lunes, 18 de noviembre de 2013

QUÉ VA A PASAR



La primera persona que no morirá ya nació. Naturalmente, la desigualdad crecerá. Quienes puedan pagarlo escaparán de la condición humana. No hay que agitar mucho la ética por ello: escapar a la condición humana natural es algo que hacemos desde siempre. De hecho el primero que lo hizo fue un australopiteco, y el distante resultado de su huida somos nosotros. No olvidemos que el otro, viejo nombre para la prolongación artificial de la vida humana es “medicina”.


Twitter será sustituido por otra cosa (para la que 140 caracteres es obsoleto, larguísimo. Gas. Rollo). El nuevo sistema empleará muecas, emoticones 3.0 y sonidos guturales polisémicos que afectarán directamente al cuerpo calloso y al cerebelo. Su uso será probablemente obligatorio para determinadas formas de expresión, como el amor o la novela o la fanaticada deportiva.

Subir como turista a la estación espacial cuesta ahora 20 millones de dólares. En pocos años, ir a dar saltos cortos al espacio en un trasbordador privado lanzado desde un lindo avión de colores costará primero doscientos mil, luego cien mil, luego apenas unas decenas de miles de dólares. Futbolistas, cantantes y estrellitas de cine nos contarán su experiencia vomitiva en la nueva alfombra roja del vuelo suborbital. Al mismo tiempo, esa facilidad para llevar cosas allá arriba disparará la tecnología de nuevos materiales, la biotecnología y la prospección minera del barrio solar más cercano (digamos de Júpiter para acá). Bolivia dejará de festejar sus exclusivas minas de litio cuando en ocho años empecemos a perforar –sin consulta previa- lunas y asteroides. Los principales inversionistas en esta cancha serán los Zuckerbergs, Bezos y Allens de las nuevas corporaciones. Algunos de ellos serán menores de edad. 

Hoy se puede comprar -a 300,000 dólares el galón- petróleo diésel excretado por unas bacterias alemanas. Las bacterias ya se están multiplicando y en diez años esta nueva industria bajará los precios al punto en que Venezuela dejará de llevársela fácil. Privados del argumento de que se acabará el petróleo, deberemos reemprender la lucha contra el cambio climático otra vez desde cero. Otras bacterias ayudarán a arreglar el problema, pero difícilmente serán argentinas o panameñas.

En Perú, tras el fallo favorable de la Corte Internacional de La Haya que nos restituye derechos sobre un vasto triángulo de agua, el gasto social se reduce para comprar fragatas capaces de defender el nuevo charco. Las discusiones acerca de cuánta es la coima y quién debería llevársela a casa sustituyen eficazmente al debate sobre el gasto en educación. Habrá dos tipos de partidos políticos: los regionales-oportunistas, sin representación congresal, y los formales-acomodaticios, sin juego alguno fuera de la plaza Bolívar. La percepción de inseguridad en el Hall de los Pasos Perdidos será creciente. Un puesto de auxilio rápido de Serenazgo será objeto de bullying por legisladores-barra brava.

Mientras nos entretenemos en eso y descubrimos una que otra tumba o ciudad perdida, el país habrá consolidado su situación de narcoestado, porque las entidades que constituyen nuestra línea de defensa contra ello –la policía, el poder judicial, los servicios de inteligencia, los legisladores, la federación peruana de fútbol- no constituyen ninguna línea de defensa contra nada, porque (corporativamente) no desean realmente cambiar, y porque han arreglado las cosas de manera que desde fuera no habrá quien los cambie. Admitámoslo: el narcotráfico tiene un plan. El Perú, no. El fútbol es sólo un síntoma de esa ausencia. ¿O qué creían?


Muy pronto un gran terremoto, grado 8 a 9, sacudirá una Lima de diez millones de habitantes ridículamente impreparados. De entre la multitud de consecuencias trágicas señalaré sólo dos o tres: que la subsiguiente burbuja de créditos para vivienda será muy interesante para los economistas e historiadores de las finanzas; que, dada la escasa calidad de la infraestructura educativa privada prevalente en Lima, si el cataclismo sucede en horario escolar nuestro bono demográfico no llegará a su pico en 2029 sino bastante antes (habrá muchos adultos mayores dependiendo de una PEA más reducida). Y que los tambaleantes gobiernos que se sucedan tras este hecho seguirán tratando de reedificar la ciudad durante décadas: un Pisco multiplicado por setenta. MachuPicchu dejará de ser nuestra ruina más visitada. Pero surgirán muchas ONGs bondadosas y la cooperación internacional volverá. En el mejor de los escenarios, incluso el narcotráfico pondrá el hombro.