Pego aquí este artículo, quizá el único que he publicado en el diario El Comercio de Lima, porque lo había dado por perdido por tantos años que ha sido una grata sorpresa recuperarlo en esta especie de quest por discos duros en la que estoy metido mientras preparo un volumen de artículos y ensayos.
La nota apareció en febrero o marzo de 2000 a propósito de los primeros contactos entre la literatura y el soporte electrónico. Algo de lo que aparece abajo lo he reelaborado una década más tarde eun una serie de posts en este mismo blog. Confío en que mis lectores puedan leerlo con una dosis mayor de su paciencia usual; yo por esos días anduve muy fastidiado. Muchas gracias.
LA CIBERCOMEDIA HUMANA
y sus inexistentes lectores
Nobody writes like they used to
-So it may as well be me
Belle & Sebastian,
Get me away I’m dying
Unos
años atrás, el moribundo poeta Daniel Smisek expresaba su visión acerca de la
posibilidad de construir una novela que existiera sólo en el ciberespacio, para
la que habría apenas un lector: el
autor de los “personoides” que -a lo largo de años, quizá de décadas-
entrecruzarían a través del correo electrónico sus tristezas, pasiones, éxitos,
amenazas, sombras y alegrías ficticias. Estos personoides (nayms, por uno de sus nombres comerciales actuales) serían los
Eugenia Grandets y primos Pons de una suerte de fantasmal cibercomedia humana,
la secreta obra maestra de un invisible ciberbalzac. Smisek reclamaba que, para
que la redondez (y el horror) fueran perfectos, la obra nunca debería hacerse
pública, sino cerrarse a medida que los fantoches fueran “muriendo”. Con el
crecimiento de Internet no estamos lejos ahora de que que alguien cumpla la
pesadillesca visión de Smisek, pero en nuestros días su necesaria cerrazón
final –que hereda rasgos de Kafka y de Calvino- sería más probablemente
traicionada. Como un homenaje al amigo ausente, me interesa explorar aquí las
causas de ese previsible fracaso.
Entre
nosotros, leer tiene un prestigio extraño. Por un lado, la reciente explosión
de la literatura hace que todo el mundo deba estar leyendo todo el rato para
estar mínimamente al tanto de lo que pasa. Leer es “socialmente correcto”. Sin
embargo, no es tan seguro que sea políticamente correcto. Por un lado, en
salones y cafés nuestros intelectuales y aspirantes a serlo protestan porque aquí nadie lee, reclamando que aumente
el número y la calidad de los lectores. Es decir: de sus futuros clientes,
porque de eso parece tratarse. Pero, consistentemente, las reformas educativas
no les ofrecen alivio, talvez porque, como ellos mismos, colocan el acento en
el consumo –hacer de las personas clientes de la literatura- y no en la
producción. Curiosamente, esta actitud encuentra un caldo de cultivo en el
territorio que debería ser mas “participativo”: el de Internet, donde se
consume infinitamente más de lo que se produce.
A
mi entender, este prestigio y énfasis en la lectura está prohijado por un
conjunto de teorías de moda y de una
actitud intelectual frente a la obra humana que puede resumirse en el
adagio de D.H. Lawrence: “Never trust the
artist. Trust the tale”. Sus parámetros se pueden
enunciar más o menos de esta manera: Todo es texto. Los textos adquieren valor
sólo con la lectura. De momento en que el texto existe en una forma definitiva,
su pasado es indiferente.
El
adagio implica que también lo son las intenciones del autor. El texto no es
suyo, sino de los lectores. No importa de dónde salió, con qué intención se
puso cada coma –cada personaje- o qué quiso escribir quien así escribió y
colocó en la existencia ése texto precisamente en ése estado. Y si todo es
texto, el autor es apenas un expediente técnico para producirlo, que desde
luego merece y debe ser rápidamente olvidado (al menos como pensador, si bien
no necesariamente como ícono). Ya cualquiera puede inventar un Autor 2.2 que
corra en Windows y produzca “textos”.
En
mi opinión, Never trust the author es
una receta pobre para lectores y un programa fatal para autores. Es un manual
de inmovilismo creativo, de autodestrucción de la lógica interna de cualquier
obra. Engloba una visión que desprecia el proceso de fábrica, las manos en la
masa del autor que piensa lo que hace. Cuando se lee una obra literaria
(paradójicamente, no se está seguro de estarlo haciendo hasta después de
haberlo hecho) se lee al autor. El autor ha pensado acerca de lo que hace. En Arte como procedimiento Shlovski anuncia
que el status de arte lo obtiene la obra cuando se proclama obra, factura. La
piedra se hace pétrea para la literatura. Quien lo hace con éxito es el Autor
con mayúsculas. Sólo es Autor el que sabe lo que está haciendo. El carácter de
ese “éxito” es sutil: porque incluiría a nuestro imaginario ciberbalzac
mientras su obra fuera secreta y terminal, pero es discutible si sería aún así
cuando lectores ávidos se disputaran después una obra visible. Hecha esta
diferencia, debo decir que leo sólo a Autores. Es decir, a quienes se esfuerzan
por Poner Algo Allí, por Manejarlo. De modo que sugiero: Trust the author. De estos hay muy pocos. Los identifica su
inteligencia, su astucia y su complejidad.
Existen
rastros de esta actitud valorativa de la producción intelectual (como opuesta
al mero consumo) en el pasado de la creatividad. Schopenhauer recomendaba
desconfiar de aquellas personas que leían en abundancia; sugería que era más
importante escribir que leer. Por su parte, Pablo Picasso solía decir que los
críticos se reunían para hablar de significado, línea, trama, color... mientras
que los pintores se reúnen para discutir acerca de dónde se compra la mejor
trementina. Lo que quiero saber es dónde compran su trementina Iván Thays, Ted
Sturgeon o Ítalo Calvino. En ese sentido (a pesar de la Red ) no hay lectores, sólo hay
escritores. De éstos, unos pocos son Autores.
Confesión
y consecuencia final: como lector soy nulo. Yo no sé leer. Pero como estoy
aprendiendo a escribir prácticamente no leo, de lo que da fe mi vasta y sólida
ignorancia de la literatura contemporánea. Leo cuando detecto a un Autor; leo acerca de él. La detección rara vez
ocurre a través de textos. Cuando hay suerte, empieza con una conversación,
para lo que el correo electrónico ayuda muchísimo. Y como escritor he dejado de
creer en la (también pesadillesca) existencia de un lector ideal, en la que
alguna vez confié. Creo que tengo algunos lectores reales, muy pocos, pero no
merecen ese nombre porque participan del proceso de fábrica. Son, estrictamente
hablando, co/rectores o co/laboradores. Su intervención está en el “antes” del
texto, y no en su “después”. Su participación está en llevar el texto a su
estado final. Lo que ocurra después no me interesa. Aparentemente a ellos
tampoco: así lo ha dispuesto el cósmico balzac que nos rige, y que al fin ha de
apagarnos.