jueves, 8 de noviembre de 2007

Un fragmento de "Cazador"

Incluyo esto aquí, porque son los primeros párrafos que escribí de este relato, hace un cuarto de siglo, y siguen siendo los párrafos que más me gustan de él.


10

En Shaolin no hay cosas, sólo aspectos de ellas, decía el Informe Guarisco.
Pensé entonces que Informe era un adjetivo que calificaba a Guarisco, tan
trascendentales eran las tonterías que allí se habían dicho. A falta de cosas,
precisaba la grabación, había Circunstancias, Opciones, Condiciones Azules y
Variantes Equívocas y Consistencias Vacías y bestias de ese orden. Harto, yo
quería materia, aserrín, un serrucho. El positivismo de los alejandrinos era tan
efectivo que había logrado superar la realidad, alejarlos de ella al apartar
todos sus aspectos no cuantificables; o quizás yo sólo estaba deseando una
cosa idiota, pero tenía una cuchilla suiza en mi bolsillo, no una Condición Filo;
y quería afilarla aún más... Tenía sangre dura en los puños, no Aspecto
Hematíe; quería subir una escalera de cuatro en cuatro, quería buscar una
piedra de afilar. En algún lugar del ático (¿de la Condición Altillo?) de este
local demente debía haber una lima, cuero, clavos. No necesitaba a los
alejandrinos punks para sobrevivir en Alejandría; no quería acabar siendo uno
de ellos, yo iba a ser más bien el salvaje que vive en la azotea. No recuerdo
con claridad las etapas de mi ascensión; sé que subí, confuso, convertido en
Dilema Destructivo o en Necesidad Operativa, ya no lo sé, ya no me importa.


11

Con nadie hablé durante más de diez días. Me instalé allí: allí descansaba,
mirando y aprendiendo el funcionamiento -el verdadero funcionamiento- de
Alejandría. Allí dormía cuando sentía necesidad de dormir, allí comía cuando
aprendí a indicar de modo correcto que necesitaba comer. Y allí trabajaba, lo
que pronto se convirtió en un placer. Afilé mi cuchilla.

"La parte superior del lentículo de Alejandría es puro robot" había dicho Cyril.
Yo me imaginé primero ejércitos de sujetos maniquiformes llevando y
trayendo empatores, sistores y disinapsígrafos a lo largo de fordianas líneas
de montaje. Luego me dije que aquella era una perspectiva ridícula: repetir
las formas industriales humanas, el llevar y traer, pero sobre todo el unir y
montar, sería un error.

Lo que observé finalmente parecía confirmar esta conclusión. No ví líneas de
montaje y mucho menos robots humanoides. Las pocas salas despejadas de
mi nueva vivienda parecían no haber tenido visitantes humanos desde hacía
mucho.

Durante un par de días esperé ver robots-aspiradoras y robots-ingenieros
rodando paralelepipédicos de aquí para allá (o unidos en una especie de
trencitos, porque por todas partes encontraba lo que parecían rieles, hasta
trepando por las paredes.) Pero tampoco los hubo. Entonces procuré imaginar
procesos productivos o de mantenimiento más extraños todavía. Imaginé una
dulce camada de empatores creciendo silenciosamente en una sala bien
iluminada; busqué mucho esta habitación, tras decidir que en efecto, si a
estos aparatos nada ni nadie los construía, sería por tanto cierto que se
cogeneraban o reproducían. Es cierto que no hallé ninguna evidencia de esto,
aunque sí comprobé que las mesas y sillas del piso bajo no estaban armadas
a partir de materiales y elementos de unión diversos, sino que constituían una
monocosa de variable textura, rigidez y dureza, no pude extender esta
convicción a los objetos que por su aspecto consideré más complejos, o más
activos.

Al tercer día de explorar di con un lugar insólito. Ya he dicho que, en general,
no parecía haber habido visitas humanas en un largo tiempo; pero, más que
eso, la azotea de Alejandría no parecía haber sido diseñada (quizá me
equivoco al emplear esta palabra, dando idea de un finalismo que nunca
hallé) -mejor: no servía para albergar humanos, ni para facilitarles las cosas a
paseantes u obreros humanos. No había propiamente pasillos. Los que yo
usaba como tales estaban inclinados, cortados, llenos de fosos; no había
barandas, lugares donde sentarse, ni puertas, ni, desde luego, asas ni
manijas. Recorriendo este absurdo local que no presuponía al hombre pero
que con su acción lo mantenía vivo, llegué a un recoveco que sólo puedo
llamar cuartucho, una especie de pequeña bahía triangular al lado de un largo
“salón” lleno de raíles longitudinales interrumpidos que no podían servir para
trasladar nada. En el cuartucho aquel, contemplé incrédulo, había un
camastro, un taburete, un tablero de dibujo, una mesa de trabajo con
herramientas, un gran cajón con materiales -aluminio, acero, madera,
alambres diversos- otro con clavos, remaches, tornillos y grampas, y latas
llenas de lo que sería pintura seca desde hacía siglos. Tuve la violenta
impresión de que estaba usurpando el territorio de alguien. Luego vi que nada
parecía haber sido tocado desde tiempos que no puedo registrar. Todo estaba
en orden, como si su dueño se hubiera ido tranquilamente, tras darse tiempo
para acomodar y disponer sus cosas en orden, ya que no podría llevárselas.
Quienquiera que hubiera sido no volvería, pensé mientras tomaba una lima
cuadrada en mis manos asombrosas. Una lima que no hubiera llamado la
atención en ningún taller de mecánica del mundo, una lima real en la
imaginaria parte alta de una ciudad que no era una ciudad en un planeta que
no era un planeta que orbitaba un sol que no era un sol. Me senté en el
taburete (que sí era un taburete) pensando en el origen y la identidad del
evidente autor de este lugar, un positivista entre positivistas, un ingeniero
cuya existencia era una poesía en un mundo que había hecho de cualquier
arte una técnica. A través de los siglos, sin saber quién había sido, lo
comprendí y admiré. Entonces, sentado allí, vi algo que no podría haber visto
de haber estado de pie. Bajo una repisa que alojaba útiles de dibujo, pegada
a la pared, había una fotografía. Me abalancé sobre ella: la instantánea estaba
algo velada por el tiempo, y debía haber sido ya vieja cuando el Ingeniero la
colocó allí. Se trataba de un grupo de personas reunidas al parecer
improvisadamente durante la construcción de algo grande que se veía
asomando por detrás. Sonrientes, sucios, jóvenes, imposibles, dieciséis
taborianos parecían confirmar desde una imagen milenaria la hipótesis de
Cyril sobre el origen de Alejandría. Mucho más tarde pude descubrir qué tan
equivocado estaba .

Y entonces mi error fue mayor aún.

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