Cuando
éramos estudiantes en la PUC, un compañero filósofo, Franco G., famosamente saludaba
a la gente preguntando “¿Qué vendes?”. Eran los ochentas.
Su pregunta encarna un modo de relación con el mundo que él ha hecho eficaz, funcional, filosófica en el sentido más puro. Franco hizo una brillante tesis sobre
mística medieval y pasó a ser Gerente Comercial del Banco de Crédito. Franco vende, y Franco compra algunas
de las cosas que los demás venden. Y lo hace de lo más bien.
Todos
compramos o vendemos, me explicaron, en esta plaza del mercado que es el mundo.
Pero algunas filosofías consisten en su
silencio, como alguna vez tuve que decirle a mi papá, creo. No son
abundantes, pero son. Al paso de los años he comprobado que dos de los modos de
relación con el mundo que más me seducen están encarnados por personajes que
manifiestan una tensión difícil con las compraventas.
Dédalo
coloca productos, pero no puede colocar sus
productos. Dédalo desarrolla dos facetas. Primero es un pescador-artesano de las
islas Cícladas, que fabrica estatuillas de madera o de piedra.
El hecho
evidente de que esas estatuillas son básicamente cilíndricas y de superficie
lisa, aptas para ser insertadas en orificios femeninos, no ha sido
suficientemente esclarecido. Así que, si se considera este ángulo, se verá que
su oferta no es la demanda. Aunque ocasionalmente introduce uno de sus productos al mercado.
-¿Qué vendes? -le pregunta un filósofo de la PUC.
-Placer
–responde, tras un largo rato de pensarlo. Y añade -bajo un compromiso, un pacto
de silencio.
(No
son los ochentas: es el siglo treinta y dos antes de Cristo.)
Por
otro lado Dédalo es un hombre de servicios. Un consultor. Vende soluciones a
Pasiphae, a Cócalo, a Minos. Diseña el proyecto y a veces tambié se lo
encargan. Nunca entrega el producto tal como lo necesitaba el cliente, ni
tampoco tal como él mismo lo concibió. Eso lo mete continuamente en líos. Una
vez hizo una venta grande, pero la recompra era poco menos que imposible.
-¿Quién
necesita laberintos? –se lamentaba.
-Lo
que tienes que preguntarte –le replicó Atenea, fingiendo una habilidad para el
mercadeo que en realidad disfrazaba lecturas de Camus- es quién tiene monstruos
qué esconder.
Robinson
Crusoe no actúa para los demás. Sus actos dejan de ser actos privados sólo de
manera póstuma Y en el relato (huir de la isla con vida lo depoja de ser
Robinson: por tanto, es sólo una forma menor de lo póstumo). Algún viernes Franco
G. se encuentra con una huella en la playa. Levanta la vista, ve a este hombre hirsuto
cubierto de pellejos de cabra y armado hasta los dientes.
-¿Qué vendes?
¿Qué
vende, pues, Crusoe? Su desgaste. No
su permanencia igual a sí mismo. No sus (muchas veces exitosos) esfuerzos de
adecuación a su miserable circunstancia o de mejora de su espacio, de su
mobiliario o de su alimentación. Lo que Robinson vende es el hecho de que, no importa
cuán buenas o eficaces sean esas iniciativas, al final lo que queda es una
inecuación: una pérdida neta, una sumaria inadecuación que hace que –la frase
es de Cortázar- allá en el fondo está la
muerte, pero no tenga miedo.
Robinson
vende entropía. La neta conciencia del neto descenso a la tumba. Y, como a Dédalo,
nadie le compra. Y eso está bien.
Algunas
filosofías consisten en su silencio, y este blog mío es casi perfecto para eso.
Es el blog que Robinson escribe sobre cortezas que luego pierde.
O
se le pudren.
O
arroja al mar -sin links, sin RSS feed, sin botella.