martes, 26 de febrero de 2013

La suave parodia de un presente



Ni siquiera estaba seguro de que una tarea como esta –no escribir más– sería posible. Había hecho enormes esfuerzos antes: esfuerzos que me definían, de alguna manera; mi pasado era el pasado de un escritor que no escribe. Así hay muchos. Yo –a través de los años- había terminado siendo un modelo inusual, si bien no inédito, de escritor. Yo era Bartleby, decían la crítica, Vila-Matas, mi propio pecho adolorido. No era así. Yo no prefería no hacerlo. Yo no lo hacía, y en ese largo, cuidadoso , consistente ejercicio de inacción estaba de alguna manera mi esencia.

A veces leo a escritores que ponderan Su acto de escribir, y dan una –para mí- (desmesurada, incomprensible) cantidad de atención a lo que haría Su Público frente a Su Texto. Es decir, al resultado de su operación comercial (dicho en el buen sentido, digamos el bíblico: en el que alguien tiene comercio con algo). Esa perspectiva siempre me informa de lo mismo: que mi escritura es autista, que mi lector es un dato muerto, que su materia siempre ha pesado allá afuera, como -por ejemplo- la conciencia de que en la India hay elefantes, o que es peligroso caminar por los mercados de Bagdad; pero que eso no cambia mucho lo que hago día a día yo frente al teclado.

Hasta cierto punto esto es un mail. Escribir mails siempre me gustó, o, digamos mejor, me gusta desde que escribo mails, que es poco después de que existieron los mails. Me hizo quizá inmune al diálogo, al artículo académico, o al ensayo riguroso. 


Soy una persona vieja que ha recorrido un arco de tecnologías mayor que el que recorrió cualquiera de  mis antepasados. No sé si pueda decirse lo mismo de mis hijos. Pienso que las tecnologías que ellos afrontam, usan, disfrutan o detestan se parecen más entre sí que el repertorio que a mí me tocó discernir.  Yo nací a mediados del siglo veinte, es cierto, pero devine paleolítico en cuanto pude, y en las copas de los árboles y bocabajo en las quebradas rocosas y escaleras de caoba yo hacía que mis sensores percibieran las fronteras el Espacio. Yo, un juvenil, era el feliz poseedor de un cuerpo equidispuesto en carrera hacia la Edad Industrial mientras lo regía una mente proveniente del borde de la galaxia y apuntado hacia el centro más oscuro del origen de lo humano. En ese cruce de caminos (dualista, debo reconocer, por definición) creí estar confortable… hasta que la revolución, o el oleaje, me sacaron de ese equilibrio infeliz y me hicieron ver que nada podía ser tán fácil ni plácido.

En algún momento perdí incluso el ancla de las palabras, las virtudes de tener un ‘tú’ al cual dirigirse de manera articulada, usando verbos, signos de interrogación, adverbios, comas, dibujitos, adjetivos. Dejé de escribir a mano y dejé de escribir también. Pienso que esto sucedió, entre otras cosas, para que yo empezara a tener un público. Ahora hay en esta ciudad de nueve millones de habitantes como una docena de personas que (en el curso de sus obligaciones diarias, o mensuales, o anuales) conceden unos minutos a darse un placer para mí inimaginable en otra persona, que es leerme. Leer lo que yo escribo, desdoblar el papelito metido por la ventana del auto en el semáforo, el mismo papelito que arrugué y tiré debajo del asiento hace años y que hoy termina como una sorpresiva bolita entre mis dedos cuando limpio de basuras el descuidado piso del auto.

Una de las cosas que me gustaría anotar aquí es que hay un volumen de cosas que guardé -o guardó amorosamente mi madre- estos años y que permanecen encerradas en cajas, húmedas o pudriéndose en las panzas de termitas. Menos de la mitad de aquello está en los cuadernos rescatados de un oblicuo Daniel Smisek. Estimo que la mayor parte está en hojas sueltas, en folders amarillos y verdes, encajonados. Recuerdo –y recordar esto es como combatir a nado una masa de alquitrán- páginas concretas, colores, dolores. Recuerdo uno o dos “Discurso del Hombre”. Años más tarde quise hacer una especie de homenaje a esa desmemoria poniéndole de nombre a alguna ruta “Discurso del Hombre”. No lo hice, finalmente, porque no recordé correctamente el título o porque era más conveniente ponerle a la dichosa vía Días de Hombre. Y pasaron más años, y aquel recorrido –el último que hice en el que superé a Diego, que tuvo que dejar la punta de la cuerda porque hallaba improtegible el paso que yo salvé al rato- terminó por borrarse, como todo, de mi memoria. Sé dónde está: en una quebrada rocosa. Siempre supe qué grado de dificultad llevaba, y recordaba la anécdota (Diego no tenía nada grande con qué protegerla, bajó; yo lo solucioné, fractalmente, con micronueces). Pero el nombre: ah, el nombre se borró, como se borran las letras de esos “Discurso del Hombre”, como se pierde esa cosa que fui en el cruce de caminos en que mi cuerpo y mi mente se encontraban o desencontraban, todos los días durante treinta y cuatro años de vida consciente, entre 1964 y 1998.

Viéndome, en retrospectiva, sé –sabía entonces perfectamente, y lo afirmaba seguido- que yo estaba loco. Que mi educación y mi suma de capacidades no habían logrado evitar o habían terminado por propiciar que yo fuera un desequilibrado vital, con una sumamente tenue inserción en la realidad socio-ecuménica. Y que yo, sabiendo que era un loco contextual, insistía en considerarme más ajustado que los demás a cierta realidad que no resultaba inmediatamente perceptible pero que yo tenía muy bien asimilada –porque estaba en el cruce de caminos, porque gozaba de la perspectiva inusual de quien está boca abajo despatarrado en el descanso de una escalera de caoba y tiene un IQ de más de 150, la mirada singular de quien está mirando la quebrada rocosa desde arriba, colgado de un dedo, y se está ocupando de la próxima ocultación de una de las lunas de Júpiter y de insertar una micronuez fractal para no morirse, mientras. Y esa perspectiva me informaba de que el mundo era esencial, completa, patentemente falso. Si uno se fijaba bien, sobre todo.

Que el mundo sea ilusorio no es algo que se me haya ocurrido a mí. Lo malo es que a mí se me ocurrían variedades ebullentes de esa noción. Se me ocurría que el hecho (ja, el HECHO) de que que hubiera una ilusión suponía una conciencia para la cual cierta cosa parecía real y, pues, no lo era. Para mí ni la conciencia ni la cosa eran patentes, fuera de toda duda. “Descartes es un niño de teta” -frase que no sé si adopté de Héctor Velarde o de Sofocleto- se convirtió en una especie de lema cognitivo. 

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Y los niños y las tetas y los filósofos franceses y las filosofías y elefantes hindúes y las matanzas y alquitranes en Bagdad y los lectores y el cruce de caminos y el bobo muchacho despatarrado en la escalera -sí, también él- se me presentaban de inmediato, sin reflexión o proceso congnitivo requerido, como ilusorios, como aparentes, como falsos. El universo era la buena broma que me estaba gastando Alguien: mi yo anterior, que había registrado esas cosas, incluyendo su propia apariencia, y que me las vendía al nanosegundo siguiente como fenómeno. Y yo compraba. Compraba el ilusorio fenómeno de la ilusión. El obtuso, patentemente falso fenómeno de la fantasmagoría que era el mundo. Y entonces el mundo no era, yo tampoco, y durante treinta y cuatro años la tinta y el lapicero y la hoja de papel cobraron una relevancia especial para el hecho de que algo estaba siendo pensado: el hecho, deleitable por lo material, que algo estaba siendo escrito.

Y entonces, justo entonces nacías : que habías sido expertamente anterior a todo esto.