lunes, 22 de septiembre de 2014

TIERRA MEDIA... JODIDA


Dos activistas hobbits que iban a bordo de Bárbol fueron asesinados en el bosque de Fangorn, pese a haber pedido múltiples veces la protección de Gandalf y de Aragorn. Los elfos tampoco los ayudaron. Bárbol fue quemado hasta la raíz. Se comprueba que Fresno y Olmo habían vendido a su compañero; no se descarta que los Señores Enanos hayan estado comprometidos en el asunto.
  
Bilbo sale a la prensa a reclamar el robo de sus joyas, y a denunciar que el joven Frodo Bolsón ocupa su residencia sin haberle pagado lo ofrecido. Bilbo está en la calle, lo entrevistan en Frecuencia Latina, Álvarez lo imita, sale entrevistado por Gollum, se lanza a la alcaldía de Hobbitton.

Los elfos tratan de esconder que han descubierto un gran yacimiento de mithril debajo de Hobbiton. La cosa sale a la luz en un video via Palantir, donde, de otro lado, Saruman dice que Gandalf habría arreglado bajo la mesa con los enanos para persuadir a los hobbits de salir de allí.

El sano y sagrado vuelve al país a restablecer el orden, yeah!

Interrogado, Gandalf no encuentra mejor respuesta que contraatacar diciendo que  Saruman no tiene título de Mago ni de nada. En el programa de Gollum, Saruman le exige a cambio que salga del clóset. Los orcos toman La Parada.

Los enanos expulsan a los hobbits de Bree, al mismo tiempo que impulsan la candidatura de Bilbo frente a la de Frodo. En una batalla –la Curva del Diablo- cuarenta hobbits mueren aplastados por los caballos de Rohan, mientras que un centenar de Hobbits descuartiza a algunos hombres de Gondor que habían trabajado para un tal Trancos. El cadáver de Faramir nunca es encontrado, aunque testigos revelan que lo habría matado Sam. Frodo asegura que Sam tiene presunción de inocencia, y que él mismo Frodo -es la encarnación de la decencia y que pone la mano al fuego por él, aunque encuentran armas de orco en su vivienda. Se comprueba que Frodo apoyó el descuartizamiento de Faramir. Una revista sugiere que lo de boromir tampoco fue tan inocente, entonces. El Palantir muestra videíto de Elrond en tratos con el Señor Oscuro, en la célebre salita de Rivendel. Hablan de “ya tenemos un acuerdo con el Chato”.

Lo que pasa, revela Gollum desde la clandestinidad "es que los elfos está sacando droga al oeste en grandes cantidades, en sus barcos. Los piratas trabajan para ellos". Gollum aparece muerto junto con algunos orcos y un par de elfos, todos desnudos; habrían estado participando en una orgía. En un barco pirata encuentran selfies hot de la dama Galadriel y Arwen. Toda la Tierra Media compra copias de estas fotos. Se dice que son parte de las orgías que organiza Gandalf.  Arwen lo niega, escribe unos e-mail personales a Sauron, el Señor Oscuro, para hacer lobby para lograr que retiren esas fotos y, de paso, asegurar la inversión de sus amigos Enanos en Hobbitton.

Muchos sospechan que la Dama Arwen es, en realidad, quien da luz verde a todo en la Tierra Media. Aragorn no responde a la prensa cuando se le interroga sobre este punto. Se descubre que Aragorn era Trancos, salteador de caminos en los noventas. Habría matado a varias personas y luego sobornado a los testigos, y luego matado a los testigos que dieron marcha atrás en el soborno. 

Aragorn sigue sin decir nada. Pero continúa primero en las encuestas.

Son tiempos oscuros.




domingo, 4 de mayo de 2014

Cómo ser un embajador cultural peruano


Me voy a la FILBO en unos días. Llegaré al final, cuando estén desarmando el stand peruano y barriendo el aserrín tras la fiesta. Confío en que la estupenda organización no se decepcionará del tipo y cantidad de público que yo suelo arastrar. No tengo mucha idea de qué diré, pero encontré esta cosa / post que escribí a tramos hace más de un mes, y creo que partes de podría servirme. 



Tengo poco desarrollada (algunos dicen que dañada) la empatía. No me siento especial o notoriamente parte de ese vasto ‘nosotros’ circunscrito por las fronteras del Perú, y de esa manera oponer ‘nuestras’ características a los rasgos de un supuesto ‘ustedes’ (igual de problemático) me parece un ejercicio no sólo inviable sino enteramente imaginario, sin ninguna solidez real.

Esta caución tiene ventajas, como que evita la facilidad de las generalizaciones propias del racismo. Y  también el fácil insulto, las atribuciones de ragos a colectivos, los prejuicios y supuestos arquetipos, el ‘carácter nacional’. Así, no hay por qué suponer al ruso borracho, al judío tacaño, al inglés flemático o al brasileño festivo. Ni frígida a la sueca.

La única distinción que concedo, y que empleo, corta a la gente en dos tipos, basada en cierto rasgo (para mí indubitable) de su conciencia: las personas cuyo pensamiento conozco de manera directa, y las personas cuyo pensamiento infiero. En el primer grupo estoy, por ahora, sólo yo. En el segundo grupo están, por ahora, todos ustedes. Como digo, esta es una herramienta que evita provechosamente la tentación del prejuicio. Esta clasificación no me proporciona base suficiente para atribuirle características previas a este judío, a esta mamá (mi mamá), a esta negra, a este sueca (mi mujer), al chileno de allá (mi editor) a la diputada bantú, al médico búlgaro, al peluquero colombiano que trabaja en mi calle y que no, no es gay. De modo que me obliga a conocer algo más de las personas que quiero juzgar antes de juzgarlas, de quererlas. No odio a nadie de manera que me ahorro ese tramo del trabajo.

Se comprenderá entonces que desde este punto de vista los peruanos y los colombianos conforman grupos exactamente idénticos. Por cada genio de un lado del Putumayo hay otro del otro lado; por cada idiota, un idiota; cada escritora intimista, futbolista indisciplinado, abuela narcotraficante o político corrupto colombiano tiene su espejo en el Perú. Y en Bulgaria. Y en Trinidad y Tobago, Corea del Norte, Borneo y Alaska. Ponderar sus diferencias es trampear estadísticamente mediante el empleo de muestras no representativas. Porque contadas por millones –y por millones las estamos contando- las personas somos siempre muy semejantes. ¿Cuáles son, entonces, las diferencias si nuestras poblaciones se parecen tanto? La respuesta es matemáticamente simple. La varianza es mucho mayor dentro de cada grupo que entre los promedios de cada grupo. Los peruanos se diferencias más entre sí de lo que el promedio de ellos se diferencia del promedio de los colombianos, a su vez muy desemejantes entre sí. Se notará que yo no estoy muy interesado en percibir estas diferencias, menos aún en investigarlas, documentarlas, comentarlas. No soy un cronista. Tampoco soy muy hábil. Tengo poco desarrollada la empatía.

Lo mismo sucede entre hombres y mujeres. Aunque Steven Pinker ha mostrado multitud de metaestudios que en conjunto describen, ya si margen de duda, cómo cuando se trata de orientarse en la ciudad “las mujeres” recuerdan lugares y “los hombres” direcciones, cómo en promedio ellos se desempeñan tanto mejor en rotar mentalmente objetos tridimensionales en el espacio, hay algunas (de hecho, hay muchísimas) mujeres más competentes que algunos (de hecho, muchísimos) hombres en rotar mentalmente objetos tridimensionales en el espacio, o en recordar direcciones. Para cada ley general de diferencia entre hombres y mujeres, o de sabrosas diferencias culturales entre peruanos y colombianos, hay millones y millones de contraejemplos. Millones de contraejemplos. Eso debería disuadirnos. A mí me disuadió hace años. No es muy distinto lo que sucede con la comida peruana y mi ejemplo favorito, el huevo frito. Puesto que se cocina en el Perú, el huevo frito es comida peruana. Y pasa lo mismo con mis cuentos y novelas, que son huevos fritos literarios, pero como soy yo quien los fríe, no son menos literatura peruana que los cebiches fusión de Jeremías Gamboa o los suspiros a la limeña de Fernando Ampuero.



miércoles, 30 de abril de 2014

TRES VENTAS


Cuando éramos estudiantes en la PUC, un compañero filósofo, Franco G., famosamente saludaba a la gente preguntando “¿Qué vendes?”. Eran los ochentas.

Su pregunta encarna un modo de relación con el mundo que él ha hecho eficaz, funcional, filosófica en el sentido más puro. Franco hizo una brillante tesis sobre mística medieval y pasó a ser Gerente Comercial del Banco de Crédito.  Franco vende, y Franco compra algunas de las cosas que los demás venden. Y lo hace de lo más bien.

Todos compramos o vendemos, me explicaron, en esta plaza del mercado que es el mundo. Pero algunas filosofías consisten en su silencio, como alguna vez tuve que decirle a mi papá, creo. No son abundantes, pero son. Al paso de los años he comprobado que dos de los modos de relación con el mundo que más me seducen están encarnados por personajes que manifiestan una tensión difícil con las compraventas.

Dédalo coloca productos, pero no puede colocar sus productos. Dédalo desarrolla dos facetas. Primero es un pescador-artesano de las islas Cícladas, que fabrica estatuillas de madera o de piedra. 

El hecho evidente de que esas estatuillas son básicamente cilíndricas y de superficie lisa, aptas para ser insertadas en orificios femeninos, no ha sido suficientemente esclarecido. Así que, si se considera este ángulo, se verá que su oferta no es la demanda. Aunque ocasionalmente introduce uno de sus productos al mercado.

-¿Qué vendes? -le pregunta un filósofo de la PUC.
-Placer –responde, tras un largo rato de pensarlo. Y añade -bajo un compromiso, un pacto de silencio.

(No son los ochentas: es el siglo treinta y dos antes de Cristo.)

Por otro lado Dédalo es un hombre de servicios. Un consultor. Vende soluciones a Pasiphae, a Cócalo, a Minos. Diseña el proyecto y a veces tambié se lo encargan. Nunca entrega el producto tal como lo necesitaba el cliente, ni tampoco tal como él mismo lo concibió. Eso lo mete continuamente en líos. Una vez hizo una venta grande, pero la recompra era poco menos que imposible.
-¿Quién necesita laberintos? –se lamentaba.
-Lo que tienes que preguntarte –le replicó Atenea, fingiendo una habilidad para el mercadeo que en realidad disfrazaba lecturas de Camus- es quién tiene monstruos qué esconder.

Robinson Crusoe no actúa para los demás. Sus actos dejan de ser actos privados sólo de manera póstuma Y en el relato (huir de la isla con vida lo depoja de ser Robinson: por tanto, es sólo una forma menor de lo póstumo). Algún viernes Franco G. se encuentra con una huella en la playa. Levanta la vista, ve a este hombre hirsuto cubierto de pellejos de cabra y armado hasta los dientes.
-¿Qué vendes?

¿Qué vende, pues, Crusoe? Su desgaste. No su permanencia igual a sí mismo. No sus (muchas veces exitosos) esfuerzos de adecuación a su miserable circunstancia o de mejora de su espacio, de su mobiliario o de su alimentación. Lo que Robinson vende es el hecho de que, no importa cuán buenas o eficaces sean esas iniciativas, al final lo que queda es una inecuación: una pérdida neta, una sumaria inadecuación que hace que –la frase es de Cortázar- allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo.

Robinson vende entropía. La neta conciencia del neto descenso a la tumba. Y, como a Dédalo, nadie le compra. Y eso está bien.

Algunas filosofías consisten en su silencio, y este blog mío es casi perfecto para eso. Es el blog que Robinson escribe sobre cortezas que luego pierde.

O se le pudren.

O arroja al mar -sin links, sin RSS feed, sin botella.


sábado, 8 de marzo de 2014

GRAPH THEORY

Quizá, finalmente y como siempre, la solución consista en palabras. Las que tengo, no las que tuve. Las pocas que siguen aquí conmigo, redondas de tan usadas. Al perder aristas perdieron sus conectores y quizás eso es exactamente lo que yo he venido haciendo. O más bien, exactamente lo que yo deba hacer: desconectarme usándolas como herramienta. Perder mis aristas. Dejar de ser característico. No me da para ser ‘minuciosamente vil’: ni orino en cuclillas ni robo los dientes de oro de los cadáveres trajeados de blanco que dejan los parsis en mi torre. No, peor: soy descuidadamente vil -y ni siquiera me parezco siempre a mí mismo

No necesito un yo para constatar la nulidad comunicacional del lenguaje. Y viceversa, que es una cosa divertida de decir acerca de una proposición tan recargada de términos. Lo que a su vez muestra que el lenguaje puede ser nulo, pero cuando se tiempla como una cuerda tensa entre dos árboles puede ser divertido y sirve incluso para poner a secar los trajes blancos de los cadáveres que dejan los parsis, o la ropa recién lavada.

Y que, pues, de eso se trata. Divertir es verter algo de manera alternativa.

Las palabras se ensuciaron y hubo que lavarlas. Al sumergirlas en el crónico río perdí centenares de ellas, quizá algunos miles. Me he quedado con unas pocas que uso siempre y ya se sabe que un objeto redondeado por el estúpido fluir de los días permanece limpio, no acumula musgo. O eso dice el dicho.

Eso hago. Eso escribo. A falta de efervescencia mental y una apertura arquitectónica que se eleve hacia la lucidez, trato de concentrarme en un silencioso borboteo de palabras que explore –completamente sin método- el callejón sin salida hasta saber que él soy yo, y que yo no soy o nunca fui necesario para yuxtaponer (nunca articular) esas palabras ya empequeñecidas por mi uso. Queden allí como guijarros semánticos, sus significados reducidos, agotadas sus capacidades para hacerse lenguaje,  hacerme social y (sobre todo, sobre todo) hacerte saberlo.  








martes, 28 de enero de 2014

Nanotecnología: Business as unusual


En su origen, la palabra “manera” –modo o forma, en general de hacer las cosas- solía significar que las cosas que se hacían se hacían con las manos. Esto supone una noción bastante correcta del quehacer del artesano, y una aceptable metáfora de cómo fabricamos las cosas en la Edad Industrial. En ambos casos se opera sobre la materia, directamente o bien con herramientas (o instrumentos o máquinas) operadas por manos humanas. Durante sus doscientos años de existencia, la industria ha desarrollado y progresivamente optimizado una serie de procedimientos de extracción y refinamiento de materias primas, de procesamiento y formado adicional, de articulación y unión de las diversas partes con adhesivos, fibras o elementos sólidos, de acabados y empaque, de distribución y comercialización, y de transporte a la escala necesaria cuando algunas de estas etapas no suceden en el mismo lugar. Así se manufactura y se lleva al cliente un pantalón, un libro, un automóvil, un DVD.
Hemos  mencionado que los sistemas educativos del presente pueden ser eficazmente descritos en sus modos y formas, y en sus propósitos, bajo este esquema optimizado que busca y logra regularidad y predictibilidad, pero que se funda en la continua confianza del cliente en el resultado (el alumno educado).  Sin embargo, veremos que de un lado la industria está camino a –¿en riesgo de?- sufrir una revolución mayor que la que la fundó a inicios del siglo XIX; y que de otro, a medida que nuestra vieja manera de hacer las cosas atraviesa la crisis descrita, la educación necesita transformarse también,  ganar la confianza de una ‘clientela’ profundamente diferente de la que solía satisfacer.

La nanotecnología se basa en la idea de que si podemos llevar nuestra ‘manera de hacer las cosas’ (traslado, manipulación, etc.) al nivel atómico, podremos desarrollar materiales y productos con propiedades extraordinarias. La técnica para hacerlo lleva lustros en desarrollo. Hoy hace casi un cuarto de siglo que Donald Eigler acomodó, uno por uno, treinta y cinco átomos de xenón en una lámina de níquel ultraenfriado para formar las letras ‘IBM’[1]. Desde entonces las herramientas de lo diminuto han prosperado y la presencia de la nanotecnología en nuestra vida diaria no ha hecho sino aumentar. Un conteo en línea muestra en este momento más de mil seiscientos[2] productos de consumo en el mercado accesibles para cualquiera, incluyendo pantalones inarrugables hechos en México y extensiones para el cabello fabricadas en Lituania. Se habla de nano-arte, nano-origami[3] y, con cierto grado de preocupación, de nano-fábricas.
El concepto aún teórico de ‘nanofábrica’ refiere a un artefacto programable que emplea materia prima fácilmente accesible (tierra de jardín y aire bastan como proveedores de hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, sílice, carbono, aluminio, etc.) para construir, por agregación controlada de átomos y con fidelidad absoluta, cualquier producto cuya descripción atómica se le suministre. Esencialmente, es una impresora de materia que asume la manufactura como un tema computacional: el ordenamiento atómico que realiza es manejo aplicado de información. Desde luego, ya existen impresoras 3-D comerciales desde poco más de 500 dólares la unidad[4], que se pueden emplear para fabricar armas de fuego caseras[5] o, en las más sofisticadas, se emplea una bio-tinta para imprimir partes humanas[6]. La nanofábrica puede, por ejemplo, imprimir a muy bajo costo rollos de paneles solares (con lo que asegura su propia fuente de energía) pero da una vuelta de tuerca adicional: es capaz de imprimir una copia de sí misma. O muchas (ya se han impreso impresoras 3D con impresoras 3D). Si, como se anticipa, los costos de fabricación en nanofábricas serían esencialmente los de la materia prima y la energía –casi nulos en ambos casos- estamos ante una tecnología potencialmente capaz de sacudir todo nuestro ordenamiento económico.
En efecto, el precio de las cosas en el mercado está dado por cuán escasas son y por cuánto cuesta producirlas. Una economía que incorpore nanofábricas autocopiantes que reduzcan a casi nada los costos de producción tendría que enfrentar algo que ninguna economía ha siquiera concebido antes: el fin de la escasez. Sin ella, salarios, tarifas, en muchos casos transporte[7], dejan de tener sentido. Restará en la ‘industria’ así tranformada un cierto espacio para la investigación y el diseño, pero incluso eso es posible tercerizarlo a procesos de cómputo (véase más adelante). Un número de sombras oscurecen este panorama. Una crisis económica difícilmente concebible, la democratización de la violencia, un estado policial capaz de vigilar el aire que respiramos y nuestras entrañas… sin embargo, quizá estas sombras surgen de la costumbre de juzgar el futuro según las nociones, normas y temores del pasado, y el modo como esta tecnología radical reconstruya nuestra manera de hacer las cosas exija y logre de nosotros enfoques éticos, legales e institucionales completamente novedosos.



[2] http://www.nanotechproject.org/cpi/. Cifra obtenida el 28/1/14.
[3] http://video.mit.edu/watch/nano-origami-9817/. Si bien lo que muestra este video del MIT no es estrictamente ‘nano’ sino microtecnología, la articulación magnética de superficies mostrada se está empleando para fabricar y volar microdrones como el Mobee: http://www.youtube.com/watch?v=VxSs1kGZQqc.
[4] Una búsqueda Google da 14 millones de resultados. Véase p. ej.: http://store.makerbot.com/replicator-mini
[7] Tanto Amazon como Google han adquirido recientemente empresas de fabricación de robots aéreos (drones) para entrega de sus productos a la puerta (o ventana) geo-referenciada del cliente. China no se queda atrás.

sábado, 25 de enero de 2014

El fin de la educación y el último alumno

Debido a que una de las fuerzas más importantes que movilizan al sistema educativo (una de las que lo definen, financian y regulan con mas brío) es la orientación moral y política a absolver brechas históricas, es sintomático que a pesar de elaborar planes de plazo diverso y de programar por adelantado gastos anuales (o plurianuales, en el mejor de los casos) que proponen determinados futuros en vez de otros, en la práctica donde el sistema educativo continuamente mira en busca de inspiración y guía es al pasado: lo explora en busca de inequidades no resueltas, de saldos y adeudos, incluso de vindicaciones históricas. Esto sucede por ejemplo en cuanto a cobertura. Se alivia el número de analfabetos o de jóvenes no atendidos por la secundaria, crece la preocupación por las comunidades nativas que no reciben educación en su propia lengua hasta lograr que unos y otras sean adecuadamente atendidos; o bien en cuanto a calidad: se trata de reducir las enojosas diferencias de logro de aprendizajes que hay entre la provisión educativa urbana y la rural, o entre la élite de la gestión privada y el promedio de la pública, midiéndolas bien por sus resultados (aprendizajes) o por sus insumos (infraestructura, horarios, maestros).

Notoriamente, sin embargo, fundada en esta orientación vindicatoria -la de llenar espacios históricamente en blanco- el sistema educativo peruano y en particular la escuela de gestión pública emplea en la práctica una imagen objetivo de su éxito -una escuela ideal- que se parece sospechosamente a una estampa de 1960: la edad dorada de las grandes unidades escolares, tenidas por verdaderos emblemas de orden y eficacia, con el añadido del prestigio que se asociaba entonces a los docentes y a la elevada tarea de la enseñanza. No es aventurado afirmar que una parte muy vocal de nuestros mayores expertos en educación -mayores en prestigio y en edad- se darían por satisfechos si en 2015 cada escuela pública del país “alcanzara” en brillo y logro de aprendizajes al del Colegio Guadalupe de medio siglo atrás: orgullo peruano / cuna de héroes y hombres de valor / que en el arte, en la ciencia y en la guerra / destacaron con gran pundonor.

El detalle de que esta forma de organizar el servicio y ese supuesto éxito -no se conservan mediciones comparables- estaban asociadas a servir las necesidades de una sociedad estamental y a una pirámide poblacional rígida y con escasa movilidad social, y por lo tanto a una población escolar relativamente pequeña, es pasado por alto en esta construcción de una imagen objetivo. Más gravemente, también se pasa por alto que la sociedad global de 2030 o 2040, de la que formarán parte nuestros alumnos de hoy, exigirá competencias no sólo algo distintas a las que requería la concreta realidad urbana del Perú hace medio siglo (que les proporcionarían esos cincuenta mil nuevos, pero regresivos, Colegios Guadalupes), sino fundamentalmente diversas: porque las condiciones que se muestran como altamente probables en el futuro mediato de aquí a 2040, algunas de las cuales mencionaremos en las siguientes páginas, no son conocidas y menos abordadas desde un sistema educativo nacional resuelto a saldar cada una de sus cuentas con el pasado antes de echar una mirada -siquiera mínima- al futuro.

De otro lado, de estar los actores del sistema educativo al tanto de los escenarios en los que más probablemente devendrán las tendencias ya evidentes en el presente, ello no garantiza que estén en capacidad o tengan la voluntad de abordarlas. Este déficit es complejo y merece ser explicado.

Los sistemas educativos son, por su propia naturaleza, conservadores.  Constituyen la herramienta por la cual una sociedad, en su intento de afianzar su autoimagen, preserva en la práctica un status quo, un determinado modelo del mundo. No es esta la visión que comúnmente se tiene de los sistemas educativos; menos aún la que ellos suelen tener de sí mismos. Lo que suele tenerse por cierto es que la educación es para la sociedad un instrumento de cambio, un banco de alfarero donde se conforma y modela el futuro según los deseos y designios de un proyecto común orientado a valores elegidos como el progreso, la equidad, la integración, y que varían de sociedad a sociedad.  

En contraste, pensadores como Umberto Eco o Georges Steiner en las pasadas décadas, o Alessandro Baricco más recientemente, han mostrado que las sociedades son (en grados y también signos diversos para cada uno de estos autores) refractarias al cambio, y que lo que suelen hacer es edificar una verdadera muralla en torno a lo que estiman como el núcleo de su cultura con el fin de proteger el status quo de la ‘barbarie’ que representa su transformación, entendida y temida como acabamiento. Desde la fundación de Atenas no hay generación humana que no proteste por la degradación de valores entre sus miembros más jóvenes, y cómo ella anticipa el fin de todo lo valioso. Para los fundadores y refundadores sociales, es tarea urgente, en consecuencia, proteger a la sociedad de esa deflación de valores, colocar un cerco que permita preservar y enaltecer ese conjunto elegido por ellos. Esta muralla tiene como elemento estructural importantísimo el sistema educativo, desde la socialización inicial hasta la especialización superior: la educación reproduce al ciudadano existente, el que que la propone, financia y rige. Es así que cuando las sociedades cambian no lo hacen desde sus escuelas siguiendo los planes de las viejas generaciones: el cambio lo hacen las generaciones más jóvenes muy a pesar de planes y escuelas, quebrando y a menudo traicionando los valores que estas se han preparado a preservar y transmitir, y exhibiendo otros nuevos que les son y serán propios, hasta que la rueda gire nuevamente y les corresponda preocuparse.  

Pero el simple giro de la rueda generacional no basta para explicar a qué nos enfrentamos esta vez. El tamaño del cambio al que hemos dado inicio quienes ahora vivimos no tiene precedentes en la historia humana. Acaso el momento más trascendental de dicho recorrido (medido en su impacto en bienestar, en productividad, en generación de energía, en velocidad de transporte, en longevidad…) haya sido la Revolución Industrial. Uno de sus efectos -lo ha explicado Ken Robinson- es el modelo industrial de nuestra educación. (“No tuvimos la Revolución Industrial porque hicimos un cambio en los sistemas educativos. Hicimos los sistemas educativos porque tuvimos la Revolución Industrial”.) Vista así, la educación industrializada no es uno de los efectos menores de ese enorme cambio. Es, de hecho, la herramienta que el siglo XIX ideó para mantenernos activos y productivos en el élan industrialista: extracción de materia prima en zonas rurales, rutas y medios de transporte optimizados, transformación en fábricas en la orilla de ciudades, provisión de insumos adicionales provenientes de otras usinas, transporte para el personal de dichas fábricas, comercio de los bienes producidos, horarios de trenes, escuelas y comedores: es decir  normalización, predictibilidad, presupuestos, planes quinquenales, y algunos tolerables ribetes de liberal arts para mantener quietos a los inquietos. En nuestro Colegio Guadalupe ideal de 1960 los muchachos aprenderían, si todo salía bien, a incorporarse a ese mundo, a ser ese mundo que puso en marcha James Watt con la máquina de vapor y cuya expresión local más visible acaso fue el Ingeniero Echecopar, protagonista de Collacocha, cuyos valores persisten, qué duda cabe, en nuestro actual sistema escolar y en no pocas universidades.

Pero incluso ese mundo estable cambió: cien años después de su aparición, los sistemas educativos recién están poniendo cierta atención al hecho de que un vigoroso sector terciario de la economía -el sector servicios, hijo tardío del industrialismo- parece ser la seña de una sociedad desarrollada pero sostenible; de modo que incorporamos a la escuela la noción de servicios y de emprendedurismo sostenible: tener un empleo en la industria no es ya la única manera legítima de ganarse la vida y contribuir al bien común. No ha sido una reacción rápida; y lo que esta nueva estrategia se propone e idealmente alcanza a preservar es, admitámoslo, no más moderno que la Suecia de 1980. Después de todo, ABBA no fue un mal modelo post-industrial de negocio.

Pero, como se viene anticipando desde hace más de una década, el cambio que sobreviene esta vez es mayor aún. Sucede ahora algo que apenas se dejó sentir antes y durante el siglo XIX: que la propia naturaleza humana está en transformación. Siempre lo está- sólo que hace doscientos años tal cosa era inadmisible. Aunque la evolución era un hecho relativamente aceptado por la comunidad científica incluso antes de Charles Darwin, el hecho de que ésta seguía su curso y que moldeado por su aparato tecnológico (en general, por su cultura) el ser humano estaba todavía en un curso de transformación física y mental estaba fuera de toda consideración. El hecho de que la transformación evolutiva de nuestra especie sigue adelante es un dato reciente, basado primero en estadísticas de talla -somos gigantes en comparación con los sumerios- luego en el registro fósil de la capacidad craneana (que muestra que, por ejemplo, el cerebro del Homo Sapiens Sapiens alcanzó un volumen máximo hace cuarenta mil años y que -desde que se extinguieron los Neanderthal- el tamaño del nuestro cerebro disminuye).

No lo vimos porque estaba disfrazado detrás de una serie interminable de cambios generacionales, la mayoría de los cuales eran imperceptibles o casi nulos, pero donde unos cuantos -debidos a cambios en la alimentación, o en las condiciones de salubridad, o en el entorno sensorial (más ruido, nuevos y penetrantes olores, alumbrado nocturno)  representaban verdaderos saltos adelante o atrás en las capacidades humanas. Sin tratarse necesariamente de cambios en el patrón genético, tienden a afectarlo en el mediano plazo debido al Efecto Baldwin. De este modo, las diferencias que tenemos con nuestros antepasados no son sólo culturales: se han hecho genéticas; mal, entonces, está entender estas diferencias como una condenable desviación de una esencia humano invariable, a ser defendida en el aula.

Pero revisemos el argumento. La primera parte es bastante conocida y la resumimos aquí: es del todo presumible que, por ejemplo, cuando se inventó la escritura, los viejos que solían poner gran valor en las capacidades individuales para la memoria se rasgaran las vestiduras debido al facilismo y al desprecio por las capacidades de la memoria humana que representaba consignar cosas por escrito. Los maestros (orales) debían rechazar por principio la nueva técnica, construir una muralla protectora en torno a la mnemotecnia. En la versión platónica del mito, Toth ofrece la escritura a los hombres como un phármakon: a la vez remedio y veneno (el resultado dependerá de su empleo); pero este ambiguo regalo, que los hombres reciben favorablemente, es decididamente mal visto por los demás dioses. Lo que no sabían los antiguos es que los dioses tenían razón en sus reservas: en efecto ese fármaco nos ha cambiado. A cuatro mil años de su invención, las capacidades actuales de la memoria humana individual son a la vez menores, debido a la escritura, e inconmensurablemente mayores, mediadas por la escritura propia y el acopio de cuanto por escrito se conserva. Sin embargo -sigue la crítica- sucede que todo cuanto mascullaban los irritados maestros orales en Sumeria, China y el antiguo Egipto para condenar el arribo de la baja técnica del escriba a su noble sistema de enseñanza (...esa insoportable costumbre de los alumnos de tomar notas! No aprenden realmente nada! Van con la tabula a todas partes y sólo leen de ella!) lo repiten hoy muchos maestros y preocupados expertos en educación contemporáneos para denunciar el “mal uso” de Internet, de los smartphones y del copy & paste por parte de los alumnos. Es el acabóse, los chicos no aprenden nada, su capacidad de concentración es mínima, el facilismo ha invadido el aula, las tablets deben ser erradicadas del recinto sagrado. Hasta aquí la denuncia usual que ve con condescendencia, y poca simpatía, el hecho que los maestros confirman a través de los siglos el carácter conservador de su tarea y la lentitud con que su arte acoge innovaciones, mientras que el cerebro de sus alumnos se orienta a capacidades diferentes (y disminuye de tamaño, aunque esto nada afecte su inteligencia general).

No obstante, según hemos anticipado, el argumento usual se queda corto. Aunque los alumnos -sobre todo desde la Revolución Industrial- se distancian progresivamente de sus maestros y se trocan en una generación distinta, con rasgos propios y competencias adecuadas al mundo cambiado en el que les toca vivir, esta vez están yéndose más lejos y siendo más diferentes que nunca antes; y con ayuda de la tecnología están en proceso de convertirse en otra cosa aún más alejada de quienes tienen a su cargo educarlos. La tecnología siempre hace esto: pero esta vez se trata de tecnología que afecta directamente el modo como aprendemos, recordamos e incluso sentimos. Sería muy extraño que el cambio así impulsado no arremetiera gravemente contra la muralla educativa, y que el impacto no la resquebraje como lo está haciendo.

Se ha dicho que si un médico competente del siglo XIX reviviera y fuera llevado a un quirófano contemporáneo, no sabría ni cómo empezar a usar un solo instrumento: pero si un maestro del mismo siglo (o del XVIII, o del XVII...) arribara de súbito a una clase contemporánea de trigonometría en una de nuestras secundarias, le bastaría tomar la tiza y empezar la lección. Es notable que, bajo la noción de que su tarea preserva a través de estos ademanes básicos y fundamentales algo noble y sin duda central para la experiencia humana, haya maestros que relaten esta diferencia con orgullo.

No debe, pues, sorprendernos que la escuela fracase y se frustre desde hace siglos en la preservación de ese fantasma noble y central, la “naturaleza humana invariable”, “lo esencialmente humano”. No se lo puede preservar desde la escuela o desde ninguna otra parte, porque no existe. Es un proceso de cambio conocido: la biología evolutiva lo llama especiación. En nuestro caso empezó a manifestarse hace cientos de miles de años y, en tanto proceso, se ha mantenido activo, acelerándose o ralentizándose según variaba el entorno y nos afectaba el Efecto Baldwin, hasta nuestros días. Sería ilusorio suponer que la muy reciente invención de los sistemas educativos detiene el proceso.

martes, 7 de enero de 2014

WHAT’S NOT IN MY RUNS


Oneness with Mother Nature. I rather see it as a measure of abstract inclines and terrains and distances and temperatures against my repertoire of movable quantifying devices. I count, therefore I run.

Brotherhood. That We-band-of-brothers’ kind of hype. I run alone, and everyone I meet on the road is sharply different from me: in purpose, or age, or attire, or shape, or history, or scope. Mostly, in everything at once. Obviously, I plan not to cross-check this facts.



Conversation. Ditto  -anyway, I needn’t go running to perpetually shut myself up.

Discipline. As anything you are born into is not techology but “stuff”, anything intimate I command in order to run is not discipline, but “myself”.

Progress. For the last decade or so, what I do is decline in a controlled manner, and meditate about it.

Climbs. “My” climbs are real, vertical routes up rock walls, and when you confront those you are not running but climbing, which is a slower, riskier, and brainier game altogether. Everything less than 70-degree slope is called a scramble.

Sponsorship. I understand less and less the fact of running with your body covered in brands. I couldn’t name the maker of anything I am wearing, using or ingesting while running, and couldn’t care less about it, save the fact that every item was acquired, manufactured or adapted by myself in the cheapest possible way.

Music. I do not consume music. I behave as if there was already too much of it back in ‘85, and when in the mood involve myself in some (always the same) selective replays. Never when running. I get distracted too easily. I cannot even hum while counting.

Positioning device. I am reasonably good at remembering detours, turns and landscape features and rely on Google Earth to help me determine what I did or what to do. Sometimes I did take a kid’s compass with me.

Appreciation of the surroundings. I run either with my eyeglasses removed and tucked into a pocket, or with awfully old, dirty and ill-graded contact lenses which give me watery eyes and are nearly useless.

Mileage. I run metric. Meters, at meters per minute speeds. Minutes per mile estimates drive me crazy. I even despise minutes/km estimates.

Nutrition. I eat anything, anytime. Quantities may vary.

Adequate protection. Sunscreen might eventually go onto my neck and shoulders when UV-risk gets over 15 or so. A wool cap covers my ears for long cold runs (say, under freezing) but that’s all the lid youll ever see. I wear shorts whenever temperatures are minus 12 centigrade or more. Then again, some would call inadequate to live without health insurance, but I also manage to pull that one off.

Regrets. Something really good must be going on with my running since without all the preceding getting in the way, I do get from it lots of fun, challenges and satisfactions, sound health, time to think and a marvelous sense of joy.