martes, 26 de marzo de 2013

Identi's cut



Actualmente escribo una novela que empezó religiosa en 1993, tomó formas de policial hacia el cambio de siglo, y hoy oscila entre ciencia ficción y una larga (+ 500 pag.) disquisición sobre el racismo en el Perú, con apus y nazis compartiendo escenarios con la deglaciación y la anorexia. Tengo otra enorme novela que empecé en 1986 y está, ejem, esperando turno. En realidad imagino argumentos en cierta década y paso las dos o tres décadas restantes inflándolos -cuneiformateando discos duros- cinco o seis libros  la vez. He publicado poquísimo, y cada uno de mis libros ha sido descrito como lo mejor que se publicó ese año en el país. Me han traducido a francés, inglés e italiano y no he recibido ni un solo centavo por ello. En términos netos, mi literatura trabaja a pérdida. Soy lo contrario de un escritor exitoso, quizá por designio. Soy una persona solitaria, sin Facebook ni Twitter, aunque una vez tuve 23 direcciones de email al mismo tiempo, personoides que básicamente conversaban entre sí.

Wadi Rum? Colorado? Sinkiang? No, Olmos, Lambayeque. El espolón rocoso al centro de la imagen tiene 500 metros de desnivel.

Mi último libro ha sido “Caracterización de las Instituciones Educativas Secundarias en el Perú”, un estudio técnico que preparé en enero para el Ministerio de Educación. Creo que es por hacer este tipo de cosas -en vez de tener un programa de cocina o reunir danzantes de la calle- que el éxito y yo no nos llevamos bien.

Duermo con mi hijo Samuel (4) que padece broncoespasmos, para asistirlo durante la noche. Aprovecho el tiempo en vela para ultimar el diseño de una mesa que estoy construyendo en un taller casero donde conservo 17 martillos, cinco taladros eléctricos y cuatro sierras motorizadas. El arquitecto lo pensó y etiquetó como el cuarto de la empleada. Me he conseguido una vida en la que se puede vivir sin empleada, pero no sin un taller donde imaginar, construir y reparar cosas. En casa muy poco se bota, y muy poco es nuevo.  

Tengo cinco hijos, nacidos de dos madres diferentes. El mayor, Mateo, es médico, terminó la carrera en la UPCH con las notas más altas. Trabaja como research fellow en un laboratorio de investigación. Además es modelo publicitario y de pasarela: su cara abusivamente guapa está en catálogos y paraderos. El segundo, Tomás, acaba de graduarse como artista plástico, medalla de plata de su prom. No come huevo ni choclo ni queso pero vende lo que pinta, que es más de lo que logro hacer yo con lo mío. Daniel, el tercero, es un pre-adolescente sensatísimo, con un programa de ateísmo y de lucha contra la estupidez que le va a ganar muchos enemigos; cuenta con todo mi apoyo.  El cuarto, Samuel, es un chiquín hiperactivo, bilingüe –su madre es sueca- que a los dos años ya tenía once puntos de sutura en diferentes partes del cuerpo. Es mi chamba más exigente. La quinta, doña Inés del alma mía, es una suequita de ocho meses. Caminará esta semana.

Cuando la competencia era poca, solía ser el mejor escalador del Perú, y rankeaba alto en Sudamérica. He escalado muchísimo sin compañeros ni cuerda, pero estaba fuerte: una vez hice 416 barras en un día. Salté del puente Villena Rey sujetando la soga sólo con las manos. Fui el segundo peruano en volar en parapente y alguna vez en los 90s tuve el récord de permanencia en el aire. Bajé del Nevado Anticona a Costa Verde en bicicleta, 5150m de desnivel, para un récord Guinness. Correr no es lo mío pero todavía pongo menos de 2 horas en media maratón. Tengo rotos los dos tobillos, un codo y un hombro, y medio zafadas una muñeca, dos vértebras y una rodilla. Ahora tengo 52 años y el Ibuprofeno es un buen amigo.

Este invierno planeo comprarme una moto e ir (solo) a subir picos inaccesibles en el borde oriental del desierto de Sechura, en los alrededores de Olmos.


miércoles, 13 de marzo de 2013

Dos historias de Kiyahawai


Para Kiyahawai, perseguidor y cazador, dos lecciones de caza y persecución marcaban las estaciones. El invierno tenía la historia del gavilán y la avecita, y el verano le había dado la aventura del zorro y la jauría de perros.

La primera había sido de muy joven. Lo había visto suceder; nadie se lo contó. El cielo era azul y la nieve delgada sobre la pampa interminable. Kiyahawai trotaba, con dos compañeros –días atrás habían visto huella de puma- de vuelta hacia el vallecito donde acampaba la familia. Sobre el suelo inmenso nada se movía, salvo ellos tres, jadeando tranquilos hacia una brecha en el horizonte. En el aire cristalino, un fragor de combate, unos gritos o unos reflejos los hicieron detenerse y contemplar, apoyados sobre sus lanzas. Una avecita huía de un gavilán diez veces más grande que ella. Más vueltas que daban, más escalofriantes gritos del depredador y de la víctima acosada, menor la distancia que salvaba a la avecita de las garras y el pico que iba a cortarle la cabeza. Los tres muchachos vitorearon compartiendo el afán del cazador y el saber que la lucha acabaría muy pronto, con un pequeño y emplumado desayuno para el gavilán -el señor del aire, su héroe- que pronto pasaría a otras cosas, una lagartija, algún pez en la poza cercana. Vieron entonces que la avecita se estaba elevando, ganaba altura a cada esquivada, trepaba y subía forzando al gavilán a perseguirla más y más arriba, hasta que, en lo altísimo, se pudo divisar ya sólo al gavilán como un enfurecido punto negro que parecía girar sobre sí mismo, y de pronto sorprenderse, plegar las alas y caer, caer más rápido y vertical que una piedra. Entonces volvieron a ver la avecita: un puntito mucho más pequeño que bajaba apenas a unos palmos por delante de su acosador, acercándose ya demasiado al suelo, cayendo vertical sobre ellos tres: los animales más conspicuos y oscuros en la inmensidad blanca, mientras arrastraba tras de sí al poderoso gavilán. En el último momento, volando más rápido que lo que Kiyahawai había visto jamás moverse a animal alguno, la avecita giró en un esfuerzo prodigioso, y pasó por el hueco entre sus piernas y su lanza, a una mano de altura del suelo. En ese mismo instante, un paso delante de él, un estrépito de huesos y picos y garras estallando dentro de un saco de plumas hizo que los tres muchachos cayeran para atrás aullando con el mayor susto de sus vidas. El señor del aire era demasiado grande para reproducir la maniobra de la avecita. A los chicos les tomó un buen rato reponerse, estudiar entre risas la masa sanguinolenta y elegir la mejor manera de llevarla a casa al trote, a limpiarla frente al fuego y llenarse la boca con otra cosa además de la historia. Las lecciones de humildad no se comían.


La segunda lección, la estival, lo hacía reír cada vez que la recordaba. Había sido hacía unos pocos años, cuando Kiyahawai ya tenía sus propias mujeres e hijos. Había salido a cazar con un compañero y los perros de él. No le gustaba hacerlo, los perros no solían hacerle mucho caso a su dueño, llenaban la jornada de ruido y con frecuencia dejaban a la presa tan destrozada que poco era lo que quedaba para aprovechar. El verano y el sol escorzado hacían de la pampa una colección de amarillos; tras una hondonada leve, en una suavísima ladera, una roca solitaria semejante a un negro huevo semienterrado ofrecía sombra y refugio a varias presas potenciales. Hacia allá dirigieron a los perros. En eso, a pocos cientos de pasos antes de llegar a la roca, los perros se agitaron. Un zorro saltó en medio del pastizal; la persecución empezó. El zorro, no siempre visible, corría y zigzagueaba hacia el abrigo de la roca, donde Kiyahawai sabía que estaría perdido: los perros lo cercarían y agotarían o señalarían sin falta su escondite. Convencidos de eso, él y su compañero trotaron tranquilamente hacia un altozano, frente a la hondonada, desde donde se veía todo el drama. Con la jauría enloquecida a sólo unos pasos tras él, el zorro rodeó -al parecer desesperadamente- la roca y los perros lo siguieron del otro lado. Cuando apareció la presa por el otro extremo, había aumentado su ventaja. Volvió a dar la vuelta, con los perros y su estrépito tras él. Al completar la segunda vuelta les llevaba ya media roca de ventaja. Lo perdieron nuevamente de vista del otro lado, y cuando lo esperaban reaparecer no sucedió nada. Lo que apareció fue la jauría, persiguiendo enardecidamente –más con las narices que con la vista- a una presa que no estaba allí. Entonces Kiyahawai y su compañero divisaron al zorro, tranquilamente sentado en la cúspide de la roca, mirando a los perros  dar vuelta tras vuelta, hundidos hasta las narices en la trampa olfativa que su presa les había puesto. Kiyahawai y el otro no podían contar cuántas vueltas vieron dar a los perros mientras el zorro –que fue perdonado- descansaba, no sólo porque les faltaban las matemáticas para ello, sino porque estuvieron riendo durante toda esa mañana y muchos días después, hasta que la luna volvió a engordar y poco a poco volvieron las lluvias. 

martes, 5 de marzo de 2013

Pasos hacia un nihilismo topológico


Y así las vacilaciones, las conjeturas, las especulaciones sin fundamento subían como una espuma hasta hacerse la parte más visible de mi pensamiento. Era asombroso verlas apoderarse del teclado y empezara acaparar los minutos, los sonetos, las posdatas. La concatenación, el rigor, la mesura, la búsqueda de premisas sólidas para lo que se iba a decir a continuación entraba en un periodo de veda: era reabsorbido por el mar lógico en una resaca ruidosa y plena -confieso- de vergüenzas.

A punto de terminar un libro, no tengo nada de qué escribir.

Como no sea del dinero y de su falta. Como no sea del asombro ante la improductividad de mi trabajo, ante la comprobada valta de valor –de valor de cambio, de valor de mercado- de lo que escribo. Porque no es literatura. Es sicología, es autoexamen, es un escrutinio del cosmos emprendido al margen de todo trabajo de campo, es el puro censo de lo que encuentro cuando la imposibilidad de la vida burguesa me atormenta al punto de la vergüenza.

 Y ya van dos párrafos que terminan con esta palabra.

Lo que yo escribo, una vez más, no produce dinero; produce prestigio. Aún no se ha descubierto la manera de convertir el prestigio en dinero (salvo la buena estrella; pero la mía es un cuerpo de Herbig-Haro). Mis libros representan un costo neto para mi economía; escribir -profesionalmente inclusive- es un hobby oneroso que pago con mi dinero. Por eso ya no escribo. “Nadie trabaja a pérdida”. Esto, que parece una afirmación de las ciencias económicas, en este caso está en la frontera entre la metafísica y la geometría del espacio. Es mi tránsito al nihilismo topológico.