Como he contado
alguna vez, a inicios de los 90's y durante algunos meses yo viví en una caja de
triplay a un par de kilómetros de Segunda Jerusalén, en la selva de San Martín,
junto con una festiva comunidad de obreros (durante el día) y de insectos (durante
la ardua noche).
Quienes
recuerden mi relato “Exoesqueletos” quizá hayan sospechado que la historia
tiene poco de inventada y mucho de grito de angustia y de horror. No es que las
escolopendras o las cucarachas voladoras me susciten miedo: lo atroz provenía de su número. Lo peor eran los zancudos. El trompeteo no dejaba dormir y juro
que eran capaces de picar a través de las frazadas.
Como las temperaturas
nocturnas en el valle del Río Mayo pueden rondar los 30 grados centígrados mi solución –embadurnarme
las orejas y manos de Mentholatum y embalsamarme en mi grueso sleeping-bag alpino
Mountain Experience previsto para 25 grados bajo cero- tenía potenciales
efectos febriles y alucinógenos. Además dejaba el frasquito verde destapado montando
guardia en el único boquete que quedaba para respirar, como para disuadir a
cualquier intruso con alas o patas.
Ahora sé que el mentol activa los receptores opioide-kappa, cuyos
efectos (según Wikipedia) “incluyen alteraciones de la percepción del dolor, de
la consciencia, del control motriz y del humor”. De cualquier manera,
doy fe de que cuando el menthol llegaba a mi cerebro sobrecalentado, es decir
durante seis horas cada noche, detonaba un prodigioso volcán de imágenes –lo que
ya sería interesante de recordar in toto-
pero, más útil para un escritor, las
acompañaba de una maraña de historias entrecruzadas que ya las querrían Balzac
o Gonzáles Iñárritu. Nunca he tenido sueños tan avant-garde, tan noveau cinéma
como en esa curva del km. 468 de la Marginal.
(Desde
luego que siempre he abrigado la duda de si puedo decir que soy yo quien
escribo: la he mencionado cómo hay en el cerebro suficientes hongos y bacterias
con agenda propia, como para que necesiten muchos opiáceos para ponerse a
alucinar…)
Nada
de esto sería demasiado relevante para mis emprendimientos literarios de aquí
en más, si no fuera porque ahora resido en la ciudad de Guatemala, y nuevamente
tengo (yo o mis hongos) acceso legítimo a multitud de zancudos y frasquitos
verdes de Mentholatum. De modo que como efecto colateral de mi lucha contra el
zika y la fiebre Chingunkuya estoy -more
lisergico- trabajando nuevamente al lado de la lúcida colectividad
bacteriana que treinta años atrás escribió Un Único Desierto y del hongo unívoco
y subterráneo, que, intoxicado de picaduras de zancudo, inventó CASA.
Por lo pronto estoy en una historia de la puesta a la venta en Perú de un kit para violadores, que atestigué hace dos noches, y en otra de la llegada de unos extraterrestres-aplicativo, llamados Gnosones, que intercomunicados entre sí le enseñan a cada ser humano-usuario lo que otro aprende, con lo cual en un tris se acaban las diferencias culturales, individuales, deportivas y de género.
Yo
no fui, yo nunca estuve. Fue el Mentholatum.