miércoles, 30 de abril de 2014

TRES VENTAS


Cuando éramos estudiantes en la PUC, un compañero filósofo, Franco G., famosamente saludaba a la gente preguntando “¿Qué vendes?”. Eran los ochentas.

Su pregunta encarna un modo de relación con el mundo que él ha hecho eficaz, funcional, filosófica en el sentido más puro. Franco hizo una brillante tesis sobre mística medieval y pasó a ser Gerente Comercial del Banco de Crédito.  Franco vende, y Franco compra algunas de las cosas que los demás venden. Y lo hace de lo más bien.

Todos compramos o vendemos, me explicaron, en esta plaza del mercado que es el mundo. Pero algunas filosofías consisten en su silencio, como alguna vez tuve que decirle a mi papá, creo. No son abundantes, pero son. Al paso de los años he comprobado que dos de los modos de relación con el mundo que más me seducen están encarnados por personajes que manifiestan una tensión difícil con las compraventas.

Dédalo coloca productos, pero no puede colocar sus productos. Dédalo desarrolla dos facetas. Primero es un pescador-artesano de las islas Cícladas, que fabrica estatuillas de madera o de piedra. 

El hecho evidente de que esas estatuillas son básicamente cilíndricas y de superficie lisa, aptas para ser insertadas en orificios femeninos, no ha sido suficientemente esclarecido. Así que, si se considera este ángulo, se verá que su oferta no es la demanda. Aunque ocasionalmente introduce uno de sus productos al mercado.

-¿Qué vendes? -le pregunta un filósofo de la PUC.
-Placer –responde, tras un largo rato de pensarlo. Y añade -bajo un compromiso, un pacto de silencio.

(No son los ochentas: es el siglo treinta y dos antes de Cristo.)

Por otro lado Dédalo es un hombre de servicios. Un consultor. Vende soluciones a Pasiphae, a Cócalo, a Minos. Diseña el proyecto y a veces tambié se lo encargan. Nunca entrega el producto tal como lo necesitaba el cliente, ni tampoco tal como él mismo lo concibió. Eso lo mete continuamente en líos. Una vez hizo una venta grande, pero la recompra era poco menos que imposible.
-¿Quién necesita laberintos? –se lamentaba.
-Lo que tienes que preguntarte –le replicó Atenea, fingiendo una habilidad para el mercadeo que en realidad disfrazaba lecturas de Camus- es quién tiene monstruos qué esconder.

Robinson Crusoe no actúa para los demás. Sus actos dejan de ser actos privados sólo de manera póstuma Y en el relato (huir de la isla con vida lo depoja de ser Robinson: por tanto, es sólo una forma menor de lo póstumo). Algún viernes Franco G. se encuentra con una huella en la playa. Levanta la vista, ve a este hombre hirsuto cubierto de pellejos de cabra y armado hasta los dientes.
-¿Qué vendes?

¿Qué vende, pues, Crusoe? Su desgaste. No su permanencia igual a sí mismo. No sus (muchas veces exitosos) esfuerzos de adecuación a su miserable circunstancia o de mejora de su espacio, de su mobiliario o de su alimentación. Lo que Robinson vende es el hecho de que, no importa cuán buenas o eficaces sean esas iniciativas, al final lo que queda es una inecuación: una pérdida neta, una sumaria inadecuación que hace que –la frase es de Cortázar- allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo.

Robinson vende entropía. La neta conciencia del neto descenso a la tumba. Y, como a Dédalo, nadie le compra. Y eso está bien.

Algunas filosofías consisten en su silencio, y este blog mío es casi perfecto para eso. Es el blog que Robinson escribe sobre cortezas que luego pierde.

O se le pudren.

O arroja al mar -sin links, sin RSS feed, sin botella.