lunes, 3 de septiembre de 2012

DECISIONES DE KREUTZNAER


Uno elige cosas distintas. La vida transcurre lubricada u obstaculizada según sean esas decisiones, sin duda, pero más importante es haber decidido -de antemano, si hay suerte- qué tipo de decisiones cabe tomar, y cuáles son los mecanismos por los que se tomarán.  Yo, por ejemplo, generalmente no tomo decisiones morales. Con frecuencia tomo decisiones económicas o fisiológicas, y ocasionalmente geográficas y espaciales, pero rara vez morales. Me acostumbré a eso, no sé cuándo.

El otro día expliqué a mi hijo (a quien molestan en el colegio por profesar el ateísmo y defenderlo con ideas) que a título de defensa es posible fundamentar conductas buenas en aparatos intelectuales muy diversos, completamente seculares y distintos por supuesto de la religión, e incluso algunos muy elaborados: pero que no es mi caso.

No incurro en esas profundidades, en parte porque ya no me obliga la academia, pero también porque me ha resultado evidente que la vida no discurre por esos cauces. Que esas construcciones pueden convenir a la discusión profesional entre filósofos, pero no a la vida cotidiana. Expliqué que -como náufrago intelectual en perpetuo tránsito de un islote a otro- mis referencias en cuanto a conducta han terminado siendo fragmentarias, y por cierto escasas: conservo sólo las que brindan alguna flotabilidad y tardan en oxidarse. Que he pasado cuarenta años moliendo y filtrando (queriendo, y sin querer) una montaña de observaciones, consejos, normas, preceptos, aforismos y monita varia religiosas, filosóficas, litúrgicas, éticas, lógicas y legales con batanes de todo tamaño y cedazos cuyos agujeros han cambiado, comprensiblemente, de color y forma a lo largo de esas cuatro décadas. Este proceso ha terminado por rescatar apenas unas cuantas frases: restos varados en la playa, derrelictos, pero piezas de argumentación (o su falta) de cuya interpretación precisa, finalmente, he logrado que dependa mi vida de náufrago. Deciden el tipo de decisiones que tomo, y ellas son mi aparato, mi mecanismo heurístico, mi buena costumbre.

Pondré un ejemplo: la frase de Borges “es posible enseñar valentía”. Se lo dijo a alguien en una entrevista. Es una idea que no he visto repetida, ampliada ni mejor explicada en ningún lado. La guardo y la empleo tal como vino. Desconectada, flotante, inoxidable.

Destacan entre los derrelictos éticos de mi playa dos conjuntos algo más articulados. Entre las cosas que guían no mi conducta, sino mi actitud hacia las conductas (mías o ajenas: en eso consiste la ética) destacan este par de atractores recurrentes: uno, los descubrimientos puntuales del Buda bajo el boj. Dos, las últimas páginas de El Mito de Sísifo, de Camus.

Buda no como el lustroso Iluminado que tantos adoran, sino como el cotidiano Despierto que puede subir contigo al bus: el que escarbó hasta encontrar cuatro o cinco cosas certeras y nos invitó a descartar todo lo demás, incluso –especialmente- todo lo demás que él mismo dijera. Un budismo hiperescueto[1], desprovisto de liturgias, de incienso, rito, unción y plegaria, pero que conserva la conciencia de lo ilusorio, y la caridad. 

En cuanto a esas páginas de Camus, las llevo conmigo (casi de memoria) no como escritas por el  circunstancial agonista de Sartre en el contexto intelectual europeo de mediados del siglo XX –como lo es en la mayor parte de su obra- sino como urdidas por una voz intemporal, pero antigua en su tono, que se limita a explicar al hombre, su sudor y su roca.


A esas angostas playitas a las que llego agotado –como el marino de Daniel Defoe- continuamente arriban también cosas nuevas, restos frescos traídos por las corrientes y veleidades de la neurociencia o la astrofísica. 

Hablaré de ellas en un próximo post.


[1] Creo que es posible dar un paso aun más esencial, quizá un avance en el camino del Tantrayana: conocer que el conocimiento de que todo es una ilusión, es también ilusorio. Y actuar en consecuencia. Es decir, vivir sin siquiera el apasionamiento de estar teniendo la razón al prescindir de ella. Juzgar, sin miedo, sabiendo que en todas direcciones está el error.

jueves, 16 de agosto de 2012

Hic sunt lirones


Caminando por Estocolmo, por sus cuidadas avenidas, parques con calefacción y suburbios islamizados, me entretengo una vez más cavilando en ese arbusto local, modesto y omnipresente, del que están hechos la mayoría de los setos, adornos y obstáculos al paso en esta capital. Debe haber sido una de las primeras cosas vivas que clasificó Linneo, mientras caminaba por aquí mismo. El arbusto no tiene espinas pero es realmente rudo; pierde sus hojas de seis puntas cada invierno y allí están nuevamente los brotes en abril, antes que ningún otro verde.

Me pregunto cómo se llama, no tanto el binomio que le atribuyó Linneo sino la palabra con que lo denominan en la jerigonza local. . Si yo escribiera un cuento o novela sobre esta ciudad, no podría esquivar ese dichoso nombre. No es que la literatura necesite ser así: abrigo la idea de que Fedor Dostoievsky nunca se preocupó por nominar a sus arbustos en su vasta obra novelística –suficiente densidad tenían, supongo, sus diálogos y sus torturados personajes. 

Pero, como los castaños frondosos de París que Vallejo hace intervenir en su poética, este arbusto-se ve- realmente ansía meterse en la literatura, y sin duda ya lo ha hecho en la obra de Astrid Lindgren o Selma Kagerof. ¿Acaso lo describe Stieg Larsson? No sé, no los he leído. Pregunto, como casi siempre, a Susanna, mi joven mujer.
-¿Cómo se llama ese arbusto estocolmiano que está por todas partes?
- Ni idea –replica- !Nunca lo había visto!. Y añade, probablemente con precisión: -Nadie de mi generación sabe esas cosas.

Al día siguiente, de vuelta de dejar a mi hijo en el nido, me cruzo con una madre y sus tres hijos en ruta, también, a los respectivos colegios y nidos. La mujer habla por celular, mientras empuja un cochecito doble con un niño de cuatro y otro de dos años: el mayor concentrado en un Ipod, el mocoso luchando ferozmente contra una consolita de dos botones. Detrás de ellos camina una niña de siete u ocho, con la vista fija en un Ipad, mientras a 225 millones de kilómetros de allí el Curiosity tropieza con una piedra interesante y -como yo con el arbusto, o con el blog- se pone a pensar qué hará a continuación.