy poco se bota, y muy poco es nuevo.
Tengo cinco hijos, nacidos de dos madres diferentes. El mayor, Mateo, es
médico, terminó la carrera en la UPCH con las notas más altas. Trabaja
como research fellow en un laboratorio de investigación.
Además es modelo publicitario y de pasarela: su cara abusivamente guapa está en
catálogos y paraderos. El segundo, Tomás, acaba de graduarse como artista
plástico, medalla de plata de su prom. No come huevo ni choclo ni queso pero vende lo que pinta, que es más de lo que logro hacer yo con lo mío.
Daniel, el tercero, es un pre-adolescente sensatísimo, con un programa de
ateísmo y de lucha contra la estupidez que le va a ganar muchos enemigos;
cuenta con todo mi apoyo. El cuarto, Samuel, es un chiquín hiperactivo,
bilingüe –su madre es sueca- que a los dos años ya tenía once puntos de sutura
en diferentes partes del cuerpo. Es mi chamba más exigente. La quinta, doña
Inés del alma mía, es una suequita de ocho meses. Caminará esta semana.
Cuando la competencia era poca, solía ser el mejor escalador del Perú, y
rankeaba alto en Sudamérica. He escalado muchísimo sin compañeros ni cuerda,
pero estaba fuerte: una vez hice 416 barras en un día. Salté del puente Villena
Rey sujetando la soga sólo con las manos. Fui el segundo peruano en volar en
parapente y alguna vez en los 90s tuve el récord de permanencia en el aire.
Bajé del Nevado Anticona a Costa Verde en bicicleta, 5150m de desnivel, para un
récord Guinness. Correr no es lo mío pero todavía pongo menos de 2 horas en
media maratón. Tengo rotos los dos tobillos, un codo y un hombro, y medio
zafadas una muñeca, dos vértebras y una rodilla. Ahora tengo 52 años y el
Ibuprofeno es un buen amigo.
Este invierno planeo comprarme una moto e ir (solo) a subir picos inaccesibles en el borde oriental del desierto de Sechura, en los alrededores de Olmos.