miércoles, 17 de septiembre de 2008

Descubrimiento

Acabo de entender lo que pasa con mi vida. Cada mañana despierto en otro año y en otro sitio. Todos los días: desde siempre.

A veces me despierto y tengo que ir al colegio y no encuentro mis cuadernos ni mi libro de biología ni mi maletín de lino porque anoche yo era un importante funcionario en el Ministerio y tenía que revisar unos presupuestos y me acosté tarde y estaba muy cansado y no sé dónde dejé todo.

Despierto acostado con B cuando anoche estaba enamoradísimo de A. Al día siguiente B no existe aún, pero A ya me detesta. Es confuso: sé que algunas veces he intentado comprobar estos sentimientos por teléfono y he obtenido por respuesta a veces reencuentros, más frecuentemente grandes imprecaciones… y a veces más grandes reencuentros que no ayudan a entender lo que verdaderamente está pasando, y que ahora, finalmente, he descubierto.

A veces despierto siendo un viejo y no me acuerdo de nada y es porque el día anterior era un niño que lo sabía todo. A veces despierto singularmente sobrio después de una borrachera con la que me aturdí veinte años atrás. A veces me acuesto adolescente y rabioso y amanezco consultor que debe ir a la oficina, y entonces el documento del proyecto que tengo que redactar esa mañana se va al cuerno y escribo un poema cosmogónico apto para 1976. A veces despierto colgado de una pared a doscientos metros del suelo cuando anoche era un señor cargado de hijos que hace muchos años que no entrena, y no tienen idea de lo que hay que hacer entonces para salir con vida de eso.

Esto ha sido muy confuso, hasta que en algún momento -como estrategia de supervivencia, supongo- aprendí a actuar como que todo es muy normal y a poner cara de que las cosas en verdad no son de esa manera, sino que mis días van en el orden que sugieren los almanaques. Recién ahora me he dado cuenta de la verdad: que vivo a saltos a ciegas en un calendario agujereado.

lunes, 8 de septiembre de 2008

El fin de la historia y el último cholo

DEL INSULTO COMO CHOLEO Y VICEVERSA

¿Han sido o son discriminados Tanaka o Twanama? Probablemente sí. ¿Nugent, Bruce? Quizá. En cuanto a mí, yo nunca me he sentido “ninguneado”, probablemente (supongo, pero espero refutación) porque nadie se atreve a hacerlo, pero es mucho más probable que muchos lo hagan y yo simplemente no lo entienda. En todos los casos ha de haberse tratado de un ninguneo sin consecuencias prácticas.

Semanas atrás, de un puñetazo, le abollé a una señora la puerta de su flamante Nissan AD. Supongo que llamó a la policía y quizá a un canal de TV –había un crew filmándome frente a mi garaje, cuando abordaba mi auto la siguiente mañana. Al margen de la anécdota y de sus consecuencias inciviles o penales, lo que me pregunto es qué estaba expresando yo con ese golpe (aparte de la furia de haber sido atropellado). He llegado a que se trataba, en efecto, de una búsqueda de reconocimiento, un “no te puedes jugar así no más conmigo”. Tampoco puedes, desde luego, atropellarme impunemente con tu Nissan AD cuando voy en mi bicicleta y tengo derecho de paso. Pero no sé si cabe llamar a esto una reacción al ninguneo. Quizá lo sea al insulto que ella propuso, imprecación que, por cierto, no contenía ni un ápice de racismo.

Siento que me excluye de las teorías vigentes acerca del racismo el hecho de que cuando se discute el tema se lo ejemplifique con insultos. Para que una persona insulte a otra ni siquiera necesita ser racista. Sólo necesita estar enojada, haber perdido el control, y probablemente ser en general poco inteligente. Yo difícilmente insulto, por lo que, bajo esos modelos de análisis, me resulta difícil saber si soy o no racista. Tiendo a pensar que no lo soy. JAMÁS he gritado ni dicho ni insinuado ni pensado siquiera “cholo de mierda”. Hasta me ha costado un montón escribirlo, ahorita... No lo necesito, no me alivia, no me sirve, y además no me suena. Prefiero otras formas de expresión, y eventualmente facetas más ingeniosas del desdén. Ya he mostrado una, pero responder una agresión con otra no es siempre lo más estético. Ofrezco un mejor ejemplo.

Cierta vez, conduciendo mi automóvil en uno de los barrios más privados de Lima, me topé frente a frente con otro vehículo en una calle de doble sentido que tenía cerrado uno de sus carriles por la morosidad de algún sedapal. El carril que estaba abierto era el mío. Deceleré apenas, confiando en que “el otro” respetaría la norma que concede el derecho de paso al que está en el carril abierto, en este caso, a mí. Pero “el otro” aprovechó este gesto de prudencia para meterse criollamente al largo y estrecho callejón al cual, para decir verdades, yo también había ingresado ya. Así que tras sendos frenazos nos encontramos frente a frente: uno de los dos tendría que retroceder. Yo miré a la cara del conductor del otro vehículo, y me reí de él de buena gana. Sólo había una manera de tratar a alguien así. Apagué el motor, abrí la puerta de mi automóvil y bajé con el arma más contundente que había a mano: un delgado ejemplar de La Gaya Ciencia que había en la guantera. Con el librito en la mano, me encaramé sobre mi propio vehículo, puse la espalda contra el parabrisas, crucé las piernas y me puse a leer ostensiblemente a Nietzsche. Yo no tenía prisa, pero tampoco ganas de insultar a nadie en función a su color de piel, a pesar de su evidente incapacidad para la convivencia civilizada. En verdad ni siquiera deseaba hablar con esa persona: quería que se fuera. Añádase a esto el hecho de que mi auto era (sigue siendo) un Escarabajo VW muy maltrecho, de tres honorables décadas de edad y sin un lavado reciente, y que el otro era una Mitsubishi Montero 4x4 nuevecita, plateada, cuya luz direccional trasera izquierda probablemente costaba más que el total de mi vehículo. El pata soportó un rato la opresión del absurdo, luego pronunció algunas sílabas con su boca, presumiblemente, y se marchó en retroceso. También pudo haberme disparado o pasado por encima.

Yo no choleo. Tampoco creo que un imbécil con 4x4 que cree que todo Camacho es suyo deba motivarme a denostar a toda la raza dizque “caucásica”. Prefiero burlarme de él, enrostrarle sus contradicciones. No las de “ellos”: las de él, suyas e indivisibles.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Presentación de EL CÍRCULO BLUM

El año pasado, en una banca de la tranquila y blanca placita de Cayma, en Arequipa -junto a un perro flaco que me sonreía y que terminé por creer que era parte del libro- leí EL CÍRCULO BLUM, de Lucho Zúñiga. Semanas más tarde tuve la oportunidad de hablar en su presentación, invitado por el autor y por Borrador Editores. Lamentablemente el documento se me extravió al rato y recién hoy lo he encontrado rebuscando en un disco duro ajeno. He aquí el texto que leí esa noche.


Volteando a mirar en círculos

En dos diferentes momentos de mi vida he dirigido revistas de deportes de aventura. Tratando de corregir las penurias de esa tarea ingrata, leía editoriales de revistas más logradas publicadas en el extranjero. En una de ellas di con esta descorazonada frase: “el periodismo escrito de deporte de aventura es gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer”.

Más tarde me ha parecido que este es también el emblema de algunos escritores peruanos, entre los que me incluyo. Gente que no sabe escribir, permítanme precisar, profesionalmente: porque la literatura no es el oficio para el cual nos adiestró la universidad. El absurdo juego de esta cohorte de no-escritores es escribir para un no-público, para un público que no lee, para jóvenes adultos que votan sin informarse, para maestros de matemáticas que ignoran el procedimiento que hay que seguir para hacer regla de tres. Y sin embargo algunos autores escribimos para formar parte de ese juego secreto y, pues, a veces inútil, y metemos mensajes en botellas y la arrojamos a nuestro pequeño mar de lectores y esperamos, confiando en que algo sucederá.

Ahora bien, parece que algo está sucediendo. Mi primera ojeada a El Círculo Blum me produjo la incómoda sensación de que hace ya algún tiempo yo escribía este tipo de cosas, pero que me daba pudor revelarlo. Pasaron 20 años hasta que me atreví a publicarlas. Entre nosotros, por entonces –inicios de los ochenta- el relato fantástico, autoreferente, libresco no estaba maduro; el público lo estaba menos aún para dirigir la mirada a algo que no fuera el malditismo urbano que empezaba a desesperarse de cien años de indigenismos. Ahora las cosas vienen cambiando y quiero creer que en algo contribuí a su actual posibilidad; que tal es el papel que se me ha pedido que desempeñe en esta presentación.

Mi interés inicial con El Círculo Blum tuvo que ver, en primer lugar, con la proposición de que la historia que allí se narra interactúa con (lo que es más que decir que “contiene”) una logia o sociedad secreta: afanosa, como todas, por hacerse conocer. Esto me recordó a las cofradías que inventaba o fundaba el mago y ocultista inglés Aleister Crowley a fines del XIX, cofradías que pronto se veían refutadas –pantáculos y azufre de por medio- con otras contrarias que también inventaba el mismo Crowley bajo otro nombre.

Mi segundo interés fue despertado por el hecho de que la mecánica celeste intervenía en la anécdota, mediante la proporción de un famoso eclipse solar, el más largo en los últimos siglos. La celeste es la más predecible de las mecánicas, una con la que uno no puede darse el lujo de trastear y equivocarse. Me pregunté: ¿forzaría Lucho Zúñiga, el autor, el universo esperable? Di en mirar las especificaciones del eclipse del 8 de junio de 1937 –incluidas en el libro- con una lupa, en busca de su duración, de la hora en la que se lo observó en la costa sur del Perú, de la altura del sol sobre el horizonte, etc. Y luego estudié la foto de la p. 119, tomada con el coronógrafo solar del Observatorio Naval de los EEUU, en busca de la más mínima discrepancia con lo anterior. Debo decir que no las encontré. En un sistema de vigilancias uno nunca sabe qué vigilar; la actitud que suscita en el lector avisado recuerda a la que se tiene frente a El Hombre que fue Jueves, de Chesterton, y quizá más a la que despierta El Péndulo de Foucault, de Umberto Eco. En una palabra, demasiada sospecha: convocada por la convicción de que el autor está divirtiéndose a nuestras costas.

Y a medida avancé la lectura descubrí que se daban otras coincidencias. El poema de 42 versos que inspira el libro y el poemario de 42 poemas oculto a su sombra me recordaron a un extraño encargo que había recibido semanas atrás. Una editorial española me pidió escribir una versión más de Romeo y Julieta. En la tragedia original, 42 horas es lo que dura el envenenamiento de Julieta. Yo había escogido "42" como la cifra clave de la que hice depender a mis propios trágicos personajes, y andaba rastreando alusiones a esa cifra en la litaratura. Por supuesto, 42 era la desternillante Respuesta a La Pregunta Universal en la novela más conocida de Douglas Adams. Y de pronto, abría este pequeño libro y allí estaba, sin más, el número que yo estaba cazando.

Pero encontré en el libro aún más temas que me son o han sido cercanos, como colocar como epígrafe la frase de uno de los personajes de la misma historia que se narra: Henriette Blum en este caso, o de razonar las copiosas historias entrecruzadas de migrantes y colonos europeos en las selvas del Perú, o discurrir de metafísica con motivo de un naufragio, o argüir personajes empotrados, enquistados en versiones menores de sí mismos como desbordadas muñecas rusas, lo que se presta para trabajar emociones y tragedias a escala, como hace Zúñiga en el magnífico cuento “Los insectos” incluido en el libro como un relato de “Karol Blum”, y que contiene a mi entender la mejor prosa del libro, para no mencionar la exactitud de las descripciones, anatómicamente correctas, del aparato circulatorio de la cucaracha.

Todo esto me lleva a indagar por la personalidad de Lucho Zúñiga. Creo que él también es parte de esta cofradía de no-escritores que escribimos para un no-público, a la espera de un cambio. Hay –revisada en la trama- un disloque entre no-aceptación y éxito editorial. El juego se plantea siempre. La mecánica celeste es una anécdota inicial, apenas si seminal: pero bien podría haberse tratado de otra cosa. Porque, anécdotas y trama aparte, no puedo dejar de contemplar con cercanía y solidaridad a un joven escritor que (como yo mismo, incitado a la lectura por hermanos mayores) en lugar de publicar sus palotes y páginas iniciales las guarda, las acrecienta, las tacha, las reescribe y las rumia durante muchos años. Este trabajo se deja ver. He tenido oportunidad de leer (de mirar y de leer de subida y de bajada) el Poema en forma de escalera, de los célebres 42 versos, y lo encuentro muy valioso en sí mismo, un caligrama que no desentonaría en un libro de Eielson o de Oquendo de Amat, aunque el tono y el contenido sean muy diferentes a los de estos dos poetas.

Dice Lucho que discrepa de lo metaliterario como etiqueta. Apruebo ese recaudo, puesto que el adjetivo se aplica ahora a tantas cosas y tan diversas que probablemente no significa nada. Lo que puedo decir es, si cabe, contrario a esa noticia: Lucho Zúñiga, contador de profesión, está probablemente más permeado de realidad que muchos de sus contemporáneos que leen poco más que literatura. Se trata de cultivar ese indeleble vínculo con la realidad que he visto y comentado en otros autores de su generación, como por ejemplo en Augusto Effio y sus Lecciones de Origami.

Esta presencia de un escritor que algo trama me ha distanciado de la experiencia del lector, y me ha condenado a tratar de mirar las costuras de su historia. Me pregunté, a mitad del libro: ¿por qué sigo leyendo? ¿Acaso me ha capturado la trama? Deduje que no; resolví que me interesaba la mecánica, la arquitectura en movimiento que nos ofrecía –tramposamente- Lucho, y el móvil destino al que parecía conducir a sus personajes. Yo quería saber qué era lo siguiente que iba a hacer no el personaje, sino Zúñiga. Y lo siguiente que hacía, a cada rato, era arruinar mis conjeturas. Lo felicito por eso.

Zúñiga narra con seguridad. Hace cosas que disfruto ver en un narrador: sabe a donde va. Vigila los elementos que pone en juego. Atiende sus resonancias posteriores. Y tiene varias frases verdaderamente inteligentes: algunos escritores consagrados nunca rozan en sus párrafos la lucidez que expresa Zúñiga aquí y allá, en tres o cuatro líneas. Le toca a él identificarlas, evitar la dureza a la que a veces obliga al texto su raíz esquemática, su origen en un plano, un blueprint… Lucho muestra pericia en el manejo de las herramientas narrativas y audacia en la invención, pero pienso que todavía puede esconder mejor esas costuras. A menos que me las esté mostrando para llevarme a error… Pero entonces ya estoy sospechando otra vez en demasía.

Debo decir que la sección denominada "Cronología" me ha parecido árida, en comparación con los puntos más altos del libro: cuesta seguir la pista de su justificación, aunque uno pude confiar en que seguramente lo harán futuras relecturas o las secuelas que sin duda la verificarán y falsearán. No en vano la voz que nos guía a lo largo del relato afirma que esta cronología es la parte más importante de la producción de la logia secreta. Lo mismo puedo decir de las pocas hilachas que se nos ofrecen acerca de los llamados Mundo de Ruth y Mundo de Horacio. ¿Para qué están allí? Me cuesta menos suponer que están para algo, que la posibilidad de que sean meramente unas líneas que Zúñiga olvidó tachar.

Leer este libro es a la vez muy fácil –es corto, aunque excede las 40 páginas que un sobrino le propuso al autor como límite de su interés- y es también un reto, una pequeña aventura intelectual, un juego de espejos en el cual marearse es siempre una posibilidad.

Y cero que es imprescindible decir unas palabras acerca de la participación, o complicidad, de Borrador Editores. Con el fin de conocernos mejor me invitaron a una reunión en un café, encuentro en el que todos fueron muy amables... prueba quizá porque se trataba de actores cumpliendo rigurosamente un papel. (Lo que tenemos es obviamente resultado de un trabajo conjunto: el texto, la carátula, la foto de la tapa –con la que curiosamente no contamos, y el enigma final no resuelto.) Caí en la cuenta de que los autores (pues incluyo en este colectivo no sólo a Zúñiga, sino a los intrigantes miembros de esta pequeña y joven editorial) pretendían imponer este círculo a la realidad. Sin duda ya empezaron a hacerlo.

La referencia inevitable es, desde luego, el cuento borgiano Orbis Tertius, Tlön, Uqbar. Frases enteras de aquel relato convienen puntualmente a la descripción de los propósitos y veleidades de El Círculo Blum. Ofrezco algunas: Borges habla de Johannes Valentinus Andreä, “un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz – que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él”. También vuelve Borges personaje a Alfonso Reyes, quien supuestamente “harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: de las uñas el león. Calcula, entre bromas y veras, que una generación de tlönistas podría bastar.”

De esta misma manera, Borrador Editores es un personaje de la novela de Zúñiga. El libro mismo, el libro físico que ustedes pueden comprar en la mesa de la entrada, es un personaje de la novela; es un hrön al estilo de los objetos que Borges impone en ese relato suyo. No en vano dentro de la novela hay un cuento que es su propio, asombroso personaje. Conjeturo que en un círculo aún más ancho, el Círculo Blum somos los peruanos, somos los jugadores de ese formidable juego de rol que es nuestro país. Y hace siglos escribimos este gran libro sólo para jugar el juego.

Muchas gracias.