domingo, 25 de noviembre de 2007

Averno (fragmento: de estas cosas lastimadas sólo cabe dar pedazos)

Lea empezó a presentar lapsos de melancolía; nuestras conversaciones se hicieron más distantes. Todavía pasaba muchas horas diarias conmigo en la oficina (insatisfecha y ahora evitándome) y dos más en la habitación de un hermano enfermo. La condición de Julián empeoraba rápidamente y se temía que estuviera empezando la agonía; frente a esa doble tensión, dura e insólita, su relación con Roberto no estaba funcionando. Un día me sorprendió con una noticia extraña.
—No sé si lo sabes, pero Almendra está viendo a Julián. Casi a diario la encuentro en el hospital.

Discutí con mi esposa las razones y alcances de esos encuentros. Le reproché que no me hubiera contado nada de sus visitas, fuera de algún apenado comentario de sobremesa. Me dijo que no quería perturbarme, que la inspiraba la caridad por el moribundo y el viejo aprecio que le tenía a la familia Barthélemy. «Estima que, como es obvio —dijo, mirándome tranquilamente a la nariz—, tú compartes». No vi razones para no creerle ni para seguir ahondando en ese asunto.
La cosa iba por mal camino. Cada número de días, Lea revivía el firme propósito de que nos alejáramos el uno del otro, de mutuo acuerdo. Lo hacíamos, y pocas horas después volvíamos a descubrirnos sonriéndonos y mirándonos de esa manera extraña. Es asombroso que todavía lográramos trabajar: el mérito era de Carlitos. La maquinaria y el ritmo que imprimía Benvoglio a nuestra unidad era imparable. De pronto, ella me daba uno de esos guiños suyos y arruinaba toda concentración y toda perspectiva. Y el ciclo se repetía a los pocos días. La invité al cine.
—No: eres un hombre casado —dijo con firmeza.
Miré al suelo, avergonzado. Ella tenía razón, una invitación así era un error. Lea sonrió y me palmeó el hombro.
—¡Anímate, hombre! ¿Vamos al cine?
—No, loca. —Di un suspiro gigantesco—. Soy un hombre casado.

Fiel a su estilo, a sus sorprendentes giros y desatinos, Lea me pidió que la ayudara con unos equipos de gimnasia que había pensado instalar en su dormitorio. Era un sábado por la tarde; fiel a mi propia demencia, fui cargando herramientas y algo de música. Recuerdo que esa tarde nació una camada de Reina Mab, su gata: maullidos y agitación recorrían la planta baja. Nosotros cerramos la puerta y, mientras perforábamos y atornillábamos cosas, abrazamos la intimidad de nuestra pequeña burbuja, la libertad de estar juntos y a salvo de cualquier mirada. Fue la mejor tarde que habíamos pasado nunca. Estábamos recostados en su cama cuando sonó mi teléfono. Era Almendra, su voz revelaba que había estado llorando.
—¿Estás con Lea? —No esperó a mi respuesta—. Dile que su hermano ha fallecido. —Y colgó.

Julián había muerto, literalmente, en los brazos de su antigua mujer; su cuerpo roto y cenceño en brazos de Almendra se había atenuado hasta ya no tener sustancia, como el vapor que un prado húmedo exhala al amanecer. Lea se sacudió de mi abrazo y corrió llorando a llamar a su novio. Todos moríamos, todos éramos ese vapor que tendía a la nada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

MÁS QUE EXCELENTE. PERTURBADOR. AGÓNICO. VAPOR.

Enrique Prochazka dijo...

A ver, me permito UN publicherry: la nouvelle completa AVERNO está en venta (en Lima y en España) en la colección Tragedias de Shakespeare, de 451 Editores. Suerte y gracias por el comentario.