domingo, 4 de mayo de 2014

Cómo ser un embajador cultural peruano


Me voy a la FILBO en unos días. Llegaré al final, cuando estén desarmando el stand peruano y barriendo el aserrín tras la fiesta. Confío en que la estupenda organización no se decepcionará del tipo y cantidad de público que yo suelo arastrar. No tengo mucha idea de qué diré, pero encontré esta cosa / post que escribí a tramos hace más de un mes, y creo que partes de podría servirme. 



Tengo poco desarrollada (algunos dicen que dañada) la empatía. No me siento especial o notoriamente parte de ese vasto ‘nosotros’ circunscrito por las fronteras del Perú, y de esa manera oponer ‘nuestras’ características a los rasgos de un supuesto ‘ustedes’ (igual de problemático) me parece un ejercicio no sólo inviable sino enteramente imaginario, sin ninguna solidez real.

Esta caución tiene ventajas, como que evita la facilidad de las generalizaciones propias del racismo. Y  también el fácil insulto, las atribuciones de ragos a colectivos, los prejuicios y supuestos arquetipos, el ‘carácter nacional’. Así, no hay por qué suponer al ruso borracho, al judío tacaño, al inglés flemático o al brasileño festivo. Ni frígida a la sueca.

La única distinción que concedo, y que empleo, corta a la gente en dos tipos, basada en cierto rasgo (para mí indubitable) de su conciencia: las personas cuyo pensamiento conozco de manera directa, y las personas cuyo pensamiento infiero. En el primer grupo estoy, por ahora, sólo yo. En el segundo grupo están, por ahora, todos ustedes. Como digo, esta es una herramienta que evita provechosamente la tentación del prejuicio. Esta clasificación no me proporciona base suficiente para atribuirle características previas a este judío, a esta mamá (mi mamá), a esta negra, a este sueca (mi mujer), al chileno de allá (mi editor) a la diputada bantú, al médico búlgaro, al peluquero colombiano que trabaja en mi calle y que no, no es gay. De modo que me obliga a conocer algo más de las personas que quiero juzgar antes de juzgarlas, de quererlas. No odio a nadie de manera que me ahorro ese tramo del trabajo.

Se comprenderá entonces que desde este punto de vista los peruanos y los colombianos conforman grupos exactamente idénticos. Por cada genio de un lado del Putumayo hay otro del otro lado; por cada idiota, un idiota; cada escritora intimista, futbolista indisciplinado, abuela narcotraficante o político corrupto colombiano tiene su espejo en el Perú. Y en Bulgaria. Y en Trinidad y Tobago, Corea del Norte, Borneo y Alaska. Ponderar sus diferencias es trampear estadísticamente mediante el empleo de muestras no representativas. Porque contadas por millones –y por millones las estamos contando- las personas somos siempre muy semejantes. ¿Cuáles son, entonces, las diferencias si nuestras poblaciones se parecen tanto? La respuesta es matemáticamente simple. La varianza es mucho mayor dentro de cada grupo que entre los promedios de cada grupo. Los peruanos se diferencias más entre sí de lo que el promedio de ellos se diferencia del promedio de los colombianos, a su vez muy desemejantes entre sí. Se notará que yo no estoy muy interesado en percibir estas diferencias, menos aún en investigarlas, documentarlas, comentarlas. No soy un cronista. Tampoco soy muy hábil. Tengo poco desarrollada la empatía.

Lo mismo sucede entre hombres y mujeres. Aunque Steven Pinker ha mostrado multitud de metaestudios que en conjunto describen, ya si margen de duda, cómo cuando se trata de orientarse en la ciudad “las mujeres” recuerdan lugares y “los hombres” direcciones, cómo en promedio ellos se desempeñan tanto mejor en rotar mentalmente objetos tridimensionales en el espacio, hay algunas (de hecho, hay muchísimas) mujeres más competentes que algunos (de hecho, muchísimos) hombres en rotar mentalmente objetos tridimensionales en el espacio, o en recordar direcciones. Para cada ley general de diferencia entre hombres y mujeres, o de sabrosas diferencias culturales entre peruanos y colombianos, hay millones y millones de contraejemplos. Millones de contraejemplos. Eso debería disuadirnos. A mí me disuadió hace años. No es muy distinto lo que sucede con la comida peruana y mi ejemplo favorito, el huevo frito. Puesto que se cocina en el Perú, el huevo frito es comida peruana. Y pasa lo mismo con mis cuentos y novelas, que son huevos fritos literarios, pero como soy yo quien los fríe, no son menos literatura peruana que los cebiches fusión de Jeremías Gamboa o los suspiros a la limeña de Fernando Ampuero.