lunes, 19 de enero de 2015

Electrodelicias del bosque húmedo


—Si le vamos a creer a alguien, veamos: la carta de Ávila dice que hay diez días de camino entre Cusco y Paytiti. Luego dice que de la ciudad perdida hasta el macizo de Panticolla hay casi 45 km de selva virgen. Digamos, conservadoramente, que son tres días de selva. Si descuentas unos cinco días en alejarse de Cusco hasta Vilcanota por los caminos de la época, quedan dos días que son lo que nos ha tomado a nosotros bajar esta vaina.

—Me dijo Chihuaco que por aquí hay una fruta eléctrica, grande y medio morada, creo, rica en sales y en potasios, que tiene como la estructura de una anguila: compartimientos positivos y negativos, así que si la muerdes o la cortas te electrocuta –advierte Priss. Se detecta porque en derredor de ese árbol hay esqueletos de monitos, loros, etc. electrocutaditos, los pobres.

Y ese otro Gerónimo, El Bosco, no deja de fastidiar al bosquense Gerónimo, que con agua en los pulmones, golpes en la cabeza y heridas y raspones por doquier no estaba con ganas de contemplar zonceras, aunque las zonceras estuvieran allí en sus propias alucinaciones y le saltaran frente a las narices en lo que era, evidentemente, un tablero de El Jardín de Las Delicias: las flechas en el culo, el hombre huevo sostenido por piernas troncos, la distante escalera apoyada en esa hosca ciudad del fin del mundo donde quien no defeca sangre la vomita, y en medio de todos ellos Chejo, Príncipe del Infierno, devorando a un pobre glaciólogo de cuyo ano humeante salían potoyuncos, su cabeza coronada por una gran olla. Pero Priss le estaba hablando. Alguna tontería acerca de monitos electrocutados, algo que le había contado Chihuaco.

—¿Qué puedes esperar de alguien que se ganó la lotería sólo para demostrar su argumento? –jadeó—. Antes de ser un exitoso empresario, Chihuaco alguna vez fue un brichero, Priss. Conoce el oficio, no ha olvidado qué cosas extraordinarias quiere escuchar una gringa.

—¡Yo no soy gringa oye, no jodas!

—Eres una gringa: pareces gringa, hablas como gringa y te juras una gringa, no me jodas. Chihuaco inventa cosas, chica Band. Admito que soy un glaciólogo y que no sé nada de selvas, pero si la electrofruta existe no creo que los monitos y loros sigan intentando comerla después de unos cuantos miles de años de aprendizaje. La selección natural por la supervivencia del más apto evita esas estupideces, felizmente. También debería evitar hombres-huevo sostenidos por troncos –dijo, y movió la mano delante de sus ojos. El hombre-huevo no se iba.

—¿De qué hablas? Ves, ya estás desvariando, sólo dices tonterías. ¿Y si lo de la supervivencia del más apto es verdad, entonces por qué los peruanos reeligen gobernantes más peligrosos que un mamey de veinte mil voltios?

—Ya te digo que el aprendizaje genético toma unos cuantos miles de años –y entonces sucumbió a otro de esos ataques lenguaraces- Aunque, en el caso de nuestros compatriotas, tengo una teoría. Los peruanos somos hijos de cien generaciones de gentes que han preferido seguir a idiotas mandones, extrovertidos, en vez de escuchar a individuos sabios y sensatos, pero más callados. Esos antepasados nuestros nos enchufaron sus rasgos y preferencias por vía genética, qué le vamos a hacer. Nosotros somos el nicho ecológico donde el idiota mandón prospera. En todo caso, si quieres oír otras teorías, pregúntale a Chih –quiso terminar, pero la tos le cortó la frase.

—Anyway, eres un bobo. Cuando te electrofrutes no digas que no te advertí. You’d deserve it, rascal! Párate, ya nos vamos. Y no me tosas encima, Typhoyd Gerry. Mentira, Darl. Está genial tu teoría de idiotas mandones. Vamos.

PATENCIAS


Granito de tibio color naranja al sol del mediodía. Una fisura de manos se eleva a través: un relámpago negro que conduce, o es, donde nadie ha llegado jamás. Vas. A decir tu misa.

Una colina verde, de cima rocosa, con torbellinos que la neblina hace visibles: masas de aire caliente riñen contra la montaña, se deslizan hacia arriba, entrompan hacia lo más alto, y colgado de ellas subes hasta que se enfríen o cansen de ti. Se cansan.

A casi dieciocho mil pies de altura, una ladera hostil de nieve costra, blanca hasta lo perfecto,  que cede apenas al contacto de la rueda delantera de la bicicleta. Frenar es tan peligroso como rodar libremente cuesta abajo. Haces ambas cosas, abajo, abajo, hasta hoy.

Emprendes, a solas, cosas verticales como Soviet Supremo, Zarathustra, Astroboy, La Pirinola, Giannina. O te haces acompañar en agonismos: Apendicitis, Paternidad Responsable, Huevos de Acero, Munra. No mueres.

Lima-Huancayo en 3:48, en un Escarabajo VW de un cuarto de siglo, desprovisto de frenos. Pasas literalmente bajo un camión. Días después, regresas.

Desconocidos kilómetros en Santiago de Chile, 1972, caminando sin hacer ni una sola pregunta. Llegas a tu destino.

Media docena de heridos, rescates improbables, vidas cedidas y tomadas. Mucha sangre ajena sobre mi piel, en mi ropa, en mi navaja suiza.

Honda melancolía del taller. Horas, horas sentado en el banco de trabajo: quieto, pensando el futuro vacío. Década tras década.

Mi papá.

Foto: Alonso De Freyre

Mi papá, que vive, come fruta y se llama Enrique Prochazka: quizás para que yo aprenda a morir.