¿Por qué me encargo a mí mismo untar en el relato la
esencia de la palabra? ¿Cuál es la razón por la que me tardo así en encontrarla,
escribirla? ¿Qué hace la sintaxis en y con mi conciencia? ¿Cuál regula a la
otra? ¿Qué heredé, qué hago herencia? ¿Y qué me pongo entonces los lunes para
ir a trabajar?
He sido un escritor. Esto que hago aquí con tanto
esfuerzo -idear y construir oraciones gramaticales, darles un sentido
diferenciado, apiñarlas en ritmos hábiles- ha sido una de las actividades más
cotidianas y fáciles que he desempeñado en este medio siglo de adolescencia.
Llevaba quince años de práctica cuando alguien me hizo ver que quizá fueran de
interés para más personnas. O para
alguna –habida cuenta de que era yo quien no llevaba máscara.
Sé que, hasta cierto punto, ha sido un sucedáneo de
esa conversación que no tuve. Tal fue una certeza temprana: pero empezó,
además, como una certeza absoluta. Reclamé en papel al mundo la interlocución
que me negaba; y mi ferocidad era apenas reactiva.
Sólo después supe que lo que escribía y el acto de
escribirlo eran en mí lo mismo: indiscernibles y confundidos, a la vez vela y
viento. Si acaso había allí algo que esclarecer no era el hecho de ser un
escritor, o el sentido de escribir, sino su ser único pero trabado y entretejido,
un estorbo complementario de sí mismo... Y que era allí, no en lo otro, donde
la vieja ferocidad reposaba –si acaso hubiera que despertarla.
Ahora, por vez enésima, escribir es un esfuerzo. El
creciente tuiteo del mundo, la exhaustiva atomización del logos, me ha dejado dinosaurio, extenuado, extinto. Para aliviarme,
he dado en suponer –sin otra prueba que la constatación íntima, continua, por
demás suficiente- que lo que distancia a este escritor que soy de aquel que fui
es una triste patología, una mala conexión, una pésima senal, un modo avión, para usar las pobres
metáforas de moda.
Ese malestar intracraneano existe, pero cabe también
saber que no es determinante. Le he repetido a un pelotón de sicólogos,
coaches, siquiatras y neurólogos que yo no busco una cura: busco refutación. Y
esta bastante claro que ya no la merezco. He dejado fugar al tiempo, he
percudido un sinnúmero de oportunidades de ser yo mismo y he preferido ejercer,
ser, mi patología.
Pero esa determinación ha sido y es errónea.
Quien me leyó ya me refutó: no conoceré detalles. Y
sospecho que aquella vieja conversación inexistente (pero ah, tan divertida) no
me los daría tampoco. Preveo que en el futuro deberé avanzar prescindiendo del
supuesto de que tales nobles lecciones provendrán del exterior. La refutación
duerme, íntima, al lado de la ferocidad. Acaso es a ella a quien hay que
despabilar. Primero.
Según cierta anécdota –ahora falsa a fuerza de tres
mil años de repetirla– Homero, en un arrebato de fastidio o resentimiento por
una broma que le hicieron unos pescadores acerca de unos piojos, broma que no
comprendió, se preparó un epitafio en el cual se llamaba a sí mismo “divino
Homero” y explicaba que “puso en orden (kosmétora)
a los Héroes”. Soy capaz de ese mismo resentimiento (de remedar su pequeña y
desafiante talla homérica) de fastidiarme aquí por la larga broma que yo mismo
me he hecho a propósito de mi piojería mental, y que recién entiendo.
A modo de epitafio de esa excusa, empezaré por poner
en orden a algunos congelados héroes.