viernes, 29 de agosto de 2008

(i) Que se agitan como locos

Pese a todo lo que se habla acerca de los placeres de la lectura, yo no puedo leer novelas por placer. Así, no he leido novela alguna de Fuget, Kureishi, Pérez Reverte, Bolaño, Pamuk, Brown, Loriga, Bayly, Gutiérrez, Pauls, Marías, Cueto, Pollarollo, Cervantes, Reynoso, Allende, Hemingway, Roncagliolo, Piglia, Ampuero, Fuentes, Alarcón, Lessing, Neyra... Quizá porque se ocupan de cosas que no me seducen, como la vida y lo cotidiano. Para orientar mis no-lecturas mis mejores guías son la publicidad y las recomendaciones. Si algo -un aviso, una reseña-, o alguien me recomienda algo, pierdo las ganas por completo. Porque es leyendo reseñas y escuchando sugerencias que descubro que en estas novelas la gente hace cosas que yo nunca hago, mientras que yo practico algunas conductas en las que los personajes de novelas rara vez incurren. Cuando ocasionalmente leo una novela lo hago porque me obligo a hacerlo, siempre a partir de una sorpresa que atañe a la inusual valentía o talento del personaje, virtudes que me dicen que, si insisto en la lectura, quizá aprenda algo.

Como se comprenderá, no es que juzgue que las novelas de estos autores sean malas (aunque, según la certera Ley de Sturgeon, el 95% de todo es basura). Porque ¿cómo saber que una novela es mala, si ella constituye su propio antídoto? Se extingue en la mesa de noche. Simplemente, sucede que son novelas.

Se dirá que yo mismo las escribo, pero al hacerlo me rehúso a degradar la estupefacción en anécdota, la grisura del día a día en un argumento que te envuelva, en unos personajes que aspiren a parecer reales. Naturalmente: si no puedo leer sobre ellos mucho menos puedo escribirlos. Lo cotidiano, tu día a día, me importan un pito.

Queda claro que las mejores cosas que se han dicho contra los escritores las han dicho ellos mismos. De cierta novela, Dorothy Parker señaló que "no era como para dejarla de lado así no más: había que arrojarla lejos, con mucha fuerza". Montesquieu definió al autor como "un pelmazo que, insatisfecho con aburrir a quienes viven con él, se empeña en aburrir también a las futuras generaciones". Insuperable es Groucho, quien con una esquela condenó al anonimato a un autor en el más imbatible y citado de sus garrotazos. "Estimado sr. Tal: desde el momento en que tomé su libro entre mis manos no he podido dejar de reírme. Espero leerlo algún día".

Diera la impresión de que escribir novelas es lo más fácil del mundo, con tanto incontinente que lo hace; allí está la conocida queja de Cioran: "Escribir una novela sin argumento está muy bien, pero ¿para qué escribir diez o veinte?" Pero no abruma sólo la inflación de novelas, sino además la pobreza de los recursos con las que se las redacta. Es penoso que casi siempre se escriba desde las simas de la ignorancia. Demasiadas novelas parecen nacer de esta pulsión extraña que aquejó a Gibbon (denso contador de historias, si bien no novelista) quien confesó que una mañana "desprovisto de una educación original, deshabituado a los hábitos del pensamiento e incapaz en las artes de la composición, resolví escribir un libro". Y esto viene de un erudito. Por su lado, el centenario George Burns proclamaba haber escrito seis libros... habiendo leido tan sólo dos.

Tamañas sinceridades en hombres bien entrados en años ciertamente tardan en llegar a muchos mocosos y mocosas de nuestras literaturas. Por eso yo renuncio a escribir de lo que no sé, y así investigar es para mí la causa formal -más que la eficiente- de todo lo que escribo. Wittgenstein estimó que la metafísica era una disconformidad notacional: se filosofa porque no se admite cierta gramática. Y uno escribe porque está disconforme con lo que esta leyendo.

Al oficio de novelista se dedican, las más de las veces, personas que buscan la figuración por razones endocrinas. A los novelistas no tenemos por qué verlos ni escucharlos, pero por esas ganas de ser vistos insisten en atosigarnos con su presencia, pasando -la frase tampoco es mía- "de la página cultural a la de sociales con el mismo vaso de whisky en la mano". Y a esto se suma que también se agitan como locos bajo la presión de las editoriales, que por las necesidades del márketing hacen del novelista un personaje mediático si no ha logrado hacerlo ya él o ella primero para parchar sus deficiencias, si no enzimáticas, sin duda afectivas. Porque no es que no nos guste. Incluso los muy tímidos podemos aprender a sonreír y firmar autógrafos: los flashes simulan mal el cariño, pero a veces esta prostitución es lo único que se tiene. Se la maneja mejor soportada, si acaso, por el desprecio. No en vano Jules Renard anotó que escribir es la ocupación en la que uno continuamente trata de demostrar talento ante quienes no tienen ninguno.

Así, la vida del novelista exitoso se convierte en la vida de una vedette y el éxito de una vedette la convierte en novelista. Algunos apuran pasos y antes de ser escritores buenos, o siquiera famosos, ya son escritores exitosamente malditos: diríase que por superstición, como quien toca madera o se persigna. Como sus propias novelas, este continuo careo de escritores los deja deliciosamente revolcados y embarrados en lo insignificante, y allí están entonces para ser mirados y mostrados por sus editoriales, que saben que tiene un público para eso: cuentan con toda una fanaticada ansiosa del score keeping. Nada figura mejor estas ganas de mirar las vidas de los escritores que el blog de Iván Thays, cuyas novelas ¡acabáramos! sí he disfrutado.

A veces, muy raras veces, los novelistas tienen poder. Ese poder los descoloca, los desequilibra y los tumba de la ruta delgada e improbable que va de la facultad de literatura al Konserthuset de Estocolmo. Pero entonces es probable que ya no la necesiten.

Lo más probable es que los lectores de esta nota no hayan leído mis libros. That's what I do. El novelista Octavio Vinces opina que yo sólo escribo para mí mismo; pero es mejor escribir para uno mismo y no tener público, que viceversa.

Y sin embargo sí leo novelas. Son siempre las mismas ocho o diez. Hace un par de décadas eran quince o veinte. Con un lápiz, en las márgenes de las que quedan, voy subrayando quién soy. Quizá, hacia el final, lo averigüe.

domingo, 24 de agosto de 2008

Carvallo

Tanto como una voz ineludible en el concierto de opinadores acerca de la educación peruana, Constantino Carvallo fue para mí un puñado de cosas: compañero de colegio –si bien no de promo- director de Los Reyes Rojos, donde enseñaba mi amigo el poeta Óscar Limache, maestro y mentor de algunos de los mejores amigos que he hecho en años recientes, primo no tan lejano de mi ex-parentela política, y compañero de uno de mis más extraños trabajos: el de conductor del programa de Tv “Educación en Democracia”. Producido por el Ministerio de Educación, el programa tenía un segmento a cargo del Consejo Nacional de Educación, en cuya conduccion se turnaban figuras como Manuel Iguíñiz, Constantino y, si mal no recuerdo, Lucho Guerrero.

Durante quince minutos algunos de esos viernes yo dejaba el micrófono y contemplaba a Constantino hacienda entrevistas o presentando proyectos educativos o experiencias destacadas. Ni él ni yo eramos profesionales de la comunicación -en verdad ni siquiera éramos aficionados competentes- pero nos reunía una misma fascinación por los misterios del aprendizaje y de la formación de humanidad.

Como agente y decisor en las marañas de la política educative peruana, hay muchas cosas en las que he estado en descuerdo con él. No es este el momento para recordarlas. Más pertinente me parece recordarlo a él como el maestro que fue. Y en razón de esa especial elocuencia que da el cariño he pedido permiso a mi amiga Ana Luisa Burga, que fue su alumna en el colegio Los Reyes Rojos, para postear en mi blog estas cristalinas líneas que ha escrito a su maestro, líneas a las que no puedo yo añadir nada para expresar la importancia de un hombre como Constantino. Aquí el texto:



Muchos ya dijeron – cada cual a su modo – cuánto hemos perdido con tu partida, Constantino. En efecto, siento también que no hay palabras para nombrar a la vez tanto asombro, tristeza, cólera, ausencia, desaliento.

Pero en medio de esa maraña de sensaciones sombrías, quiero rescatar, como una joya rara y brillante, el alcance de tu vida, tu trascendencia. Te has ido dejando huella en miles de personas, muchas de las cuales nos hemos sentido directamente tocadas con tu muerte; como tu familia, dándonos el pésame entre todos, llorando y consolándonos al mismo tiempo, todos.

Me hubiese gustado que vieses cuánto se te amaba: quizás te sorprendía que fuésemos tantos, tantos, en tantos países, y de tantas edades, tamaños y colores. También me hubiese gustado verte complacido con la reacción de la comunidad reyrojina ante tu partida: se ratificó que – siendo todos individuos únicos y diferentes – nos sabemos contenidos por el colegio que formaste, incluidos, pertenecientes… y de muchas maneras esto representa un ejemplo exacto de lo que tú proponías para la nación entera.

Parte de la desazón y el llanto es, justamente, que en ese sentido nos has dejado con un camino todavía demasiado largo, cuyo buen término requiere de personas con la mirada, inteligencia, coraje y asertividad que tú demostraste siempre. Pero lamentablemente hay pocos como tú, querido maestro, demasiado pocos (Fernando Silva Santisteban, con otro estilo y algo mayor, pero tan preclaro y lúcido como tú, nos dejó también hace más de un año).

Es por eso que deseo que tu legado realmente nos impregne; que sigas viviendo en cada uno de nosotros y que, desde donde sea que estemos y sea cual fuere el papel que nos toca jugar en la vida, sepamos conservar en alto tu memoria y enseñanzas.

Gracias, Constantino, por la suerte que tuve de conocerte y quererte.

Ana Luisa Burga

martes, 5 de agosto de 2008

Anotación descubierta en un cuaderno de 2002

Recordar las costumbres del cuaderno. Las ventajas de las tapas duras, que permiten casi escribir en el aire. Las ventajas del tiempo ajeno, desierto, saturado de tareas que me rehúso a cumplir: que permiten casi escribir en el aire.

Y un lapicero rojo. Encontrar así, paulatinamente y de nuevo, siempre empezando de nuevo, la capacidad de la tinta roja de alistar ideas, de guardarlas en sus meandros, de preservarlas eficazmente en la nada de un cuaderno, y de perderlas para siempre en mi memoria –que se aviene a las comodidades de la entropía.

Escribir un libro, y perderlo en la arena. Como Orans.

Escribir arena, y perderla en un libro. Como yo.

Siempre esta cosa extraña, escribir. Mírame: soy un simio, soy una forma de vida (soy también una forma de muerte), soy setenta kilos de protoplasma decididos a hacer una reforma de la educación. ¿La... qué? La práctica cotidiana entre los primates y otros mamíferos superiores de adiestrar a sus crías para procurarse el sustento y así darle a la fertilidad, a la frecuencia y a la fidelidad del tracto genético una oportunidad de entrometerse un poco más en el futuro, y volver después a hacer lo mismo: la educación es el complemento de la herencia, pero también su contrario: es una forma de mutación, es intentar que suceda algo distinto, algo mejor. La educación es parte del afán de conquista del espíritu humano, esa bomba que hace que el pecho nos explote los sábados en todas direcciones. Así, las ganas de que suceda algo distinto (de comer el pasto más verde, de coger la fruta más jugosa, de pisar Titán antes que nadie) requirieron de nosotros la invención del discípulo, del maestro (¿en ese orden, probablemente?) y del aula: de la tecnología millón de veces probada que hace crisis cuando toca el tejido social peruano, cuya fertilidad, frecuencia y fidelidad de reproducción viciosa es tal, que no deja lugar a complemento alguno: que asegura que nada cambie, nunca.

Allá en el fondo Toth: culpable de todo, como yo.