Uno elige cosas distintas. La vida transcurre lubricada u
obstaculizada según sean esas decisiones, sin duda, pero más importante es
haber decidido -de antemano, si hay suerte- qué tipo de decisiones cabe tomar, y cuáles son los mecanismos por los que se tomarán. Yo, por ejemplo, generalmente no tomo
decisiones morales. Con frecuencia tomo decisiones económicas o fisiológicas, y
ocasionalmente geográficas y espaciales, pero rara vez morales. Me acostumbré a
eso, no sé cuándo.
El otro día expliqué a mi hijo (a quien molestan en el
colegio por profesar el ateísmo y defenderlo con ideas) que a título de defensa
es posible fundamentar conductas buenas en aparatos intelectuales muy diversos,
completamente seculares y distintos por supuesto de la religión, e incluso algunos
muy elaborados: pero que no es mi caso.
No incurro en esas profundidades, en
parte porque ya no me obliga la academia, pero también porque me ha resultado
evidente que la vida no discurre por esos cauces. Que esas construcciones
pueden convenir a la discusión profesional entre filósofos, pero no a la vida
cotidiana. Expliqué que -como náufrago intelectual en perpetuo tránsito de un
islote a otro- mis referencias en cuanto a conducta han terminado siendo fragmentarias,
y por cierto escasas: conservo sólo las que brindan alguna flotabilidad y
tardan en oxidarse. Que he pasado cuarenta años moliendo y filtrando (queriendo,
y sin querer) una montaña de observaciones, consejos, normas, preceptos,
aforismos y monita varia religiosas,
filosóficas, litúrgicas, éticas, lógicas y legales con batanes de todo tamaño y
cedazos cuyos agujeros han cambiado, comprensiblemente, de color y forma a lo
largo de esas cuatro décadas. Este proceso ha terminado por rescatar apenas
unas cuantas frases: restos varados en la playa, derrelictos, pero piezas de
argumentación (o su falta) de cuya interpretación precisa, finalmente, he
logrado que dependa mi vida de náufrago. Deciden el tipo de decisiones que
tomo, y ellas son mi aparato, mi mecanismo heurístico, mi buena costumbre.
Pondré un ejemplo: la frase de Borges “es posible enseñar
valentía”. Se lo dijo a alguien en una entrevista. Es una idea que no he visto
repetida, ampliada ni mejor explicada en ningún lado. La guardo y la empleo tal como vino. Desconectada, flotante, inoxidable.
Destacan entre los derrelictos éticos de mi playa dos
conjuntos algo más articulados. Entre las cosas que guían no mi conducta, sino mi actitud hacia las conductas (mías o
ajenas: en eso consiste la ética) destacan este par de atractores recurrentes: uno,
los descubrimientos puntuales del Buda bajo el boj. Dos, las últimas páginas de
El Mito de Sísifo, de Camus.
Buda no como el lustroso Iluminado que tantos adoran, sino como el cotidiano Despierto que puede subir contigo al bus: el que
escarbó hasta encontrar cuatro o cinco cosas certeras y nos invitó a descartar
todo lo demás, incluso –especialmente- todo lo demás que él mismo dijera. Un budismo hiperescueto[1],
desprovisto de liturgias, de incienso, rito, unción y plegaria, pero que conserva
la conciencia de lo ilusorio, y la caridad.
En cuanto a esas páginas de Camus,
las llevo conmigo (casi de memoria) no como escritas por el circunstancial agonista de Sartre en el
contexto intelectual europeo de mediados del siglo XX –como lo es en la mayor
parte de su obra- sino como urdidas por una voz intemporal, pero antigua en su
tono, que se limita a explicar al hombre, su sudor y su roca.
A esas angostas playitas a las que llego agotado –como el
marino de Daniel Defoe- continuamente arriban también cosas nuevas, restos
frescos traídos por las corrientes y veleidades de la neurociencia o la
astrofísica.
Hablaré de ellas en un próximo post.
[1] Creo que es posible dar un paso aun
más esencial, quizá un avance en el camino del Tantrayana: conocer que el conocimiento de que todo es una ilusión,
es también ilusorio. Y actuar en consecuencia. Es decir, vivir sin siquiera
el apasionamiento de estar teniendo la razón al prescindir de ella. Juzgar, sin miedo, sabiendo que en todas direcciones está el error.