viernes, 14 de noviembre de 2008

Deja que el texto se ataque solo, a ver – III

3. Las uvas indeseables

¿De dónde salió entonces ese dogma trascontinental -no te metas, oe, deja que el texto se defienda solo- que aspira a callarme ex tripode? No tengo el aparato crítico suficiente como para saberlo fuera de toda duda (y agradeceré que me lo cuenten los que saben) pero entretanto aventuro su origen en este post, tercero sobre este tema (y que sugiero leer tras mirar los dos anteriores).

Por lo que sé, el rastro distante del mantra que nos ocupa está en la “falacia de la intención” denunciada por el New Criticism norteamericano de mediados del siglo XX. En su ensayo The Intentional Fallacy (1946) los señores Monroe Beardsley y William Wimsatt señalaron que “el propósito o la intención del autor no es accesible ni tampoco deseable como estándar para juzgar el éxito de una obra de arte literaria” (mías las cursivas, pero no su carácter atroz). Sostienen los caballeros que lo único que tenemos para juzgar es evidencia interna, externa y contextual. La crítica literaria puede operar legítimamente sólo sobre la interna: es decir, sobre el texto. Lo demás no es deseable. Es materia de la biografía, el periodismo, el ampay.

Y de allí, sospecho, el siguiente hito reconocible es la proclama de “muerte al autor” de Roland Barthes (no implico que a Barthes no se le haya ocurrido el mantra de manera independiente). En su ensayo The death of the author, (1967), dice que atribuir (darle, concederle) determinado texto a un autor es imponerle un límite a dicho texto. El autor es sólo un escribiente; sus explicaciones son innecesarias, inconducentes. No tengo a Barthes ni a sus explicaciones a mano; entiendo que lo que me dice es “puesto que no podemos saberlo, no debemos intentar averiguarlo, aun cuando tengamos al autor a la mano”.

Sostengo que la admonición, doctrina, dogma o golpiza Newcritic-barthesiana tiene dos problemas. El primero es formal, y el segundo es de contexto. Los expongo a continuación.

Veamos primero el problema formal. La forma platónica reza: el texto debe defenderse a sí mismo. ¿Por qué? A) porque no está su autor para defenderlo: puesto que la mayor parte de los autores está muerto, no se puede acudir a ellos. De allí se obtiene una extraña generalización: B) ese material es irrelevante, porque -es lo más probable- lo que digan los autores acerca de sus propios textos es insincero.

Guarda allí. En cuanto a la insinceridad, la ficción misma lo es. Es más, lo es toda poética; no otra cosa significa mímesis. De modo que la posible fécula de insinceridad que fermenta en las opiniones de un autor no hace irrelevantes sus comentarios acerca de sus ‘otros’ textos insinceros. En el peor de los casos, si no los complementa, los sazona. Y en el mejor, válgame, los explica, qué diablos.

Pero el comisariato newcritic-barthesiano va más allá. De la borrosa noción de inaccesibilidad o insinceridad presunta del autor, obtiene un dogma: que la intención del autor nos resulte inaccesible a veces hace que debamos considerarla indeseable por principio (¿?) y por tanto, irrelevante siempre. ¿Es necesario que señale que esto es un obvio, frontal y desnudo argumentum ad ignorantiam? El emperador está firmemente calato: lo único que lleva puesto es la forma “puesto que YO no puedo saberlo, debe ser falso”. No hay razón, por tanto, para que el texto bajo análisis deba defenderse por sí solo, cuando hay ayuda disponible.

El segundo problema del mantra consiste en que las nuevas formas de comunicación electrónica y de participación dispersa en el ciberespacio (los blogs, los grupos y listas, el correo-e, el chat y hasta los mensajes de texto) hacen que el autor contemporáneo se halle sumamente cercano y presente cuando se trata de hacer comentarios acerca de su propia obra. Aunque sólo nos separen sesenta años, las cosas ya no son como eran en la época de los señores Beardsley y Wimsatt (a quienes imagino parecidísimos a los encantadores Statler & Waldorf, los quejicas del palco en The Muppet Show). Y pese a las condenas a muerte impuestas por Barthes, hoy el autor vivo y sus opiniones son altamente accesibles, con frecuencia al momento. Y cualquier teoría o hipótesis comunicacional que se respete –me viene a la mente la añeja distinción mcluhaniana entre medios “fríos” y “calientes”, por ejemplo- tiene que atender a los avances y cambios que se producen en el contexto tecnológico y que la afectan. A menos que se trate, como sostengo que es el caso aquí, de un dogma.

De modo que aunque hubiera sido cierto que un autor no deba entrometerse con sus textos una vez que los publicó, no resta ya razón para no revisar esa doctrina como se debe hacer con toda afirmación que se pretenda científica -aunque se trate de una ciencia hermenéutica à la Dilthey. El autor está disponible, como nunca. Y aunque la norma siga siendo acatada por la crítica y para la crítica, yo puedo seguir hablando, y así también la crítica; pero yo estaré sosteniendo, con pruebas, que la crítica se equivoca... mientras que ella se verá obligada a no tener en cuenta mis palabras. ¡Suena divertido!

El novelista boliviano Edmundo Paz Soldán, a quien no conozco, ha escrito unas líneas sumamente laudatorias acerca de algunos cuentos míos, que agradezco, junto a otras en las que entiende que me las doy de misterioso, pero que arruino el efecto al dar demasiadas justificaciones y estar muy pendiente de la forma como va a ser recibida mi obra.

Respondo: sucede, Edmundo, que yo no me las doy de misterioso. Esa es una imagen construida –contrastada- por otros. Ya he mostrado que durante muchos años mi oficina estaba abierta al público y que cualquiera se metía; que siempre he tenido una dirección electrónica disponible en línea; que antes y después de cada nombramiento público –y he tenido una decena- mi dirección y mi patrimonio aparecieron detallados en el diario oficial peruano; que hacía primeras planas mucho antes de ser 'escritor'; que conduje un programa de televisión; que acudí, participé en y presidí innumerables actos públicos repletos de periodistas, camarógrafos, fotógrafos. ¿Dónde quedó mi afán de misterio, qué forma tuvo? Supongo que algunos leyeron (y la mayoría sólo en parte) algunas líneas escritas por mí -con bastante ligereza- en 2005: que tengo escaso contacto con la gente y que en mi ciudad nadie me reconoce por la calle. Estas cosas eran bastante ciertas entonces y lo serán sin duda en adelante. Pero nunca he tenido ni tengo un átomo de pynchoniano. Ni siquiera es cierto que rechace entrevistas. Lo que pasa es que no las solicito.

No me oculto. Tampoco me exhibo. Pero, y esto es una convicción: sí, me meto profusamente en lo que escribo. Me meto y entrometo todo lo que me da la gana porque como autor no creo que los textos deban atacarse, ni por tanto tampoco defenderse, solos: porque creo que son producto de la conciencia y voluntad individuales, mías en este caso: y que estas siempre tienen algo más que decir.

Por ejemplo, en un próximo post (¿cuarto de tres, o primero de otra serie?) me apetece contarles lo que sé acerca de la repetida cercanía de CASA a la película 2001, Una Odisea del Espacio: y revelaré cómo todos –reseñistas, críticos, el mismo Vila-Matas- le han estado disparando a un HAL que no es el más pertinente. Tal vez por no saber mirar en la dirección adecuada.

O quizá, simplemente, por no preguntarme.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Deja que el texto se ataque solo, a ver - II

Este es el segundo de una serie de tres posts que empecé ayer y que de repente terminan siendo cuatro.

2. Entonces la Casa lo atacó

Pasaron los años. Un crítico publicó en línea un ensayo que hallaba que mi novela CASA era una de las secuelas literarias que dejó el ‘chino’ en el Perú: clara consecuencia de los años de fujimorismo… y así la agrupaba con La hora azul, de Cueto, y Abril rojo, de Roncagliolo. A pesar de la plausible creatividad del acto de aborregar una novela sobre el albismo con esos otros libros de colores, tamaño propter hoc me llamaba a risa. Y me reí de buena gana ante la pantalla.

También -durante un momento- me provocó ofrecerle al señor una minuciosa explicación de por qué las cosas no eran como él sostenía. Pero de inmediato cambié de idea: razoné que si un crítico literario es también un comunicador que hace indagaciones profesionales y que va a emitir una opinión tras haber investigado, debería poderse aplicar a su trabajo las normas fundamentales del periodismo de investigación. En este caso, la muy sensata norma de pedir la opinión de las partes involucradas. Y comoquiera que él no me había llamado o escrito para preguntar si acaso el fujimorismo había incubado (de alguna manera; de cualquier manera; incluyendo con algarabía, vamos, a las más esotéricas y alabeadas de las maneras) mi historia sobre el arquitecto de la costa este que repite el viaje iniciático de R. Buckminster Fuller entre unos indios de Labrador, completamente desarmado, colgué en su bitácora un brevísimo comment con mi risa original: invitado o pateado yo mismo lejos de la lógica por su ilogicidad.

No le gustó mi comentario; me respondió vía correo electrónico. En el compacto mail en que exponía sus argumentos, en el duro mail en que con todo derecho defendía su texto, me recordaba el serísimo dogma que yo estaba rompiendo: “no debe usted saltar a defender su texto, señor; su texto debe defenderse solo”. Plancha quemada, compadre, pensé: ¿y qué haces defendiendo tú al tuyo?

Seamos serios. Le expliqué, a vuelta de e-mail, que mi novela nació de una idea que tuve para un cuento corto en 1988; que su argumento tomó forma cabal hacia 1989, que progresó un año más y que anduvo guardada durante los años del fujimorismo –no negaré que recombinándose- hasta que la retomé en la segunda mitad de 2000. Y que si CASA se debía a un contexto político, ese sería el del primer gobierno de García, con un rabito en el de Toledo.

Lo más interesante de este accidentado intercambio es que desde entonces este crítico ha retirado la mención a CASA de su argumento: en su nueva versión ya no estoy renegando del fujimorismo junto a Cueto y Roncagliolo. Me pregunto por qué. ¿Quizá porque, ahora, el crítico había sido informado de cierto dato relevante por el autor? I rest my case.

En su ensayo crítico Desaparecer por duplicado, los mitos traslaticios de Prochazka, Gustavo Faverón ha dado a entender que en los temas como (gloso:) la división inacabable, el feedback entre represión y subversión, el mal como consecuencia del supremo poder, la guerra caníbal, la violencia inaguantable de las conquistas, etc. se revela que los cuentos de Un Único Desierto no evaden al Perú, como ha querido verlo otra crítica. No intento argüír que no haya una posible relación entre CASA y el momento político y contexto social en el cual fue escrita. Pero hay una enorme distancia entre no evadir y provenir: persiste allí la gorda falacia ante hoc, (o cum hoc) ergo propter hoc al suponerse que anterioridad o simultaneidad implican causación. Y no estaría de más, en la investigación, atender a una cronología que yo ya había hecho pública más de una vez.

Y mañana sigo.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Deja que el texto se ataque solo, a ver - I

Esto me ha quedado demasiado largo, así que lo separaré en tres posts que mejor serán leidos de la manito, uno tras otro. Allá va el primero; colgaré los otros dos en días sucesivos.

1. El mundo zen del planeta Mongo

Uno nace como autor y de inmediato se da cuenta de que la cancha está inclinada: de que ha llegado a un planeta desparejo en el que los críticos y comentaristas ya han dispuesto las reglas a su favor. Concretamente, que tienen listo un ‘argumento’ para callarnos y hacer su trabajo en paz. Es posible que alguna vez se haya tratado de un argumento formal, genuino; pero ahora es bastante menos, y es mucho más. Ahora es un dogma -con toda la avasalladora brutalidad de los dogmas- y es un mantra -con mucha de la eficiente irracionalidad de los mantras. Esta potente arma para silenciar autores está contenida en la frase: el texto debe defenderse solo.

Hace mucho tiempo que los estudiosos impusieron tamaña insensatez lógica en las facultades de lingüística y literatura y ahora no pocos autores contemporáneos están secuestrados por ese admonitorio shut yourself up que, según sostengo, es sólo una de las reglas del juego que la crítica ha inventado para sí: como tal, es la norma para su sandbox, una propedéutica –y una sumamente discutible, como espero mostrar- con vocación de anteojeras, que traza en la página las líneas dobles entre las cuales los nuevos aspirantes a críticos pueden hacer legítimamente su plana. Será todo eso: pero nada de ello resulta aplicable al autor. Pretenderlo es tan incompetente como recordarle a un hombre que carga costales por un tablón mientras mastica un sánguche que eso no le está permitido, porque el peón avanza de frente pero come de costado.

Lamentable, entonces, es comprobar que algunos autores se dejan conducir por ese mantra. Posiblemente esto empezó con unos cuantos cooptados: poetas y narradores que estudiaron literatura en esas facultades y que siendo alumnos escucharon y anotaron untuosamente el dogma que ahí se les ofrecía, quizá deshojado ya de su aparato crítico, de antítesis, de una simple prueba ácida de reducción al absurdo que lo hubiera, pues, devuelto al planeta Mongo de donde nunca debió alejarse (o lo hubiera enviado a su otra dirección: Religiones Comparadas 201). Y entonces estos autores–literatos crecieron teniéndole respeto, tal vez pánico, al dogma aquél. Crecieron teniéndolo por cierto, acatándolo incluso desde la perspectiva de que ha creado un texto propio mediante la intervención de su voluntad, es de esperar que principalmente.

Pienso que fue así como esta ortodoxia boba, este miedo a la herejía se contagió a muchos otros. Ahora basta que un autor exprese una opinión acerca de lo que ha dicho determinada corriente crítica acerca de su obra para que de todas las rendijas salga a relucir afiladísimo el ominoso mantra, rápido como un spray de gas pimienta o una picana eléctrica en manos de una señorita que teme ser violada. “¡Deja que tu texto se defienda solo, oe!” es una llamada a las armas, al apanado, al callejón oscuro: es una grita de guerra que cuenta con que el otro se rendirá porque sabe -debería saber- que ha roto terriblemente las reglas. “¡Plancha quemada! ¡Aquí hay un autor defendiendo a su texto! ¡A él!” Y el pobre autor huye, escarba y se esconde bajo tierra, avergonzadísimo de ser tamaño aguafiestas, de haberse atrevido a hablar él acerca de su propia obra mientras toda su lectoría -crítica y no- se permite opinar del texto con la mayor libertad y menor información.

El texto debe defenderse solo, hossanna aleluya hare hare. La oí por primera vez en los ochenta. Por esos años se recitaban en la PUCP cosas aún más ofensivas para la razón, cosas como todo acto o voz genial viene del pueblo e incluso –esta todavía se escucha- hay que ir a triunfar al Mundial, de modo que no le hice demasiado caso. Más tarde, ya en los noventa, la oí repetida por literatos cada vez más jóvenes y bien vestidos. Lo curioso es que la declamaban siempre igual, quizá con alguna interjección añadida. En bocas diferentes y en universidades diversas la frase era sospechosamente idéntica a sí misma, lo que confirmaba su origen común, su carácter de propaganda, su tenor decididamente dogmático. Luego noté que, mirada ya con más calma, la proposición tenía ribetes de puntillazo zen, de un kóan como el alucinado “los dientes de la tabla tienen pelos”. Había en “deja que el texto se defienda, ón” un candado de hermetismo taoísta, el hint de una llave Shaolin inspirada en un ideograma críptico. Yo pensaba (racional, tozudamente occidental, falogocéntrico): ¿por qué ha de defenderse a sí mismo un texto al que no se le permitió que se ataque a sí mismo? Si no te parece que mi texto requiere de mi ayuda para defenderse, a mí no me parece que requiera de la tuya para atacarse. Qué vainas.

Mañana sigo.

sábado, 8 de noviembre de 2008

René Descartes y Hugo Garavito

He estado largas semanas sin colocar ningún post, en parte porque estaba metido en mi novela, en parte porque acaba de nacer mi cuarto hijo, Samuel, aquí en Estocolmo (y aunque la experiencia de los tres nacimientos y paternidades anteriores pesa, el encomendarse a una de estas cosas en un idioma desconocido y con una fuerte gripe arriba del paralelo 60 N en noviembre no es poquita cosa). Empezaban a acumularse temas sobre los que había planeado postear, y ya se ve (por el último de mis posts) que hay algunos a los que yo no debería meterme. En fin, creo que vale la pena que me despercuda un poco de esta agenda pesada soltando en líneas más ligeras lo que me apetece decir. Todavía.

Cierta vez, al final de mi vida escolar me parece, yo estaba tirado en mi cama leyendo las Meditaciones Metafísicas (o quizás el Discurso del Método, se me ha borrado) y llegué a esa parte extraordinaria donde Descartes se encomienda a la Virgen María para que lo ayude en su búsqueda de una fundamentación sólida de la ciencia, que como sabemos pasa primero por el ego cogito y de inmediato por una doble demostración de la existencia de Dios. Tamaña paradoja no dejaba de fastidiarme la lectura. En ese momento se coló Hugo Garavito a mi cuarto.
-¡Hola!
-Hola.
-¿Qué lees?
-Descartes. Hay una vaina que no entiendo.
-¡Ah! ¡Yo te explico Descartes!

Huguito era mi primo hermano. Venía de graduarse en sus estudios de periodismo en la Universidad de Navarra y pasaba por casa a visitar a nuestra abuela común, que tenía bien poco de común y vivía con su hija, que era y sigue siendo mi madre, Reneé Garavito. En media hora mi primo repasó mi Descartes, aprovechó para burlarse de todo el racionalismo y el proyecto moderno, y contó media docena de chismes selectos sobre Condillac, Spinoza, Leibniz y el episodio en el cual Descartes se había visto obligado a desenvainar su espada durante un intento de atraco en un embarcadero. Finalmente, ñato de risa, Hugo me contó que en mala hora Descartes había aceptado una invitación del rey de Suecia a venirse a vivir a Estocolmo a enseñarle, cómo no, filosofía (¿cuándo aprenderemos los filósofos lo insensato de pretender enseñarle algo al soberano? ¿No bastaba la larga lección de Platón?). Pero al monarca sueco le gustaba levantarse muy temprano y fijó la hora de las clases a las cinco de la mañana; el profe Descartes pescó una pulmonía y se murió precisamente aquí, en Estocolmo.

De esa lección chismosa y divertida que me propinó Hugo han pasado más de treinta años. En esas tres décadas nos alejamos por motivos familiares y años después nos volvimos a encontrar, y esta vez a hacer amigos, por razones de estado. (Curioso que hubiera sido el mal estado de la razón el que nos reuniera por primera vez en torno a un tema filosófico). Entre el final del fujimorismo y los inicios del segundo gobierno de García Hugo y yo fuimos ambos funcionarios del estado peruano. Alguna vez se me exigió contratarlo, bajo presiones de Eliane Karp, en el Ministerio de Educación, me parece que a su salida de la dirección de El Peruano. Me negué, no sólo porque era una contratación que no necesitaba en mi equipo -aunque hubiera sido divertidísimo- sino porque, desde luego, era mi primo. Y aunque la figura no está directamente sancionada en la ley contra el nepotismo -que, dicho sea de paso, echa por tierra la presunción de inocencia- ni él ni yo necesitábamos que se nos acuse, por más que no hubiera delito. Así que se fue a la Biblioteca Nacional.

Almorzábamos juntos con frecuencia. Cierta vez me invitó al Parque de la Muralla. Fui a buscarlo a su oficina en la municipalidad de Lima, y sugirió que camináramos a través de Plaza de Armas, junto a Palacio y al Cordano, hasta el nuevo parque que él cuidaba y del cual se enorgullecía como si fuera realmente suyo. Fueron cuatro cuadras durante las cuales deben haberlo saludado cuarenta o cincuenta personas: los taxistas, las señoras, los ambulantes, los locos de la calle se paraban a gritarle "Garabato", saludándolo con esa especie de cariño y familiaridad que siente el público con una figura que es imitada en los Chistosos, en el programa de Carlos Álvarez. Hugo estaba entretenidísimo con su celebridad, por la que no daba un centavo.

-Oye Hugo, ¡pero aquí tienes un capital político tremendo!
-Pero claro, ¿por qué crees que en el partido me detestan? ¡Jajaja!

Cuando pasábamos junto al bar Cordano, comentó que una vez estaba sentado allí dentro cuando pasó por la puerta un niño de la mano de su apurada madre. El niño lo vio, lo "reconoció", y avisó a su mami:

-¡Mamá, mamá! ¡Mira, allí está... Carlos Álvarez!

A Hugo lo regocijaban estas anécdotas, todo el ambiente de fiesta que se hacía en torno a su figura, a causa de su figura -o falta de ella. Acudía puntualmente a las presentaciones de mis libros; atraía tanto la atención que no tardaba en irse, riendo, con el libro autografiado por su primo Quique bajo el brazo. No daba medio por mí, tampoco, aunque sé que le gustó CASA. Un día me dijo que tenía una novela y quería hablar con mi editor. Encontrar a Esteban Quiroz siempre ha sido una hazaña, pero en un plazo sorprendentemente breve Hugo tenía publicada su novela sobre Piérola, que me honró presentar en el CC de la PUC, y que es mucho mejor que un libro de historia (que los cien o doscientos que se habrá leido Hugo sobre el periodo) para entender ese tramo de la historia peruana.

Antes de mi viaje a Suecia estuve demasiado atareado para despedirme de él. Hablamos por teléfono; con seguridad cruzamos algunos chismes y chistes políticos. Luego, ya en Estocolmo, supe de su internamiento, lo que a la luz de su largo espanto por la ciencia médica y sus practicantes sonaba como una muy mala noticia (es absolutamente cierto que una vez, hace años, se escapó del Hospital Rebagliati en sus pijamas). Pulmonía. Días de espera, más enterado por los diarios y blogs -universalmente respetuosos, ahora- que por la familia. Y entonces, la noticia de su muerte, de pulmonía, mientras yo estoy aquí congelándome.

Sé que a mi querido primo le hubieran gustado la ironía, la coincidencia, el chismorreo, y desde luego el éxito de la lección.